La historia del Salón Mexicano

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Con su bigotillo cubano, Dámaso Pérez Prado sonríe manos arriba como si le hubiese dado el alto la policía del mambo. Flotando entre flores y manzanas de plástico, velas y hierbas para contrarrestar hechizos, su cuerpo brilla: está cubierto de purpurina y tiene una aureola plateada saliéndole del cogote. Pérez Prado siempre ha sido el rey del mambo, pero en esta casa también es un santo.

“El altar nos lo hizo hace unos diez años un artista joven que era muy fan de él. Pero es curioso porque era todo lo contrario a un santo. Era infiel, adultero, colérico, vanidoso” dice Miguel Nieto, propietario del Salón Los Ángeles, con 80 años, la sala viva más antigua de México.

De esta pista de encina americana reluciente y gigante, casi la mitad de un campo de futbol, despegó el (anti) santo Pérez Prado a finales de los 40. Apestado por la ortodoxia del son cubano, consiguió por primera vez, junto a una banda de más expatriados, agitar con éxito la energía de las grandes orquestas de swing con la fiebre rumbera para inaugurar un nuevo género que sacudiría las caderas del mundo.

La leyenda dice que le deportaron de México porque una noche tocó el himno mexicano a ritmo de mambo. ¿Es verdad?

También se dice que fue porque tenía problemas con las drogas. No me constan ninguna de las dos.

Nieto conoció a Prado al final de su carrera, después de arrasar en EE UU y ya nacionalizado mexicano. Más nombres sobre la pista: Celia Cruz, Benny Moré, Celio González, Willie Colón. Salsa, danzón, mambo, son, rumba, cha cha cha. Los Ángeles es un pulmón de música tropical. O afro antillana. Porque, precisa Nieto, “México tenía tres patas: la indígena, la europea y la negra”.

La conexión negra pasa por Veracruz, puerto de esclavos durante lo colonia, y nodo a partir de entonces con el Caribe. Así llegó el Babuco, un sastre y timbalero cubano que a principios de siglo desembarcó en el puerto y se trajo su banda danzonera al salón México –cerrado desde los sesenta–, a cinco minutos de Los Ángeles, los dos en la colonia trabajadora de Guerrero, que en aquella época no era más que la orilla de la capital, separada por la vías del tren.

Otro mito popular mexicano, Cantinflas, también fue vecino del salón. “Nació aquí atrás, cerca de la iglesia Los Ángeles, de la que tomamos el nombre nosotros”. Nieto recuerda que su abuelo, el fundador del negocio, un pequeño empresario del carbón, le vendió al actor de los pantalones caídos el terreno donde construyó su casa, ya en la parte noble de la ciudad. “Seguía viniendo por aquí. Siempre fue un personaje del barrio, pero se convirtió en un gran artista y un gran empresario. Además, lo que a él le gustaba era el tango”.

El que sí bailaba era Diego Rivera, con y sin Frida, que alguna vez trajo a Trotsky. Y García Márquez, que conoció el salón en el 70 cumpleaños de su amigo Carlos Fuentes. Fueron más de 300 invitados. Cerraron el local para ellos. José Saramago, María Rojo, Pedro Armendáriz. También estuvo en aquel cumpleaños, y muchas veces más, Carlos Monsiváis, quizá el mejor cronista de la cultura popular mexicana, quién dejó escrito esa fascinación de la clase alta cultural por los ambientes de barrio.

Lo que pasa es que ya se puso de moda

“Los salones –explica el propietario– surgen en los años 20 como una diversión para las familias trabajadoras. México era aún una sociedad muy rural y atrasada. Se escuchaba la música por la radio. Y en ese contexto, los salones empiezan a programar bandas que tocan esa música en vivo. A cambio de una entrada barata, la gente empieza a salir de sus casas y se pasa la tarde bailando”.

Una gallega baila mambo es una película de 1951 para la que se grabaron escenas en el salón. Dos señoras del barrio hacen fila en la entrada. Levantan la cabeza y ven en la cola a otras dos señoras –una de ellas, Silvia Pinal, la rubísima musa de Buñuel– y dicen:

¿Quién son esas tan bien vestidas?

Lo que pasa es que ya se puso de moda

“La televisión y el cine dieron visibilidad a los bailes –añade el dueño de la sala– y la gente con más dinero comienza a interesarse. Muchos venían a tomar clases de baile. Se empieza a convertir en un espacio interclases”

Una contradanza. Un vals de los pobres. El danzón se baila en una baldosa, despacito y elegante

Dancing es una crónica de Monsiváis sobre el salón Los Ángeles escrita en 1977. “Ahora estoy contento porque no estoy entre universitarios sino entre trabajadores”, decía un personaje real, un profesor en la pista de baile.

“Vengan, vengan, aquí hay un obrero ¡Contémplenlo! ¿Cómo desplaza usted la cadera? Explíquese y decodifíquese”, decía otro, esta vez quizá inventado al servicio del sarcasmo, pero que bien podría ser un joven de ahora, blanco y occidental, con barba y gafas, intentando teorizar sobre perreo y reggaetón.

Al fin y al cabo, el término hipster viene de hip –cadera, en inglés– y nació en los años 40 por los jóvenes blancos que imitaban el estilo de vida, el ritmo, la audacia y el peligro de los jazzmen negros.

Los martes en Los Ángeles son tardes de danzón, un híbrido cubano mezcla de baile cortesano europeo y ritual de los ingenios azucareros. Una contradanza. Un vals de los pobres. El danzón se baila en una baldosa, despacito y elegante. “No es la palabra es la actitud –escribió Monsiváis–, ya es posible aunque no se acepte, ser pobre y fino, negro y fino, ignorado y fino”.

Paco y Yolanda, 75 años, han venido desde Texcoco, en el vecino Estado de México. “El danzón es puro sentimiento, es el amor por el gusto, es querer sentirse bien”, dice ella, vestido negro entallado con ribetes plateados desde la cintura hasta el cuello. “Nos tardamos una semana en elegir la ropa que nos vamos a poner”, explica él, sombrero de fieltro con pluma, zapatos plateados, pañuelo blanco, collares, saco casi hasta las rodillas y pantalones embudo estilo pachuco, la moda de los migrantes mexicanos a EE UU en los 40.

Paco sonríe y estira el bigote: “Como te ven, te tratan”.

A Nieto, que reconoce que el local no está atravesando por su mejor momento económico –“somos como el último dinosaurio”– no le molesta el altar irónico de aquel artista al rey del mambo, ni que cada vez se acerquen más jóvenes universitarios atraídos por lo exótico. “Hay un dicho mexicano que dice “el que se ríe, se lleva”, que quiere decir que si tú te burlas de alguien, te expones a que también se puedan burlar de ti y no tienes ningún derecho a enojarte”.

Publicado en El País
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