Real de Azúa: culto a la libertad

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Durante las últimas dos semanas he venido escribiendo sobre el papel clave de los libros en la política. Quisiera, también hoy, ocuparme de un libro, pero de uno muy especial. Me refiero a Real de Azúa. Una biografía intelectual, de Valentín Trujillo (ediciones B). Publicado a 40 años de la muerte de “Carlitos”, como lo conocían desde siempre sus amigos, ofrece una inmejorable ocasión de volver a discutir sobre los desafíos de la cultura uruguaya en los tiempos que corren.

Esta biografía intelectual está enmarcada en el torbellino de su itinerario vital. Su familia, su padre médico, batllista y ateo, su madre católica devota (“La racionalidad y el misticismo dormían en el mismo lecho”, dice bellamente el autor). Su infancia, sus años en el Elbio Fernández y luego en el liceo Rodó. Su pasión por la literatura, su tartamudez persistente, su conversación al catolicismo a los 18 años, su sexualidad culposa. Su interés por la política regional y su oposición al terrismo. Su fascinación y posterior desilusión con la Falange de Primo de Rivera. Su permanente pasión por el fútbol y Peñarol. Los vaivenes de su “valoración” de Rodó. Sus encuentros y desencuentros con Marcha. Su acercamiento al movimiento ruralista, su posterior apoyo al naciente Frente Amplio. Su muerte, tan temprana, el 16 de julio de 1977.

Real de Azúa legó una obra voluminosa e insoslayable. Algunos de sus libros forman parte del pequeño catálogo de “clásicos” de las ciencias sociales nativas. El patriciado uruguayo (1961), El impulso y su freno (1964), Antología del ensayo uruguayo contemporáneo (1964), Uruguay: ¿Una sociedad amortiguadora? (1984), Los orígenes de la nacionalidad uruguaya (1991) se han convertido en obras de referencia para nuestros docentes, investigadores y estudiantes. En estos y otros trabajos formuló generalizaciones y “lanzó” hipótesis (al decir de Gerardo Caetano y José Rilla) sobre las que hoy seguimos pensando 1. Pero Real de Azúa nos dejó mucho más que miles de páginas invariablemente barrocas y provocativas. Su legado más valioso es su búsqueda de la excelencia y su culto de la libertad. Por eso, su biografía intelectual es un espejo exigente, que nos desafía todos los días.

Real de Azúa siempre se animó a aprender. Para él no había territorios vedados. Se interesaba en todo. No temía instalarse en una disciplina nueva partiendo de cero. Y lo hacía con la cabeza abierta, aprendiendo y discutiendo, siempre buscando aportar novedad. Se animaba a desplazarse de una disciplina hacia otra (del Derecho a la Estética, de la Historia a la Ciencia Política). Se animaba, además, a caminar por las fronteras, tendiendo puentes entre disciplinas. A él, acaso más que a nadie, debemos el estrecho puente que existe, por suerte, entre Historia y Ciencia Política. Se animaba, además, a realizar distintas contribuciones a la cultura simultáneamente. Daba clases de Estética y de Ciencia Política, escribía en Marcha, publicaba libros, dictaba conferencias. Todo a la vez. Voraz, ambicioso, multifacético.

Real de Azúa se animó a pensar con libertad. No es fácil para el intelectual renunciar a la tentación del “espíritu de sistema”. Él lo hizo. No pensaba por “sistemas”. No miraba el mundo por el ojo de la cerradura de algún manual a la moda. Todo lo contrario. No tenía dogmas. Tampoco libros prohibidos. No tenía, como buen lector de Rodó, ningún problema para cambiar. No se dejó nunca atrapar en un molde. No se enamoró de sus ideas. Fue el intelectual más “proteico” de su generación. Por eso mismo, seguramente, fue el más libre de todos ellos.

Trujillo, retomando la definición de Tulio Halperin Dongui, lo presenta como un excéntrico: “Fervoroso antibatllista en un Uruguay que endiosó a don Pepe y su obra, fue su más severo crítico pese a que durante la mayor parte de su vida se desempeñó como docente a sueldo del Estado. Fue católico militante en el Uruguay lacio, aristócrata venido a menos bajo la hegemonía de las capas medias, ratón de biblioteca apasionado por el fútbol y los espectáculos deportivos, homosexual pudoroso en épocas en que los tabúes silenciaban todas sus formas de expresión”. Susana Mallo, algunos años atrás, lo había presentado, con idéntico tino, como extranjero en su propia tierra: profundamente arraigado a su país pero en permanente tensión con los lugares comunes de su población2. Muy montevideano. Muy nacionalista. Muy oriental. Tan ilustrado como valiente, se animaba a poner distancia con todos y cada uno. Hasta con su propia sombra.

Por eso no tuvo una vida fácil. Es más sencillo, en la política y en la academia, adherir a alguno de los bandos en pugna. Es mucho más cómodo refugiarse de una vez y para siempre en algún sistema interpretativo que vivir a la intemperie y atreverse a cambiar. Real de Azúa eligió el camino más difícil. Ser fiel a sus dudas, a su incesante curiosidad, a la libertad intelectual, su principio más irrenunciable. Eso es lo mejor que nos dejó. Eso es lo que hace que sea tan importante la detallada reconstrucción de su trayectoria intelectual elaborada por Valentín Trujillo. Como él mismo dice, más que una biografía, un merecido homenaje.

Publicado en El Observador
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