El cine y el pueblo

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Lo que un día fue

Lo que un día fuera el cine se encuentra formando una esquina que da justo al parque central de mi pequeño pueblo natal. Es una estructura enorme proyectada en dos pisos cuya planta superior se enlaza por un amplio balcón al que dieron alguna vez cinco majestuosas puertas de madera que abrían un inmenso salón donde solían tocar orquestas locales. Los despintados ventanales de la planta baja, que tiempo atrás eran de vidrio, hoy bajo los efectos de una improvisada clausura han sido recubiertos con unos pedazos de planchas metálicas que no alcanzan a cubrir completamente sus vanos. Los muros desteñidos y agrietados se van revistiendo paulatinamente de mensajes anónimos, algunos no tan románticos, que están a la vista de los transeúntes en sus breves caminatas recreativas de sábados y domingos. Dentro de estas paredes que el tiempo marchita y que quizás más de uno, creyendo en los ciclos de renovación, ha deseado deshojar finalmente en sus pensamientos, nace y se expande un monte salvaje que empieza a fundirse con las columnas por sus raíces trepadoras. El espectáculo frondoso puede contemplarse solo adentro, desde el segundo piso de la sala donde se encuentran las pocas butacas que han sobrevivido a las lluvias y vientos otoñales, al sol perenne, al rocío mañanero, al primer aguacero de mayo y a los extraños efectos de la luna.

Edificio fantasmagórico fuera de lugar, retirado, inmóvil y deforme, esperando casi gustoso los largos y rocosos días de su deterioro que deberán transcurrir hasta que sea demolida su primera piedra y se extinga para siempre el recuerdo de lo que fue, si antes no ocurriera el milagro de la restauración.

El milagro de la restauración

Sería el deseo colectivo para un sitio que poco a poco pierde sus opciones recreativas, concentradas fundamentalmente en la novedad de un parque con iglesia y comunicaciones cibernéticas, que por facilitar un contacto con el más allá, limita, en cambio, la interrelación de sus ciudadanos. El milagro de la restauración está lejos de ocurrir, sobre todo, cuando documentales como el de Carlos Collazo, Piedras y almas (2015), informan del mismo estado de urgencia que sufren varias salas de cine en La Habana.

Sin embargo, el pensamiento se queda colgado como un cuerpo agónico y perseverante a un chaleco salvavidas: la solución, o mejor, las soluciones que cada quien desee dar para que no perezca el espíritu del cine en el pueblo. Quizás de esa imaginación colectiva pueda acaecer la milagrosa aparición del cine.

San Antonio de los Baños

El nombre de mi pueblo se asocia de inmediato a una histórica Escuela Internacional de Cine y Televisión. Sus estudiantes tradicionalmente han rodado en distintas locaciones del pueblo, en las calles, esquinas, lomas, en el río y su bosque, animados por los rostros de sus habitantes, algunos, a su vez, trabajadores de ese centro.

Me imponía a ratos la incógnita: si el cine nacía del pueblo, ¿cómo hacerlo volver a él? ¿Qué recursos se necesitarían para ver aquellos rostros iluminados con la proyección de una gran pantalla? A veces la imagen final me engañaba haciéndome creer que eso solo sería posible si aquellas ruinas se levantaran con la restauración. Al costado del sueño inalcanzable asomaba además la evasión: la cercanía de la capital aún consiente asistir a la presentación del festival de diciembre, y mientras alguno se sienta a esperar el regreso de una segunda temporada de los cines domésticos en tercera dimensión, prepara, por si acaso, las condiciones individuales para permanecer aislado y solo en casa frente a su televisor.

El cine y el pueblo se necesitan mutuamente. Las gentes del pueblo añoran nuevos modos de recreo y socialización que articulen las escasas tradiciones. El cine a su vez sin la exigencia colectiva estará destinado a desaparecer, no solo con los pedazos de muro que colapsarán en el tiempo, sino por la ausencia del estímulo a favor de una cultura cinematográfica.

De niña conservo un recuerdo

Éramos tan pobres en casa que no existía más que un televisor en blanco y negro a través del cual yo esperaba durante el verano las películas de los domingos en la mañana, la famosa tanda infantil. El televisor era un objeto valioso que seguía solo una programación nacional para la cual las personas se preparaban con antelación y así no perder lo que fuera de interés.

Sin embargo, de aquellos años ´90, cuando los recursos eran más escasos, el aire del cine batía por ráfagas en el pueblo. Recuerdo que algunos estudiantes de la Escuela de Cine, junto a Antonio Hernández (Tony), de la Dirección de Cultura, hacían distintas proyecciones de películas en 35 mm en diversos barrios. Colocaban una inmensa pantalla en medio de la calle y esa noche todos los vecinos componían con las sillas un cine al abierto.

Estos pensamientos me llegaban hace solo unos días, mientras presenciaba el mismo fenómeno, pero de otras dimensiones, en la majestuosa ciudad de Roma, donde los altos precios de los cines vuelven difícil el acceso frecuente. Un grupo de jóvenes lograron autofinanciar la gestión de un cine abandonado en el barrio histórico de Trastevere.

Los muchachos del Cine América (I Ragazzi del Cinema America), como se les suele nombrar, han logrado crear además un maravilloso festival estivo al abierto cerca del cine ocupado por ellos. Esta iniciativa anual, completamente gratuita, a pesar de los continuos enfrentamientos que por estos días se dan con el gobierno local que se rehúsa a amparar tal proyecto, tiene lugar en el parque San Cosimato, donde la degradación había vuelto marginal una zona perteneciente al mismo centro histórico.

Cada noche durante los meses de junio y julio se proyecta una película, sea en retrospectiva o de reciente producción. He visto acudir a personas muy diferentes socialmente, sentadas codo a codo, y a más de un espectador que con la espalda apoyada al suelo contemplaba un cine con los cielos abiertos.

Era la noche de la proyección de The Salesman (2016), película iraní de Asghar Farhadi. Llovía. Vi una plaza llena de personas que sentadas y con sombrillas se inquietaban solo ante la cancelación del film. La segunda noche, que sería la primera de la película, no llovió y se pobló tres veces más que la anterior. No había espacio libre ni siquiera para poner una silla o una tela donde sentarse.

Asghar Farhadi estaba allí. Había ido seducido ante el trabajo de aquellos jóvenes que rehabilitaban un parque y vivían el cine como experiencia colectiva. Hablaba de la destrucción de los cines en su país, de la reducción mundial de la pantalla que pasaba de un televisor a un celular.

Fueron aquellas palabras las que me transportaron a mi pueblo, allí en aquella plaza, con un genuino entusiasmo popular que aplaudía a un director de cine, con emoción insistente como si fuera aquella la gala que lo premiara por la mejor película en lengua extranjera a la que, en cambio, no había asistido.

Había una vez un cine a cielos abiertos

Devolver el cine al pueblo. Veía los cielos abiertos ante aquella idea, al imaginar que, en vez de esperar el milagro de la restauración, pudiera este surgir del espacio abierto y de la noche. Regresar a un cine popular y de barrio como una alternativa a las escasas opciones recreativas podría ser una manera para iniciar la construcción de la memoria cinematográfica del futuro en un pueblo casi olvidado, al no ser por su Escuela de Cine.

¿Cuánto se necesitaría para fundar un proyecto así?

El gesto de uno sumado al gesto de otro, sumados a los gestos de muchos.

Intento cerrar mis ojos y pienso en esta misma pantalla dentro de este barrio romano, trasplantada ahora al pequeño parque central del pueblo donde nací, lleno de gentes, de caras conocidas, asombradas e iluminadas.

Publicado en Cachivache
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