Los riesgos del arte contemporáneo boliviano

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Hace casi 40 años que germinó el arte contemporáneo en nuestro país.
Este inédito asomo en tierras bolivianas se autodenominaba entonces «arte experimental”, lo cual señalaba el proceso estratégico que hacía posible el invento y la creación, conceptos que eran fundamentales en la práctica del arte contemporáneo.
Las bases teóricas sobre las que se apoyaba aquel «arte experimental” estaban contenidas en la idea dadaísta de que el arte es vida (he aquí la primera gran dificultad para comprender desde afuera un arte con esta característica) y la gran novedad duchampiana de que la cualidad sensible en el arte es menos importante que la idea, tanto que no hay evidencia, intrínseca a la obra, que permita legitimar desde ella su estatuto como obra de arte.
Es decir (y ésta es la segunda gran dificultad para comprender el arte contemporáneo), el concepto, encarnado en el soporte sensible, es lo que define la experiencia estética en el arte contemporáneo; así, la obra de arte es ante todo un significante, o mejor dicho un lugar de múltiples significaciones, las del propio artista y aquellas que se decantan entre los espectadores, en un encuentro semántico abierto, en cuya polisemia se sedimenta la trascendencia de la obra.
Todo esto supone una nueva dimensión del placer estético que trasciende el placer de la mera experiencia sensorial -paradigma del arte antiguo-, hacia un inédito placer racional/emocional orientado por un saber teorético.
Desde aquel comienzo, la difusión y la práctica de aquél arte experimental boliviano, ahora algo más «institucionalizado” y «tradicional”, ha ido creciendo hasta hoy, yo diría de modo inevitable, por la pertinencia de sus postulados, contradictorios, complejos, en un mundo contemporáneo también signado por la complejidad, la contradicción, la incertidumbre y la ininteligibilidad cuántica que amenaza nuestra percepción cotidiana.
No se podría esperar otro arte más sintonizado con el presente. Esto más allá del ruido sensacionalista del mercado y los discursos obesos y vacuos, que por cierto, siempre han existido, desde la aparición del arte representativo y bello del Renacimiento.
Digo «crecimiento” cuando pienso en aquel arte experimental de principios de los 80, devenido conscientemente, luego, en arte contemporáneo en el primer evento con este nombre -me refiero al CONART, 2001-; pienso en el desarrollo significativo del SIART, en la plasmación institucional del Museo de Arte Contemporáneo de Santa Cruz, en la creación de la Bienal de Arte Contemporáneo Contextos, auspiciada por la Fundación Patiño de Cochabamba; en la constancia persistente de galerías de arte contemporáneo como Kiosko Galería, Nube Gallery, Manzana 1; pienso también en la creación de colectivos como Perro Petardos de Oruro, en el surgimiento de talleres, clínicas, residencias, fundaciones, etc., que promocionan arte contemporáneo; pienso en la reciente presencia de Bolivia en la Bienal de Venecia, con obras de dos notables artistas contemporáneos -Sol Mateo y José Ballivián-, apoyados institucionalmente por el Museo Nacional de Arte. Esto era impensable hace 10 años; eso es crecimiento, aunque todavía no haya instituciones oficiales de formación artística contemporánea.
La amenaza del lugar común
No obstante, el crecimiento del arte contemporáneo boliviano está amenazado constantemente, ya no por el arte académico oficial o por aquel espectador aferrado a una idea del arte anclada en el pasado, sino por la banalidad -la banalidad en el arte se manifiesta cuando el valor de la forma excede al del concepto-, la futilidad conceptual del lugar común o de la mera intención ilustrativa, los buenos modales artísticos, los clichés exitosos impuestos por el «mainstream” del arte internacional y la moda señalada por las necesidades del mercado.
El arte contemporáneo sólo puede sobrevivir a la permanente amenaza de la banalidad en tanto forma de conocimiento de la realidad, del presente, pero no aquel conocimiento convencional basado en la razón y las palabras, sino aquel conocimiento en el que se integran la razón y las emociones: pensamientos que exploran y emocionan, emociones que profundizan la experiencia de la percepción cognitiva, pero precisamente por este motivo -como sucede con todo conocimiento- el arte nunca será popular ni complaciente.
El riesgo del localismo
Por otra parte, está también el riesgo de ese localismo provinciano y foklórico al que pretende reducirnos cierto centro hegemónico de occidente, cuya mirada turística en busca de exotismo, se reserva para sí, reflexiones más «profundas y universales”.
La reflexión sobre el presente actual -si el arte contemporáneo tuviera preceptos éste sería el principal-, es decir, el aquí y el ahora de nuestras vidas, no significa tener una percepción solipsista, provinciana, regional o cercada del lugar actual donde estamos; desde nuestras vidas y la aldea en que efectivamente se ha convertido el planeta, el aquí es precisamente nuestra vida y el planeta en el que vivimos; y el ahora son las circunstancias y las coyunturas que constituyen el presente vital, del nuestro y de lo que nos rodea, que también es nuestro, de un modo cada vez más evidente y dramático. Hay que superar lo local, no ignorándolo, sino conservándolo, al modo como Hegel utiliza el concepto de «aufheben” en su dialéctica; esto significa, subsumir lo local y actuar con un sentido global.
Algo ha cambiado definitivamente en el mundo, pero nosotros no: en la ciencia no hay más verdades sino probabilidades, el mundo no es más sustancia sino relación; la filosofía dejó de confiar en la palabra para referirse a la realidad, y desde la muerte de Dios, se dedica más a la ética; el arte pretende reemplazar a la filosofía desde la forma, en tanto encarnación de ideas paradójicas, interrogadoras, herméticas, nunca más evidentes; en cualquier caso, son las relaciones las que importan, no los objetos; la belleza en el arte, si aún existe, está relacionada con la perfección, entendiendo ésta como aquello que es totalmente eficaz en lo que se propone.
Publicado en PáginaSiete
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