Fotos familiares

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Óscar García / La Paz
Ya no es cristalería lo que se ve en el mueble ése que hace de vitrina de comedor, ya no es vidrio fino. Todo lo que hubo se vendió. Es lo que se usa con las cosas que tuvieron valor en varios sentidos. Llega un momento producto de las inclemencias de la economía y las finanzas y los avatares políticos en las patrias en proceso de convertirse otra vez en bananeras posmodernas, un momento en el que las cosas se tienen que vender para sobrevivir al día siguiente y al otro y al otro. Hasta que no quede nada más que un catre y una silla a modo de mesa de noche, de comedor, a modo de escritorio, de sofá.
De todas las cosas que se fueron vendiendo de a poco hubo unas más difíciles de vender que otras. Las fotos de familia. Sobre todo una de ellas en la que se veía en blanco y negro a la bisabuela, a la abuela, al abuelo paterno, madre, padre y todas las hijas. En esta familia no hubo hijos. A duras penas pero la foto se vendió. Es de tener paciencia. Si se sabe dónde y cómo ofrecer la foto, se vende.
Hay familias que compran fotos de familia para construir un pasado que no existió y darle nombre a las personas de otra familia e inventarles historia. Un ejercicio que en las ferias tiene su puesto. El lugar de las fotos antiguas en el que se puede elegir la familia que se quiere y luego, más luego y acompañando el asunto con un singani de Turuchipa, se procederá a buscar nombres y bautizar a las gentes de la foto.
Todo va desapareciendo de a poco. Todo lo que costó años y recursos. Todo desapareciendo en un proceso parecido al de un saqueo por etapas. Lento, constante, como un veneno silente e insípido, como una fuga de gas sin olor a gas. Todo yéndose, todo en función de muerte o de nueva vida, que en todo caso equivale nomás a una muerte. A una conclusión, al fin.
Y cuando los cuartos quedan vacíos también se vacía la memoria. Se bloquea, se envuelve con un muro de concreto, de piedra, de barro, de llanto. Un muro de todas las sangres próximas y de todas las miserias clasificadas por tamaño.
Cuando los cuartos se vacían se produce una reverberación del espanto. Da ganas de jugar con pelota para escuchar y disfrutar de la sonoridad que produce el rebote en el piso, en el techo, en las paredes. Da ganas de cantar en los cuartos vacíos.
Da gana en un cuarto vacío, de hacer cálculos. Imaginar, sospechar. Calcular por ejemplo ¿cuántas cajas de cerveza, de las rojas, entrarán en el cuarto? Suponiendo que la habitación mide cuatro por cinco metros y tres y medio de altura. Si cada caja más o menos mide 50 x 40 centímetros y como otros cuarenta de alto. El momento en el que se va a llegar a un número pasa algo en la atención que desaparece toda la cerveza y las cajas.
El cuarto es otra vez un cuarto vacío, con una ventana sin visillo desde donde se ve la calle y las casas del frente. Hace sol, no mucho pero sol al fin que entibia, que se cuela por la ventana y golpea en el piso de machimbre envejecido y blanquesino. Por cierto, alguna vez habría que encerar el piso. Ahora que no hay alfombra alguna, ahora que se ve todo el piso pelado, está blanco, empolvado, cruje.
Se ve pasar por ahí una hormiga afanada en llevar algo a algún lugar. No parece haber más hormigas por lo que es una solitaria. Una loba solitaria se diría si se tratase de una hormiga terrorista.
Pero no hay tal cosa. Esta es una afanada. Que pasa las mismas penurias de las personas que venden lo que les queda para comprar cosas de comer. Pero con gusto. La falta de efectivo no tiene por qué afectar al buen gusto. Buen gusto según cada quien, pero buen gusto al fin. Cuesta lo mismo un manojo de tomillo que una gelatina aguada en recipiente de plástico que más temprano que tarde irá a parar a una de las islas de plástico en la mar. A veces se vende para comprar, a veces para pagar deudas, a veces para comprar una flor y llevarla viva, fresca, luminosa, a una puerta azul por ahí palpita.
Lo peor de la situación, porque siempre puede ser peor, es que no haya nada que vender. Que jamás hubiera habido ni vitrina ni familia ni perro que ladre. Ni lugar en el que caerse muerto.
Siempre puede ser peor. Al final, unos cuartos vacíos van a recibir siempre gentes vivas que los llenará de nuevo, de cosas flamantes y de otras con historia, compradas de gentes que necesitan vender para seguir caminando y hacer camino al andar.
Publicado en PáginaSiete
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