Gabriela Cabezón Cámara, escritora argentina: «Cuando se piensa que no se puede enseñar a escribir se está sacralizando a la escritura»

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Texto: Pablo Díaz Marenghi / Fotos: Xavier Martín

Cuando publicó La Virgen Cabeza (2009), su primera novela, la crítica habló de “ópera cumbia, mezcla de lo alto y lo bajo, mezcla de habla popular, Góngora y Homero”. Se percibía una herencia propia de la literatura argentina más transgresora: Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher. Luego vendrían Le viste la cara a Dios (2011), Beya (2013) y Romance de la Negra Rubia (2014). Sus personajes serían travestis, habitantes de villas de emergencia, drogadictos, proletarios; sujetos y sujetas alejados de los cánones de la tradición literaria clásica, blanca y occidental. Sin embargo, ella no considera hacer una literatura “de los márgenes” como muchos críticos adormecidos suelen etiquetar. Así lo explica: “Cuando me dicen eso, me pregunto: ¿Qué es el centro? ¿Tinelli, la tele, los periodistas de noticieros, los actores de la farándula? ¿Qué es el centro? Y esa gente en todo caso, ¿qué te muestra? ¿Una ficción, una representación de sí mismos? No sé qué es el centro. ¿La familia constituida tradicionalmente, de clase media? Yo no soy eso”. Su última novela, Las aventuras de la China Iron (2017), da vuelta el punto de vista del relato argentino por antonomasia, el Martín Fierro, y pone patas arriba los elementos de la literatura gauchesca. Ya no es el gaucho payador el que cuenta la historia sino su China, adolescente, abandonada y curiosa que conocerá a una particular mujer inglesa que la llevará en su carruaje a conocer el mundo. Conocerá, junto a ella, mucho más: a José Hernández, a los gauchos sometidos, a los bellos indígenas y hasta su propia sexualidad naciente.

Gabriela es lesbiana y no le da vergüenza decirlo. Más bien, lo contrario. Milita desde su escritura y su acción en pos de una sociedad sin pruritos sexuales, sin binarismos o mandatos respecto a cómo deber ser. Es por esto que su literatura se relaciona con el concepto de lo queer, que en palabras de Paul B. Preciado es “una posición de crítica atenta a los procesos de exclusión y de marginalización que genera toda ficción identitaria” en relación a la sexualidad, los géneros, pero que hoy día se ha llevado más allá y apunta a deconstruir ciertos relatos y alejarse de ciertas posturas de “o es blanco o es negro”. Gabriela, más bien, intenta ir por una tercera posición en su obra. Se puede hablar de una identidad otra, de un género otro, de una sexualidad otra sin necesidad de someterse a un molde social preestablecido.

Rodeada de sus perros y de su afectuoso gato blanco, Gabriela reflexiona sobre la repercusión de su último libro, que la tiene muy contenta, su paso por la carrera de Letras, la influencia de sus maestros literarios (Diana Bellesi y Alberto Laiseca) y cómo ella entiende la cuestión de lo marginal: “Me parece que la mayoría de la humanidad es así. No sé de qué mierda hablan, posta. Como si se supusiera que la literatura es toda de clase media y alta y tiene que hablar solo de eso. ¿Por qué?”.

-¿Cómo fueron tus primeros acercamientos a la lectura y la escritura?
-Desde que aprendí a leer que leo. Y antes tenía ganas. Se me armó un mundo donde estar más contenta, más feliz, más divertida, con una serie de interlocutores más interesantes que me rodeaban. Sentía que hablaba con los autores y era como estar en un lugar mejor, más interesante. Más seguro también, más vital incluso y a partir de entonces fue así siempre. No podría decirte que hubo un mojón especial. Después si, tuve lecturas que me volaron la cabeza pero como a todos nosotros. En general te agarra de niño y después diversas cosas te van volando la cabeza a lo largo de los años.

¿Y cómo fue tu paso por la carrera de Letras?
-La carrera te forma para ser un crítico, no para ser un escritor. Lo tenía bastante claro. Por otra parte, nunca podía terminar nada de lo que empezaba a escribir, y tuve materias y lecturas maravillosas que no creo que me hayan coartado la escritura. En algún momento, al principio, lees a Adorno y sentís que tenés que hacer lo que dice Adorno, pero después se me pasó y tuve materias hermosas. Disfruté sobre todo, más que las materias teóricas, “Española Medieval”, o las clásicas. Esas materias que te abren a otro planeta, me gusto mucho y me sirvió un montón. Porque es otra manera de ver a la literatura y que a mi me hizo bien. No perdí tan fácilmente esa posibilidad de leer como antes. La perdí un poco. Entre el oficio y lo que estudiaste entrás mirándole los recursos. Salís con la cabeza distinta. Hay que poder salir de ahí también, ¿no? Creo que hay que entrar y salir. Es algo con lo que no terminas de relacionarte nunca y está buenísimo, pero me parece que si escribieses solo para tus interlocutores de la facultad te estas perdiendo de algo. Igual es una tentación fuerte y es difícil dejar de tener una interlocución con algún profesor que te voló la cabeza de alguna manera, en algún sentido, con algún texto que leíste ahí. Y no es necesario dejarla. A mi no me gustaría que lo mío se redujera solamente a eso. Me parece flashero pero me parece que hay más en el mundo.

-Mientras estudiabas, también escribías. ¿Cómo eran tus primeros textos?
-No sé decirte cómo eran, de todo un poco. Relatitos, cuentitos. Lo que me iba saliendo, párrafos sueltos de cosas. Hice taller con Diana Bellessi y ahí pulí más mis textos. Necesitaba que alguien me aprobara, que un autor me autorizara y bueno, Diana me autorizó. A partir de ahí, todo fue más tranquilo. Antes me pasaba lo que creo que nos pasa a casi todos: te parece que escribís horrible, que todo lo que hacés es una mierda, que para qué hacés eso, y en algún momento de ahí me sentí como más autorizada, más tranquila, y me empezó a chupar un huevo que fuera horrible o lo que fuera.

-Hay varios temas que atraviesan tu obra: por un lado una relación con los márgenes, si se quiere, los desclasados o personajes que tienen más que ver con desde prostitutas, hasta punteros políticos; y por otro lado, lo que la crítica ha destacado como lo queer o la sexualidad sin mandatos, la cuestión de repensar los géneros o dar vuelta ciertas estructuras. Estos temas te interesaron desde siempre como para volcarlos en tu escritura?
-Lo queer no desde siempre. Enterarme de que existía algo queer, además de mi misma, me llevó un tiempo. Y lo otro yo no sé. A veces, cuando me dicen eso, me pregunto: ¿Qué es el centro? ¿Tinelli, la tele, los periodistas de noticieros, los actores de la farándula? ¿Qué es el centro? Y esa gente en todo caso, ¿Qué te muestra? ¿Una ficción, una representación de sí mismos? No sé qué es el centro. La familia constituida tradicionalmente, de clase media. Yo no soy eso. Una parte de la gente que me rodea es así y otra parte no. No lo veo tan marcado. Sí hay personajes que viven en una villa, la travesti Cleopatra (protagonista de La Vírgen Cabeza), pero también está la pareja de Cleopatra que es una periodista, de clase media, que trabaja en un diario. En Romance de la Negra Rubia, el personaje no es una desclasada, es una drogadicta de clase media que un día pira. Conozco un montón de gente así. Después La China… puede verse como una desclasada, una obrera, una proletaria del siglo XIX en el campo. Pero su amiga Liz es una chica de clase media inglesa, escocesa. No lo veo tan marcado eso, sinceramente. Si veo que se ve mucho en ese sentido, pero no se si lo veo como desclasados, pero sí como gente que no es esa familia cristiana de clase media. Me parece que somos legión. Después, dentro de ese “estar afuera”, está la cuestión de clase que no se me pierde de vista en ningún momento. Pero si pensamos a la gente que gana menos en este país -hoy en día creo que se considera pobre a una familia que gana menos de 20 lucas- ¡es todo el puto país!, el 80 por ciento es desclasado. Me asombra que se vea a mi literatura como algo marginal. Es un concepto de margen y de centro que tendríamos que empezar a revisar, que corresponde a otra idea de nación. Vivimos en un país de pobres, mayoritariamente. Creo que el porcentaje de pobres, niños pobres, es el 80 por ciento. Es una cosa desquiciada. Tomando esas estadísticas hijas de puta del INDEC, anda a vivir vos, hijo de puta, con 20 lucas si son cuatro personas. A nosotros solos nos cuesta vivir con 20 lucas, pagar el alquiler y llegás ahorcadísimo. Imaginate si fueras cuatro. Me parece que la mayoría de la humanidad es así. No sé de qué mierda hablan. Posta. Como si se supusiera que la literatura es toda de clase media y alta y tiene que hablar solo de eso. ¿Por qué? La clase media blanca, heterosexual. No lo veo tan marcado como sí lo ve gente que me lee. Y deben tener razón, seguro. Si me explican por qué, les digo que tienen razón.

-Respecto a La China, que creaste a partir de una invitación que tuviste a dar unas conferencias y pensaste en trabajar el tema de la gauchesca, ¿cómo te surgió esa idea? Porque tiene mucho de lo queer al invertir el punto de vista de un gran relato, como el Martín Fierro, pero que también es otra cosa: un viaje iniciático del personaje de la China que pasa por tres grandes momentos. 
-Quería que se leyera así, algo que tiene que ver con el Martín Fierro pero que también, si no lo leíste, podés leer un viaje iniciático, te divertís con las peripecias. En ese sentido, como decía antes, uno puede escribir para sus colegas, la gente que tiene bien leído el Martín Fierro y va a entender un montón de chistes y líneas y que va a encontrar a Sarmiento, a Echeverría, a Martín Kohan, Saer y a tanta gente que está citada en esa novela de una manera u otra. Y para el que no, poder leer una novela de peripecias. Me gusta eso, que tengas diez niveles de lectura. Y se caía solo. No sé cómo nadie la hizo antes. Vos te ponés a leer gauchesca y te das cuenta de que no hay ninguna mina que hable. Es decir “voy a hacer una mina que hable, a ver qué cuenta de este mundo”. Y ya. Cuando me puse a leer gauchesca lo vi, me resultaba obvio. Y me entusiasma crear ese punto de vista otro que pudiera contar la historia de la consolidación de esta nación de otra manera, que pudiera criticarla, desde una perspectiva insólita, porque es una perspectiva muy ingenua la de ella. Medio que oscila, primero se hace re imperialista, re pro inglesa, después entiende un poco, un poco le gusta lo que hace José Hernández, convertir la masa de gauchos en masa de obreros. Es la perspectiva de una nena, un poco curtida pero una nena al fin, y me pareció lindo. Y también me parece interesante pensar -me parece que el Martín Fierro sirve para eso- cómo se armó la nación, sobre qué, con qué modelo económico. Al ver la nación funcionando hoy día uno se da cuenta que fue un modelo económico siempre asesino. Primero tenía que matar para expandir los territorios de cultivo y ahora tiene que envenenar para aumentar el rendimiento de cultivo de un territorio. El extractivismo es malo, nos va a hacer mierda. Me pareció interesante pensarlo, pensar esas traiciones, ese imaginario. Sobre todo me pareció divertido. Cuando escribís te tenés que divertir. Me divirtió.

-También tocás el tema de los pueblos originarios y esa cuestión de cómo ellos eran vistos como lo salvaje, lo desbocado, y al final hablas de la belleza que tenían esos personajes. ¿Cómo construiste esa imagen de los pueblos originarios?
-A veces pienso que cuando la nación necesita matar a los indios para consolidarse, necesita hacerlo para conquistar sus territorios, por supuesto, como ahora mismo, pero también para aniquilar una forma de vida. Para que no haya otra. Como que no se toleraban otros modelos de vida cercanos. Necesitaban matar eso. Porque obvio que serian hermosos, viviendo en una naturaleza bastante generosa, nadie se moría de hambre aparentemente en estas tierras. Y sí, tenían que ser gente hermosa, no queda otra. Después, el hacinamiento, la pobreza hace que se note menos la belleza. La pobreza no es linda. Me gusta pensar en esos modelos otros. Alguien tiene que ponerse a pensar en otros mundos posibles posta. Fuerte. Yo puedo hacer un cuentito, pero hay gente con más herramientas para pensarlo en serio o para articular lo que se está haciendo y que siempre es disperso. Porque vamos al muere. Estamos haciendo un biocidio. Tus hijos y los hijos de sus hijos probablemente no tengan agua. No es joda. Desde el imaginario, los que trabajamos con eso podemos jugar un poco. No puede ser que la única idea que tengamos de futuro, de alternativa a lo que estamos viviendo, sea el apocalipsis.

-Antes resaltabas que no había mujeres hablando en la gauchesca, y cuando publicaste La Virgen Cabeza decías que te llama la atención que la virgen casi no habla en la biblia. ¿Te interesa trabajar sobre ciertas voces que no tienen tanto peso?
-Todas las nuestras, en mayor o menor medida. Ya sea las de las mujeres, la gente queer, la gente que no es de clase media alta para arriba. Después, para las otras voces está casi toda la tradición de la literatura. Han hecho belleza, pero es una belleza un tanto opresiva en la medida que excluye otras perspectivas. Para eso está Vargas Llosa, que lo hace bien, ¿por qué lo voy a hacer yo? Sería raro, aparte, que lo haga yo. ¿Desde dónde lo haría? Una mujer lesbiana que anda corriendo para hacer notitas, para llegar a fin de mes. No soy eso, no soy Mario Vargas Llosa.

-Mencionabas antes al periodismo, ¿encontrás una relación entre la práctica periodística y tu escritura? Pienso en la cuestión del oficio, del estar escribiendo todo el tiempo, o en ciertos temas de actualidad que quizás se impregnaron y te inspiraron para la ficción.
-No se si es una relación directa o no. A veces me impactan temas de actualidad, a veces fotos, alguna notita que cuenta algo y me resulta enardecido. Después, construí mi prosa en tensión con la del periodismo, que supone tantas reglas, oraciones más cortas y tantas limitaciones. Entonces hice todo lo contrario. Después me fui calmando. En general, los periodistas gráficos, casi todos queremos escribir. Ahí está la crónica como válvula de salida de nuestras inquietudes. En el periodismo tenés una extensión, una línea editorial, nunca sos vos del todo, por más canchero que seas ya está jugando otra cosa, sobre todo la voz del medio. Cuando escribo para el suplemento Soy, de Página 12, la verdad que soy un montón yo. Pero es una excepción. Tenés que estar en cierta periferia. Una vez más, estás en el centro y cagaste. Si no coincidís absolutamente, que ya creo que sería una clase de alienación, tenés que estar negociando todo el tiempo.

-Volviendo a tu última novela, se percibe una influencia poética en general, en ciertos pasajes ella describe colores, menciona objetos. Además de la prosa, ¿tenés una influencia que proviene de la poesía?
-Si. No pienso la prosa tan separada de la poesía. Las pienso como juntas Trato de hacer poesía con la prosa. A veces saldrá, a veces no, pero creo que son universos que no deberían estar separados como se suele pensar, no tienen por qué. Y de hecho ahora están los poemas narrativos. ¿Por qué son poemas y no pequeños relatos? No existe un corte. ¿Y la prosa por qué no habría de ser poesía breve? Por supuesto hay zonas que son netamente poesía y netamente prosa, pero es raro. Me gusta pensarlo junto, que la lengua se despliegue en toda su potencia y yo llego hasta donde puedo llegar. Ojalá pueda llegar más lejos.

-Respecto a la etiqueta de “literatura feminista” o “literatura femenina” que suele circular, sobre todo en tiempos en donde autoras como vos, Samanta Schweblin o Mariana Enríquez gozan de un merecido prestigio, ¿qué pensás al respecto? ¿Existe una literatura feminista?
-La perspectiva de una mujer siempre es un poco diferente a la perspectiva de un varón. Un poquito. Por los lugares relativos que ocupamos en la sociedad. En ese sentido, es muy difícil escapar a eso. No sé si es necesario. O sí, pero entonces hablaríamos de un mundo otro donde todos tuviéramos el mismo poder y no hubiera ninguna carga en especial en ninguno de los dos puntos de vista. Pero me parece que falta un poco para eso. Me parece que en algún lugar eso existe. Por otro lado, me parece maravilloso todas las voces de mujeres poderosísimas que están apareciendo: Samanta, Mariana, Selva Almada, y las más jóvenes, Mariana Komiseroff, Magalí Etchebarne, Tamara Tenenbaum, Ivana Romero… no sé. Podría estar diez días nombrando mujeres que son muy poderosas, están haciendo literatura y está buenísimo. Pienso que hay otra visión de mundo, que aportan cada vez más diversidad. No es que es algo uniforme. Es todo muy variado. Estoy pensando en Cat Power, de Cecilia Palmeiro, que es divertidísimo, una genialidad. O en los libros de Fernanda Laguna, que me parece que nunca es justamente apreciada y creo que es una genia. Me parece que hay mucha riqueza y mucha potencia, que le hacemos bien a la literatura argentina construyendo algo más rico y variado entre todos.

-Más allá de la literatura, en estos tiempos surgieron denuncias de abuso sexual y violencia de género de celebridades, creció el movimiento Ni Una Menos, y se generó un poco más de conciencia en relación a la igualdad de género, alerta en torno a los femicidios, ¿cómo ves vos este tema? ¿Creés que hubo avances?
-Me parece que un poco más de conciencia hay. Hace poco había una parejita acá cerca, de toda esta gente que se está cayendo del sistema como si fuera mierda y queda tirada en el piso como si fuesen mierda, que estaban viviendo en un auto abandonado y escuché que la chica le gritaba al chico: “Claro forro, ninguna mujer se merece que le peguen. No hay que pegarle a las mujeres”, con una noción muy extendida de que no está bien pegarle a las mujeres. Parece poco, pero no es poco que la mina sepa que no está bien que le peguen. Que diga no me tenés que hacer esto, podemos tener una relación más linda, más humana, más copada. Me parece que eso pasa. Pero después, la cifra de femicidios no bajó, me parece que al contrario. Es un horror.

-Respecto a la repercusión de tu última novela, que fue muy grande ¿lo relacionas con el hecho de que venías publicando en Eterna Cadencia y ahora publicaste en una editorial multinacional como Random House?
-Ahí se dan varias cosas. La distribución de Random House, obviamente, llega a más lugares. Después, en cuanto a la llegada, sí es un libro que ha llegado más que los otros, o tal vez se podría comparar con la llegada que tuvo La Virgen Cabeza para mí, pero eso fue como me impactó a mi en la vida. Y después hay un trabajo en conjunto. Todo lo que se trabajó en Eterna Cadencia desde la prensa con mis libros, se suma a este. Este no salió de un repollo. Entonces la experiencia ha sido muy grata en ambos casos.

-Viste que hace poco también, el año pasado creo, hubo como una especie de debate público, entre comillas, en redes, en relación a temas de derechos de escritor, de derechos de editoriales, entonces hubo varias cartas y hubo una solicitada incluso, como un intercambio. ¿Estuviste al tanto de eso? ¿Tenés una posición formada al respecto?
-Estuve al tanto. No soy de las personas que más agita la nueva sociedad de escritores. De hecho no estoy ahí, pero por una cuestión de tiempo, no porque no esté de acuerdo con los chicos. Me parece que le tenés que dar los derechos al autor como le pagas la impresión al imprentero. O sea, la nota al periodista, la foto al fotógrafo, la impresión al imprentero, el texto al escritor. Me parece que ni hay que discutir. Es un trabajo pago. Después están las condiciones concretas del sistema capitalista en el que vivimos, de oferta y demanda. Obviamente hay más ofertas de textos que demanda de textos, porque somos un país donde caminas dos metros y te encontrás un escritor, y encima bueno. Yo me dedico a dar talleres y doy clases en la carrera de Artes de la escritura en la UNA, y la verdad que hay un montón de gente que escribe bien y quiere publicar, por supuesto. Y en la medida que quieras publicar en una editorial, esta te va a poner algunas condiciones. Por otra parte, el trabajo editorial micro, el independiente, el que no tiene tras de sí ninguna fortuna -y por supuesto, ninguna editorial tiene acá apoyo del Estado, en los últimos dos años menos que menos, antes había poco- se hace muy difícil. Entonces, hay que llegar a algo en donde el editor también vea lo que es el esfuerzo del escritor, porque también escribimos contrarreloj con las horas que le robamos al sueño, al trabajo, a nuestras familias. Ese es un gran esfuerzo también. Hay que contemplar todo y sería genial tener una especie de contrato base, que fije lo mínimo que se pueda pagar de derechos y lo máximo también, si querés. Es indudable que tenés que tener un contrato, que tenés que cobrar por tu trabajo, no me parece que eso vaya a sumir al editor en una miseria. Ahora el sistema es cualquier cosa. Lo standard es el 10% del precio de tapa para el autor. Obviamente no voy a ser rica de ese modo. Es el mercado argentino. Tendría que vender 100.000 libros para decir mirá la guita que gané, dos palos y medio. De literatura, y en Argentina, eso no se vende.

-Hablabas antes de los talleres. Pasaste por el de Diana, contabas antes, y también por el de Alberto Laiseca. ¿Qué te aportó cada uno?
-De Diana, la atención al sonido, a la materia de la lengua, el sonido, a lo lírico si querés. Y de Laiseca no sé. Porque las intervenciones de Laiseca eran misteriosas. No te decía nada durante meses y después te decía algo. Iba al taller que daba en su casa porque soy una mujer valiente (risas). De ahí conozco a Selva, a Leo (Oyola), Juan Guinot, (Sebastián) Pandolfelli. Un montón de gente. Había algo en las intervenciones de Laiseca que eran así, como mágicas, como de maestro de kung-fu. Pero algo seguramente quedó y aparte estaba todo el mundo.

-Hay todo un dilema acerca de si se puede enseñar a escribir, o qué se puede enseñar en relación a la escritura. ¿Creés que se puede enseñar a escribir? ¿Cómo lo trabajás desde tus talleres y ahora en la carrera de Artes de la Escritura?
-Cuando se piensa que no se puede enseñar a escribir se está sacralizando a la escritura. Porque se puede enseñar a bailar, a sacar fotos, a tocar la guitarra, ¿pero a escribir no porque escribir solo escriben los elegidos? Es una idea muy elitista. Por supuesto que se puede enseñar a escribir. Hay un montón de técnicas y herramientas que podés transmitir. Todos los que bailan no son (Rudolf) Nuréyev y todos los que escribimos no somos brillantes. Hay algo del genio, o del híper destacado. Eso no sé de dónde sale, o por qué hay alguien que rompe ciertos límites y otros no. Pero sí, todo lo demás se enseña. Como cualquier oficio. Si se puede enseñar a actuar, a dirigir teatro, ¿por qué no se va a poder enseñar a escribir? Hay una sacralización ahí. Una vez leí que alguien ponía en Facebook “No sé si puedo decir que soy un escritor, porque eso lo tienen que decir los demás”, y me parece una huevada. Si escribís, sos un escritor. Los demás te pueden decir si garchas bien, ponele (risas), porque eso lo tenés que hacer necesariamente con otro, que te tiene que dar alguna respuesta de consenso. Pero si escribís, sos escritor. El escritor tiene mucha aura que no sé de dónde sale porque tenemos una posición de una marginalidad y de una poca importancia en la sociedad tremenda. Se puede enseñar, como se puede enseñar todo y después sale mejor o peor, y se puede enseñar mejor o peor, y se puede respetar al otro mientras se enseña, tratar de encontrar eso que es propio del otro, o le podés imponer lo tuyo. Hay mil maneras de hacer todo, mejores o peores.

-Hoy en día, la figura del escritor está relegada. Por lo menos pensando en otros tiempos en donde el escritor estaba más ligado a la figura del intelectual, como un actor político.
-Sí, está relegada. No diría desprestigiada porque tiene un prestigio, pero deforme, un prestigio de gigantismo que no se condice con ninguna de las condiciones concretas de la vida de un escritor ni la importancia de la literatura en la sociedad. También, por otra parte, el mundo actual parece tan complejo, todo el mundo opina sobre todo, todo el tiempo, que a veces pienso: ¿Qué podría decir? Así, rápido, sobre un tema caliente. Uno cuando escribe una novela sobre algún tema lo elabora, lo piensa. Todo lo demás está escrito en Facebook.

Publicado en AlmagroRevista
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