Trash

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Trash, la nueva novela de Eduardo Juárez

Por Mario Castañeda

Quiero comenzar estas líneas preguntándole si alguna vez ¿ha sentido esa desesperación por ser algo o alguien en la vida, especialmente, a través del arte? ¿Si ha creído, en más de una ocasión, que la vida es similar al permanente olor del basurero de la zona 3? ¿Si ha tenido la sensación de que su existencia es un blues repetitivo pero inacabable? ¿Si a pesar de todo, se da cuenta que lo que le mantiene con vida no es la inercia de esta sino la fuerza de una esperanza terca en que algo es posible que suceda? Pues, si de alguna manera lo ha sentido, o no, le recomiendo que se atreva a vivirlo a través de esta nueva publicación que, para mí, tiene una delgada línea entre ficción y realidad.

Eduardo Juárez es un conocido escritor que se caracteriza por mostrar las imágenes más cruentas de eso que todos los días nos proponemos maquillar. Una ciudad inventada bajo una pobre idea de nación, donde las contradicciones más repugnantes desfilan, placenteras, para mostrarnos, como espejos ambulantes, lo patético que podemos llegar a ser cotidianamente cuando nos aflora lo más bajo de la condición humana. Algo que, pareciera, en Guatemala no es tan difícil.

Como pilar de la denominada Retaguardia, Eduardo ha experimentado la fusión de distintas expresiones artísticas que han expuesto, con toda franqueza y sin anestesia, esa vestimenta raída que nos intenta hacer creer que somos un gran país. En Trash (Magna Terra, 2018), Milton Chete, nuestro personaje central, es aquel recolector de basura que tiene que soportar el clasismo que su condición le orilla a ser. Ese trabajador que, entre los miembros de su grupo social es tratado como raro, tonto y necio por soñar con ser artista. Sus historias diarias lo llevan desde recibir insultos de niños bien hasta ser explotado por el dueño del camión de la basura, un evangélico cuyo placer por expoliar el trabajo ajeno y humillar a todo aquel que no cumpla con sus deseos-imposiciones, es el complemento de su fe.

Ser recolector de basura, al parecer, no es tan malo. Pues, como solo en ciudades como la nuestra puede ocurrir, Milton Chete ha encontrado cosas maravillosas que pueden ser alicientes para sobrevivir. Por ejemplo, un inodoro de lujo que es llevado sobre una carreta desde una zona lujosa hasta la colonia Santa Fe, pasando por los banquetes que, en las festividades de hotel, ricos y aspirantes a ricachones desperdician, hasta la basura más importante –según Milton- como son los libros que, por cajas, instancias como la embajada cubana pueden descartar como basura. Lo paradójico de ello es que no es ficción. Eduardo lo retrata perfectamente a nivel literario como parte del buen trabajo narrativo que hace, pero es tan real como cualquier noticia diaria que rebasa el nivel de impacto del día anterior.

Esta obra me gustó porque, como suele pasar en toda creación que logra su objetivo, es decir, tocar las fibras más profundas de la persona, sea provocando tristeza, cólera, alegría, desesperanza, esperanza o simplemente dejando en qué pensar, me sacó algunos recuerdos de las décadas de 1980 y 1990. Esos cambios en la ciudad capital que se dieron derivados de las reformas de ajuste estructural en América Latina, el tránsito de una guerra de las más sangrientas de Latinoamérica hacia una paz que sirvió para que el neoliberalismo nos heredara la ficción más terrible de los restos del intento de modernidad: creer que somos seres humanos libres cubiertos con el manto inmaculado del conservadurismo religioso más turbio y fundamentalista, y la corrupción como la norma para vivir bajo el amparo del autoritarismo patriarcal y el militarismo disfrazado de civismo.

Recuerdo esas broncas en las calles entre “breaks” y “burgueses”, entre “mucos” o “choleros” y “rockeros”, entre estudiantes de colegios desagüe como el Árabe Guatemalteco y de institutos públicos como la Escuela Normal o el Aqueche. Una clase media que ampliaba su imaginario de no ser “india” y desplazarse hacia las afueras de los centros urbanos donde las manchas de asentamientos empañaban la imagen de una ciudad moderna que, adormitada entre los fantasmas de la represión, construía su anhelo de querer vivir como europea o gringa. Expansión de colegios que aparecieron como premios en cajita de cereal, dando la ilusión de una educación superior que distanciaba los estratos sociales favoreciendo al capital. Privatización de servicios públicos para acabar con ese Estado que no ofrecía calidad de vida y que, ¡oh! el inmaculado Arzú, aparecería como aquel actor político que posibilitó la degradación de los bienes y servicios estatales. Ese mismo que firmó la paz para dejarle al capital privado la ilusión de modernización a cambio de nuestros quetzales. Una época en que asumimos como normal a ver indigentes en las calles, a consumir más de lo que necesitamos, a desperdiciar por el placer de sentirnos parte de las modas del buen vestir, de la comida rápida, de los consumos culturales en serie y de la tecnología desechable. Desechables como nuestras vidas en los empleos donde los empresarios no tienen preocupación de descartar a cualquier trabajador porque habrá doscientos cincuenta más que, por menos dinero, aceptarán, agachando la cabeza y dando gracias a dios porque tienen empleo, la oportunidad que el buen samaritano les ofrece.

Y así, a través de las historias de Milton que engloban su vida laboral y los sueños de ser artista, pero a la vez cuestionando gran parte de ese mundillo patético de artistas donde los egos y las adicciones hacen una ficción más en Disneymala, Eduardo llega a fusionar, con propiedad, esa realidad con los alucines de nuestro personaje. Lo mejor de ello es la forma en que lo expresa. Ese sarcasmo fino, donde podemos reírnos de nuestra tristeza, es, quizá, lo que fundamentalmente engancha en la lectura. El contenido nos hace enojar, llorar y abundantemente reír. Vale la pena darle cobijo a este espejo cuya edición es tan particular como su contenido. Una portada con colores que no pasan desapercibidos donde “El bebé suelto”, el camión que contiene gran parte de la vida de Milton Chete y sus compañeros de trabajo, se muestra acompañado de algunas torres con parlantes que anuncian “Trash”.

Además, una obra literaria no lo es si sus líneas no tienen música, sonoridad, ritmo. Trash es una novela que, a mi juicio, llena las características guturales y cadenciosas de fusiones como el doom metal y el death metal. Tiene partes veloces como el trash metal, musicalmente hablando, y no digamos en cuanto a que si fuera una canción de esta corriente, toda la obra sería la letra de ella. Esas imágenes pútridas serían similares al black metal. Obscuras y repletas de atrocidades, de odios acumulados contra la humanidad, donde solo la naturaleza puede aislar semejantes “virtudes” humanas. En este caso, la “naturaleza” sería el mundo de la basura. Y sí, tiene su toque grindcore, por supuesto.

Finalmente, quiero enfatizar que otra de las razones por la que esta obra es de vital importancia, es que rompe con esa moda que han adoptado muchos escritores urbanos de querer retratar una ciudad o aspectos de esta para querer mostrarse como conocedores de lo popular. Que se sienten muy “calle” cuando sus comodidades les esperan todas las noches en casita. Que sus experiencias de rebeldía han sido desde el confort de condición de capa media capitalina. Eduardo no es así. Eduardo conoce la ciudad. La ha vivido, le ha traspasado con sus fierros el pecho. La conoce desde el oleaje del guaro, de las sombras de la noche, de los miedos de sus cuchillos, del eco de sus plomazos, de la miseria de su apariencia. Y eso, para mí, es un aporte honesto, un retrato de país sin pretensiones de pose para ganar fondos de la cooperación internacional. Son lienzos sucios pero lúcidos que salen de un asalariado que sabe por la experiencia y porque tiene un oído paciente para escuchar las historia de vidas negadas por el sistema y una vena literaria hábil para somatarnos en la cara esa farsa que somos entre lo ficticio y lo real. Mil gracias, Eduardo, por este aporte. Espero con gusto la continuación.

Gazeta


Eduardo Juárez recoge Trash

Los testimonios de Wilson Espinoza, un joven que trabaja como recolector de basura, despertaron en el escritor Eduardo Juárez el deseo de crear una nueva novela. Fue así que hace tres años el guatemalteco, muy afín a las historias que surgen en las calles de esta ciudad, volvió a tomar la pluma para dar forma a Trash, el título con el que regresa a las librerías.

El argumento

Trash, un texto de humor negro que mezcla realidad y ficción, relata la existencia de Milton Chete, un chico que, ante la carencia de oportunidades, lucha diariamente por subsistir. Entre los desechos y la inconformidad, sueña con ser un artista, y encontrar una voz que le permita expulsar lo que lleva dentro. “Las vivencias de Wilson Espinoza son el punto de partida de esta historia. Su autenticidad y visión de la sociedad guatemalteca fueron ese trampolín que me impulsó hacia una obra literaria”, expresa Eduardo Juárez.

Desde las calles

En esta novela Juárez reitera su afinidad por esas historias nacidas en las calles de la ciudad. Es una “nostalgia impregnada en el alma”, que se remonta a su niñez en la zona 8 y a su primer acercamiento con la realidad social. Por eso, considera, el título es un intento por resaltar esos rincones olvidados.

Trash está influenciada por la filosofía del autor, en la que reina el deseo de producir piezas que, en lugar de proyectar derrotas, den a conocer la lucha en las áreas marginales. “Es un texto de contradicciones, pues el protagonista transita por el lado pudiente, pero pasa horas inmerso en los desechos”, comenta el guatemalteco.

Retorno

Esta obra también representa “la reinserción” de Juárez en el universo de las letras. Confiesa que, además de estimarla como una de sus mejores creaciones, le causa gran satisfacción, ya que le despertó nuevamente la ilusión: “Intenté escribir muchas veces y nada me gustaba. Llegué a creer que mi vena literaria estaba acabada, pero ahora todo regresa a su lugar”.

Diario de Centro América

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