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El grandioso universo de Eduardo Halfon

Por Juan Camilo Rincón

El lector de Eduardo Halfon recibe en cada cuento, en cada novela y en cada historia suya, una pista que lo va llevando, como en un mapa, a encontrarse con la gran joya que es la cosmogonía del autor. Individualmente, cada libro del escritor guatemalteco, de ascendencia judía, tiene una fuerza propia y es, a la vez, parte esencial de ese gran recorrido hacia el tesoro literario que despacha sin reservas.

La cabeza de la serpiente es El boxeador polaco, libro que une el texto del mismo nombre a La pirueta, publicado hace poco por Libros del Asteroide. Estos, que hace unos años tuvieron que ser separados por exigencias de edición, hoy se encuentran de nuevo en una obra reptil que constringe al lector. A este libro le da cuerpo un conjunto de relatos tan bien acoplados que se experimentan como si fueran, todos, capítulos de una novela.

El mismo Eduardo ‘es’ el protagonista, y nos lleva de la mano entre las páginas contándonos algo de su vida en Guatemala, su labor como profesor y la relación con sus estudiantes por aquí; algunos detalles sobre Mark Twain, el mundo gitano y Thelonious Monk por acá, y Belgrado, las piruetas y Kusturica, un poco más allá. Sus palabras revelan la persistente búsqueda de una identidad que no termina de cristalizarse, y nos revela la manera en que un escritor usa la creación literaria para encontrarse a sí mismo, llevando al lector a acompañarlo en ese recorrido.

EL TIEMPO habló con Halfon, un escritor que no se arraiga y es tan del mundo y de ninguna parte que siempre anda por ahí. Una de sus raíces está más cerca de lo que pensamos, más exactamente en Cali, donde algunos de sus familiares son propietarios del edificio Corkidi (ese es su apellido), célebre porque fue entre sus paredes donde se suicidó el escritor caleño Andrés Caicedo.

Al cumplir usted 10 años, su familia huyó a EE. UU., y entonces afirma que su memoria, su lenguaje y usted mismo se partieron en dos. ¿Ha logrado reconstruirse?

En realidad, yo estaba partido desde antes de irnos. Huimos, yo lo digo así, aunque a mis padres no les gusta que yo use esa palabra. Pero es cierto: vendieron la casa, nos sacaron del colegio y nos fuimos para no volver. Pero desde antes de eso, yo tengo esta sensación de desgarramiento de identidad, porque crecí en una de las poquísimas familias judías en un país absolutamente católico.

En apariencia, esto no es algo importante, pero se vuelve importante para un niño que ve que todos sus amigos celebran algunas fiestas, siguen determinadas tradiciones, comen ciertas comidas y nosotros, en casa, no. ¿Por qué mis amigos hacían la primera comunión y yo no? ¿Por qué mis amigos celebraban Navidad o la Semana Santa o comían fiambre para el Día de los Muertos? ¿Qué es todo esto? El de mi colegio, y el del país, era un calendario completamente católico.

Entonces, desde muy niño en Guatemala yo tengo la sensación de ver el partido desde el graderío. Podía verlo, pero no jugar. No podía participar. Irnos en el 81 solo remarcó e hizo oficial ese sentimiento de estar partido en dos, y ahí me parto en otros pedazos. Otras partes de mí empiezan a quebrarse: el lenguaje, por ejemplo. El español de pronto deja de ser mi lengua fuerte y es reemplazada por el inglés.

Yo escribo y vivo en español, mi mundo es en esta lengua aunque ahora también vivo en francés, pero el inglés reemplazó mi lengua nativa desde ese momento. Aun hoy prefiero leer y hablar en inglés, y cuando escribo sé lo que quiero decir en ese idioma, pero sale, por alguna razón, en español. Entonces, en términos lingüísticos también me parto. Pero tampoco me vuelvo norteamericano. No es que abandone una patria por otra. Simplemente voy pegándole otros aspectos a mi identidad. La sensación de desgarramiento la tengo desde que tengo memoria.

¿Dónde nace el Eduardo narrador de El boxeador polaco?

El boxeador polaco surge de una manera muy orgánica. Yo publiqué muy rápido mi primer libro, en 2003. Se llamó Esto no es una pipa, Saturno y fue mi entrada a la literatura. Luego publiqué muy rápido el segundo, que es casi una respuesta a este, El ángel literario: una indagación de por qué alguien se convierte en escritor; por qué yo, que era ingeniero y racional y ni siquiera leía, de pronto me vuelvo escritor.

Es mi libro de covers, digamos: intencionalmente estoy imitando la técnica narrativa de otros escritores, y buscando en ellos; es casi mi taller literario. Y no vuelvo a publicar un libro hasta cinco años después, y durante ese tiempo empiezo a escribir los primeros cuentos de El boxeador polaco. Sin darme cuenta, yo estaba escribiendo cuentos independientes, nada más. Creo que los primeros fueron Fumata blanca y Twaineando.

De ahí surge este señor, este Eduardo Halfon narrador que se me empieza a imponer de alguna manera. Fuma, yo no fumo. Viaja mucho y viaja bien. Es mucho más intrépido que yo.

¿Cómo empieza usted a conectar y a desarrollar la filigrana de este libro?

En 2008 de pronto me doy cuenta de que hay un conjunto de cuentos, cada uno escrito de manera independiente, pero con algo que los une: el narrador es una misma voz. Hay una búsqueda que se está dando; hay varios hilos conductores, algunos más obvios y otros más solapados en ese primer conjunto, que eran seis cuentos nada más. Pero de pronto, uno de esos cuentos, el del pianista, Epístrofe, empieza a crecer y se convierte en una novelita corta que se llama La pirueta, que se publica en 2010.

En 2013 otro de esos cuentos originales se vuelve un capítulo de Monasterio. Entonces, sin planificación, sin saber que esto iba a pasar, el libro madre comienza a engendrar más hijos. Esa primera edición de El boxeador polaco empieza a funcionar como una especie de gestor, o núcleo, o sol, si se quiere, para todos estos libros que arrancan a circular alrededor de él, como un sistema solar.

Luego Signor Hoffman, en 2015, es la misma voz, son los mismos temas, algunos personajes se empiezan a repetir. Y llega Duelo en 2017. El próximo libro, que sale en enero, se llama Canción.

¿Por qué el Eduardo protagonista sí fuma, es más intrépido y tiene esas otras características que no tiene el Eduardo escritor?

No sé qué busco con eso. Puedo decir que somos muy diferentes. Él tiene esa peculiaridad de que fuma y a mí me gustaría fumar, pero soy demasiado cobarde para hacerlo, pero también es muy inseguro, no sabe lo que quiere, no sabe a dónde va, no sabe cómo expresarlo y esto se delata hasta en su lenguaje: puede ser esto, tal vez es aquello, no sé lo otro.

Esa incertidumbre es muy importante: el no saber, el escribir desde un escepticismo total. El único truco, sin saber muy bien por qué lo estaba haciendo, fue darle mi nombre desde el inicio. Pude haberle dado cualquier nombre cuando nació, pero le di el mío y le presté una biografía similar a la mía. Es un truco. Es ficción insertada en mi mundo, por decirlo de alguna manera. O para decirlo de un modo más visual: el telón de fondo de mis cuentos es mi vida, pero el drama que sucede en las tablas, en el escenario, es ficción.

Yo le digo al lector que son cuentos, que es novela; firmamos un pacto cuando compran el libro, pero en la página cinco se les olvidó que es ficción, y leen estos cuentos como si fueran autobiográficos. En ningún momento digo que son memorias o que es una autobiografía. Es literatura. Eso es todo.

Al final, ¿su abuelo –uno de los personajes– sobrevivió al campo de concentración por ser buen carpintero, o por la ayuda del boxeador?

No lo vamos a saber. Él tenía las dos versiones. Cuando le pregunté por qué existen estas dos explicaciones y por qué le dijo al periodista que fue por ser carpintero, me contestó: ‘Le doy a cada quien la versión que se merece’. Como si el periodista en ese entonces no mereciera la versión del boxeador. Pero no sé. Y cuando él me la contó no le dio mayor importancia.

Fue una anécdota de dos minutos, de que había un boxeador y listo. Soy yo el que le da a esa anécdota otras connotaciones y más profundidad. Sí, mi abuelo pasó por Auschwitz. Pero qué pasó exactamente, no lo sé y no importa. En el mundo literario y en este universo paralelo que estoy construyendo tampoco importa si fue o no, o cómo fue. Lo que importa, y lo que sí quiero que quede claro al final del libro es que nada está claro. Es literatura lo que hago. No es ciencia, ni ingeniería ni historia. Entonces puede haber dos o más versiones para un mismo suceso. De hecho, siempre las hay.

Además del abuelo, que es maravilloso, hay otro tema que me parece fascinante, y es el de la música gitana. ¿Cuál es su relación con esta?

Hay un tema que, para mí, atraviesa el libro entero: el músico clásico que quiere volver a sus raíces gitanas, el académico que cuenta chistes, el ingeniero que quiere dejar de ser ingeniero.

Cuando estaba escribiendo estos cuentos, me atraía casi el mismo tipo de personaje: el pianista clásico que lucha por dejar de serlo para volver a esa música más libre. Me llama poderosamente la atención, tal vez porque yo estaba pasando por el mismo proceso, queriendo dejar la ingeniería y meterme de lleno a la literatura.

La música gitana se me impone. Yo no la conocía, aunque siempre he sido muy musical, y siempre me ha gustado el jazz, pero desconocía el mundo gitano, y la música gitana balcánica. El asunto es que la música era un pretexto para llegar al corazón del personaje, a por qué querer renunciar a una forma de vida preestablecida, más segura, por una vida incierta. En su caso, huir a la música gitana; en mi caso, a la literatura.

Cuéntenos un poco sobre Canción, el libro que viene…

Es mi libro más guatemalteco, creo yo, y también mi libro más japonés. Empieza en Japón porque ahí se me impone una historia que quizá tenga sus resonancias en Colombia por la temática. Trata en algún nivel sobre el secuestro de mi abuelo libanés, el abuelo Halfon, en 1967, por la guerrilla guatemalteca.

El Tiempo

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