Los polos opuestos de La Dalia

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Los polos opuestos de La Dalia

Por María Luz Nochez

Un grupo de personas baila, como hipnotizadas, en la ribera de las mesas de billar. En La Dalia hay espacio apenas para que en la distancia entre una y otra persona transite una tercera. Desde el púlpito del centro, los 16 músicos de Vibrass han logrado acomodarse como pueden para cumplir con su misión: poner a todos a bailar.  Durante la primera canción, parecía que iba a ser un toque de esos que pasan como música de fondo, pero el ambiente se transformó por completo a la segunda, cuando con botellas de cerveza o tacos de billar en mano todos empezaron a moverse en una suerte de coreografía improvisada que bien podría ser sacada de la escena del baile en el comedor, de Bettlejuice.

Esta escena, que muchos podrían etiquetar de hípster, se replica cada vez más en este y otros sitios del centro histórico. Los jóvenes dicen que han perdido el miedo. De día, lo que ahí sucede, poco interés tienen sus protagonistas de registrarlo en redes sociales. No suena ningún tipo de música y las bebidas más solicitadas son el agua embotellada y la limonada. El miedo más recurrente es que lleguen a avisarles que se acabó la hora de juego.

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Un grupo de hombres juega cartas en La Dalia. A muchos de ellos no les gusta hablar con extraños y menos decir sus nombres, ''cuestiones de trabajo'' dirán.
 
Un grupo de hombres juega cartas en La Dalia. A muchos de ellos no les gusta hablar con extraños y menos decir sus nombres, »cuestiones de trabajo» dirán.

Entrar a La Dalia es como ingresar a la dimensión desconocida. Cruzar el dintel de la puerta que introduce al mítico billar es una invitación a la inspección tipo escáner. Al menos, para una mujer sola. Este espacio de 20 por 20 metros sigue siendo uno de los últimos lugares en el que la presencia de una mujer que no acompaña a su pareja o a un grupo de amigos es todavía extraña. Después de 80 años desde su inauguración, sigue siendo un área de retiro para hacer amigos y olvidarse de la pareja, los hijos y la casa, mientras se apuesta jugando a las cartas, el dominó o se sortean un par de minutos —pasada la hora— en la mesa de billar.

A las 10:30 de la mañana, por ejemplo, aún es un terreno a medio habitar. Mientras los meseros terminan de acomodar las bebidas en las cámaras refrigerantes y de organizar las compras del supermercado, una pareja de amigos se instala en una mesa en la esquina, al fondo, a la derecha de la barra. Ya instalados, empiezan a repartirse una baraja. Están jugando “conquián” y apuestan entre $0.50 y un dólar cada partida. Se trata de Óscar Cruz, un paramédico del Instituto Salvadoreño del Seguro Social, y de Juan Carlos Castillo, un comerciante del mercado La Tiendona.

Con el índice dan breves golpes a la mesa para indicar que es el turno del otro, mientras cuentan pasajes de su vida a quien observa cada vez más absorta un juego del que en realidad no entiende nada. Cruz Cruz o el “Gorgojo” tiene 49 años y asegura que jugó para distintos equipos de la Liga Mayor de Fútbol y de la segunda división, como el Club Deportivo FAS; el Luis Ángel Firpo; el Cojutepeque; El Roble, de Ilobasco, y el Fuerte San Francisco, de Gotera, respectivamente. Google no arroja ningún resultado con su nombre ligado a alguno de esos equipos. Yo, de fútbol, sé apenas lo que dura, en tiempo reglamentario, un partido. Pero el “Gorgojo” insiste en que, ya habiéndose retirado de las canchas, hay quienes lo reconocieron aquí en La Dalia y mientras unos se le acercaban para agradecerle tal jugada, otros le reclamaban por haber fallado otra.

Castillo le repite un par de veces el golpe en la mesa para recordarle que es su turno. Le parece que está muy distraído del juego por hablar conmigo, pero aún así le gana. Para cucarlo, asegura que su suerte viene de mí, sentada a su derecha.

Después de unas tres partidas observándolos sin entender ni un poco, les pido que me expliquen de qué va el juego: se reparten ocho cartas por jugador y con las que van saliendo de la baraja los jugadores tienen que armar escaleras a partir de los números o del símbolo de cada una: trébol, picas, corazón o diamantes. La observación lo es todo y apoderarse de las cartas antes que el contrincante es clave. Sale un as de trébol y Cruz explica: “si agarro esta ahorita me da chance de hacer escalera con todos los ases o del as al cuatro”.

Recién explicado, no estoy segura de haberlo entendido, pero entre los golpes en la mesa para pasar de turno o la risa burlona por haberle ganado al otro, Juan Carlos Castillo accede a contar, más o menos a cucharadas, su historia. Empezó como un vendedor ambulante en los alrededores de la iglesia El Calvario, a unas cuatro cuadras de La Dalia, a mediados de los 70. Para entonces ya el panorama político-económico salvadoreño estaba bastante revuelto, Con los militares al poder, las libertades escaseaban, la represión aumentaba y la crisis económica se multiplicaba debido al alto índice de desempleo, la inflación y la concentración de la riqueza en unos pocos.

A sus 64 años, Castillo no recuerda con exactitud el año en que puso pie en La Dalia, pero sí que después de la venta del día pasaba por aquí para despabilarse después de ofrecer a los transeúntes pepino, güisquil y berenjena todo el día. El centro histórico de San Salvador fue un escenario recurrente de la represión militar y aprovecho para indagar en sus recuerdos sobre, por ejemplo, la masacre del 30 de marzo de 1980, día del entierro de monseñor Óscar Romero. Pero él no está dispuesto a abrir ese capítulo. “Yo siempre me estaba moviendo de un lugar a otro”, resume, con un ojo puesto en su mano de cartas. Para entonces advierto que la plática lo distrae de su estrategia para ganarle la apuesta a su opositor. No lo dicen, pero se nota que no es el mejor momento para contarle su vida a una extraña. Cruz bromea y dice que le siga haciendo preguntas a Castillo porque su distracción lo favorece y, además, dice coqueto, “usted me trae suerte”.

Termina la partida y el chiste es que, después de bautizarme como su amuleto, Cruz perdió sus $0.50 y le toca pagar con $1 la siguiente. Para entonces la mesa empieza a rodearse de espectadores con café. Entre ellos un señor al que llamaré don Esteban. Por alguna razón su nombre y su edad no llegaron a mi libreta, pero recuerdo vívidamente la manera en la que nos presentaron:
— Ella nos está entrevistando para El Diario de Hoy, introduce Cruz.
— Noo, El Faro. Nosotros solo estamos en internet, corrijo.
—¡El Faro! Ese es un buen periódico. A todos les dice sus cosas.

Don Esteban es un vendedor de billetes de lotería que se mantiene en los alrededores del centro histórico. Su jornada es de 8 a 11 de la mañana, hora en que decide irse a La Dalia para jugar un rato con los amigos y almorzar. Después, alrededor de la 1:00 p. m., sigue su camino. Tiene 40 años de seguir esa rutina de entre los 60 y tantos que le calculo. Y es el primero de los clientes con los que hablo que tiene una referencia del periódico en el que su historia va a ser publicada.

— ¿Le parece? ¿Qué es lo último que leyó en El Faro?
— No, nunca lo he leído, pero me gustaba ver al dueño en la tele, ¿cómo es que se llama?

Se lamenta brevemente por no poder ver más a Carlos Dada en el programa de Nacho Castillo y luego se encierra en la partida. Suelta de repente un par de improperios porque le parece que sus contrincantes no están concentrados en lo que los tiene ahí reunidos. “A la puta”, resopla y después de reírse un poco, Cruz le pide que modere su lenguaje “por respeto a la señorita que está en la mesa”. La galantería del exjugador me parece una exageración y le explico a don Esteban que no pasa nada, que no tiene por qué comedirse. Él igual opta por quedarse callado y para llamar la atención de los demás da un manotazo sobre la mesa en lugar del usual toque con el dedo índice.

Sus compañeros de mesa notan su malestar y lo molestan con que de día vende billetes en el centro, pero de noche “se disfraza” para venderse en los alrededores del monumento al Salvador del Mundo, una zona que de las 9 de la noche en adelante es territorio de comercio sexual para mujeres trans. “¿Va a creer usted que a mi edad voy a andar en esas cosas?”, se justifica, para señalar lo absurdo que se antoja una broma como esa.

Al fondo, del lado de los balcones que dan a la Plaza Libertad detecto actividad inusual, aunque cada vez más se convierte en regla: una joven le pide a su acompañante con cámara semiprofesional que le tome una foto de esas en las que parece que una no se da cuenta. En esta mesa de “conquián” los ánimos empiezan a dispersarse: se acerca la hora de almorzar o de pagar una hora más para hacer uso de la baraja. Yo aprovecho para escapar.

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En el último año, el Club La Dalia se ha vuelto un escenario recurrente en fotografías y microhistorias en video en redes sociales. Poses de espaldas o de perfil desde las ventanas que dan hacia la remodelada Plaza Libertad, botellas de cerveza con mesas de billar de fondo, jóvenes posando con el taco sobre la mesa “craneando” una jugada, bandas locales de variados géneros musicales acaparan el contenido compartido bajo la etiqueta La Dalia. Los protagonistas, jóvenes de entre 19 y 35 años, se reconocen como extranjeros cuando hablan de las razones por las que llegaron hasta ahí.

Sofía tiene 20 años y está sorprendida de «lo lindo» que es el local de La Dalia. “No me imaginaba que esto podía estar aquí”, dice. Luego admite que aunque era costumbre para ella visitar el centro con su mamá cuando estaba pequeña, nunca se había interesado por realmente conocerlo. El fotógrafo que la acompaña es Mario y ambos estudian la Licenciatura de Comunicaciones en la UCA. Ella en realidad aprovechó la tarea que él está haciendo para visitar un sitio que ha empezado a correr en el boca a boca de universitarios como ellos. Ninguno de los dos había puesto un pie antes en el portal, siquiera, y probablemente se habrían tardado un poco más de no ser porque a David, el compañero de clase de Mario, se le ocurrió que este era el lugar perfecto para cumplir con la asignación de cátedra.

“La maestra nos pidió crear la publicación de un aspecto cultural de El Salvador que no estuviera en Wikipedia”, explica David. Él llegó por curioso llegó a La Dalia hace seis meses, a uno de esos eventos que ahora se programan de noche para atraer un público distinto al de los que por las mañanas apuestan al “conquián”. De los tres, es el único que visita por segunda vez el lugar.

En términos prácticos, Wikipedia es la enciclopedia de los mal llamados milenials, es decir, la generación de aquellos que crecieron con acceso a internet y de los que se cree que no tocan un libro para investigar. La plataforma no es la más confiable, tomando en cuenta que cualquiera puede editar un artículo, pero lo que sea que uno esté buscando en Google, si existe en Wikipedia, es siempre el primer artículo en aparecer.

Dennisse Reyes es estudiante de artes plásticas. Destaca la seguridad de la zona y admite que es un factor clave para que los jóvenes lleguen al centro. ''La Dalia se ha convertido en un lugar alternativo para mí, llevo poco tiempo de conocer y me gusta por su arquitectura'', dijo.
 
Dennisse Reyes es estudiante de artes plásticas. Destaca la seguridad de la zona y admite que es un factor clave para que los jóvenes lleguen al centro. »La Dalia se ha convertido en un lugar alternativo para mí, llevo poco tiempo de conocer y me gusta por su arquitectura», dijo.

La UCA no es la única que ha conducido a sus estudiantes hacia La Dalia. Carlos y Saúl son estudiantes de la José Matías Delgado que llegaron hasta ahí gracias a la observación arquitectónica, como parte de sus clases de Historia y Diseño, por el centro histórico de la ciudad. Decidieron aprovechar la vacación de medio ciclo para juntarse una tarde y departir un rato. Aprovechando su preferencia académica, juego con sus mentes para que me digan a qué orden pertenece el decorado de las columnas. Sueltan una risa nerviosa intentando no regarla ante la posibilidad de que el error termine publicado. Después de reflexionarlo un rato aciertan a la primera, aunque un poco a medias. Se trata de columnas cuadradas con capiteles jónicos combinados con corintios, que en salvadoreño sería como decir columnas de puntas colochas con detalles de hojitas.

«El art nouveau de La Dalia no es postizo, ni excesivo, ni colonizador. El art nouveau aquí funciona como una gramática arquitectónica que prescinde de acentos y lugares comunes. La decoración del conjunto puede ser leída como una alegoría del bosque, con árboles, ramas, senderos y ojos de agua brotando de sus paredes», escribió en 2014 el historiador español Antonio García Espada. El edificio que ahora todos reconocen fue inaugurado en 1917 como un «moderno edificio de cemento y hierro». En su interior, además, llama la atención el diseño con motivos florales del piso que ahora ha sido vectorizado y convertido en logo.

Como este espacio ha sido por casi medio siglo un santuario de la masculinidad, la decoración no fue nunca relevante. Además de un mural pintado por Renacho Melgar, los objetos decorativos que persisten son dos toallas con motivos alegóricos a lo que ahí dentro sucede. El primero está ubicado en el primer nivel. Unos gatos jugando al póker son los primeros en saludar a los visitantes. Esta obra es una réplica de la serie de óleos realizados por el artista estadounidense Cassius Marcelus Coolidge que retrata a perros de distintas razas jugando a las cartas. Una copia de la serie original también puede encontrarse en La Dalia, pero no tan a la vista de todos, en el área de la cocina.

Hasta el cierre de este texto, La Dalia todavía no tiene su propio artículo en Wikipedia, pero sí existe registro del lugar en notas periodísticas, en texto y en video, en donde, sobre todo, se ha explotado la idea de que es una cápsula donde el tiempo se detiene. Basta una temporada de visitas de observación para darse cuenta que la metáfora aplica solo para algunos de sus detalles arquitectónicos. Las dinámicas han cambiado sensiblemente.

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El 2 de marzo 2009 murió Carlos Barrios. Y por primer vez, en 43 años, La Dalia, un lugar de permanencia voluntaria, 24 horas al día, siete días a la semana, cerró sus puertas. Los clientes de siempre se enteraron, hasta tres días después, del porqué. La noche anterior, Barrios había dejado su lugar de trabajo con una ligera molestia en el pecho, que por la mañana se convirtió en un infarto. Del aneurisma que terminó con la vida del administrador de la eterna parranda en el centro histórico de San Salvador ya le habían advertido en 2004, pero «de algo me voy a morir» le había dicho a su familia.

“Al tercer día de haber muerto mi papi nos acordamos de que La Dalia estaba cerrada y decidimos abrirla porque esta era su casa”, explica Carla, la menor de sus herederos. Fue entonces cuando descubrieron que su última voluntad era ser velado ahí mismo, y que todo en el lugar fluyera como un día más, salvo por el féretro con su cadáver en el centro.

Carla Barrios muestra una fotografía de su madre mientras explica la época en la que ellos vivieron en el club. Nunca ha sentido vergüenza del lugar de trabajo de su papá, pero prefiere no dar la cara por motivos de seguridad.
 
Carla Barrios muestra una fotografía de su madre mientras explica la época en la que ellos vivieron en el club. Nunca ha sentido vergüenza del lugar de trabajo de su papá, pero prefiere no dar la cara por motivos de seguridad.

Carla y su mamá intentaron mantener el lugar al mismo ritmo de Barrios, pero después de un año sintieron que la carga era demasiado para ellas. Ella aún estaba en la universidad y su mamá tenía su propio trabajo como secretaria clínica. Administrar La Dalia con la misma entrega que su último dueño implicaba renunciar a lo que estaban haciendo e incluso mudarse nuevamente a la oficina, donde ella vivió su primer año de vida. Las opciones se reducían a cerrar o vender.

Un infarto fue lo único que logró sacar a Carlos Barrios de La Dalia. Ni los reclamos de su esposa en Navidad y Año Nuevo, porque apenas y llegaba para cenar, ni el acoso de las pandillas. Su dedicación a este lugar era tal que, aún después de haberse mudado a una verdadera casa, dejó una cama en su oficina. La Dalia era su hogar y los clientes su familia. A las pandillas logró sortearlas con el acuerdo de que podían consumir sin pagar en lugar de pagarles renta, aunque a veces eso significara que los meseros tenían que poner de su bolsa a la hora de cuadrar la caja. A su esposa la tranquilizó un poco cuando dejó de quedarse a dormir todas las noches en la oficina.

A Carla, su hija, la consentía con desayunos en el Bella Nápoles, horas interminables de televisión y un espacio alternativo para llegar a hacer tareas. Afuera pasaba de todo: hombres apostando hasta a sus parejas, recuerda ahora, pero para ella La Dalia fue también una especie de santuario. El Bella Nápoles era otro de esos espacios icónicos y de referencia obligada en el centro de San Salvador, en donde se reunían artistas e intelectuales. El crecimiento desordenado de las ventas ambulantes y del dominio de las pandillas hicieron cada vez más difícil su sostenimiento. El pasado 20 de enero, después de 50 años de ser punto de encuentro, anunció su cierre indefinido.

Dos años después de su muerte, siendo el cierre de La Dalia una posibilidad real, la mamá de Carla decidió ofrecerle el puesto de administrador a José Luis Villeda, un antiguo vecino que acababa de regresar de Estados Unidos y que, por coincidencia o no, había administrado negocios similares en el norte. “Yo acepté con gusto, pero les advertí que haría cambios”, agrega, y ellas decidieron dar el último intento por salvar el negocio.

Emilio Serrano tiene 45 años y admite que la mitad de su vida la ha pasado en La Dalia. Primero fue cliente y después empleado, su trabajo es mantener limpio y ordenado el lugar, '' para trabajar aquí lo importante es ganarse la confianza de la gente'' dice mientras fuma un cigarrillo.
 
Emilio Serrano tiene 45 años y admite que la mitad de su vida la ha pasado en La Dalia. Primero fue cliente y después empleado, su trabajo es mantener limpio y ordenado el lugar, » para trabajar aquí lo importante es ganarse la confianza de la gente» dice mientras fuma un cigarrillo.

Ocho años han pasado desde entonces y Villeda se ufana de haber arreglado la casa. “Lo primero que hice fue sacar a los bolos y a los delincuentes de acá”, dice. Se ganó el respeto “de los muchachos” y aunque de nueve años para acá empezaron a pagar renta contante, ha logrado, dice, que se respete el espacio e integridad de los clientes, sobre todo de los nuevos.

Esa burbuja de seguridad que genera un circuito de nueve cuadras con plazas iluminadas y miembros del cuerpo de agentes metropolitanos vigilando la zona ha sido esencial para los nuevos visitantes de La Dalia. El miedo parece haberse desperdigado, aunque a un par de cuadras hacia abajo sea bastión de las pandillas. Porque, vale la pena recordar, los bichos gobiernan el centro.

“Yo siempre me imaginé que La Dalia podía llegar a este punto, pero nunca creí que iba a ser tan rápido”, asegura Carla, y cree que parte del éxito que ahora tiene el negocio está ligado con la remodelación del centro histórico. La percepción es generalizada. No hubo cliente de la nueva ola que no hiciera referencia a las nuevas plazas como aliciente para visitarla.

La administración ha sabido sacar provecho de los curiosos que quieren experimentar La Dalia hípster de cervezas más baratas que en cualquier bar del Salvador del Mundo para arriba y sesiones de tocadiscos de vinilo. El estigma generacional de sitios como este parece ir en sentido contrario. Mientras ahora una noche en La Dalia se cuela como plan de fin de semana para parejas, familias y amigos; para los que este espacio siempre ha sido un refugio que no alcanza para recomendarlo ni a sus propios hijos. Julio Salazar, por ejemplo, asiste religiosamente por las tardes, de 4 a 6, desde hace más de 40 años. Llegó por primera vez siendo un estudiante del Colegio Centromericano; pero nunca como padre, tío o abuelo se le ocurriría traer a los suyos: “para qué les voy a andar inculcando vicios. Me da pena que me digan tío, ‘¿adónde nos has traído?’”

La idea de microcentro que se ha instalado a partir de esta nueva versión, segura y mejorada, del Centro Histórico; no obstante, ha servido para salvar —al menos por ahora— a La Dalia de un posible cierre. También ha servido para atraer competencia a la que, para ser sincera, todavía le saca mucha ventaja. El éxito o fracaso de este nuevo modelo de gestión dependerá de cuánto dure la curiosidad de los nuevos. A la mañana siguiente, en todo caso, permanecerán ahí los mismos de siempre.

Un grupo de hombres juega una partida de billar en la Dalia. Desde que la nueva ola de visitantes llegan al local, es usual que se quejen por no tener suficiente espacio para manipular el taco.
Un grupo de hombres juega una partida de billar en la Dalia. Desde que la nueva ola de visitantes llegan al local, es usual que se quejen por no tener suficiente espacio para manipular el taco.
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