Escarbar entre muertos

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El escabroso itinerario de los precolombinos

Por Mario Jaramillo

Kenguan estaba a punto de recibir una visita inesperada, mientras bebía una cerveza en una tienda del centro de San Agustín. Eran las seis y treinta de la tarde y no tenía nada previsto para ese día.

Le hacía falta guaquear después de dos meses sin escarbar tumbas. Su última guaquería había tenido lugar en La Cuchilla, en la región de San Agustín. Recordó entonces al amigo que le avisó sobre la existencia de una tumba indígena en ese lugar. El enterramiento había botado fuego y, como si fuera un aviso urgente, el indio yaciente pedía que le sacaran sus cosas.

Fueron cinco guaqueros al sitio señalado por el amigo, que, al ser el avisado, sería el único dueño de la guaca. De encontrar algo, él haría el reparto del hallazgo como mejor le pareciera. Nadie, absolutamente nadie, le discute al avisado qué tiene que hacer cuando se topa con una guaca.

El trabajo se había vuelto difícil. Riesgoso. La Policía, pero sobre todo algunos habitantes de lengua suelta, complicaban la labor. Desde hacía algún tiempo, la varilla de cinco o seis metros de largo que cargaban para sondear los delataba. Era el viejo santo y seña del guaquero profesional. Hasta que a uno de los guaqueros se le ocurrió la solución: romperle el espinazo a un puente cercano y amputarle un largo trozo de acero. Todos los puentes de la región, desde ese momento, aparecían mutilados sin aparente explicación.

Cuando llegaron al lugar, cataron el terreno. Había guaca. Kenguan (como le gusta a este guaquero que lo llamen) resquebrajó el silencio de la tierra con varias estocadas y calculó tres metros de profundidad. La varilla habla sola. Descendió por entre el agujero hasta llegar a la entrada de la bóveda. Estaba taponada con una laja de una tonelada de peso, como si fuera una puerta blindada. Entre todos removieron la laja y Kenguan penetró por la bóveda lateral. Calculó que tenía nueve metros. Mientras se arrastraba por ella, sintió que sobre su cuerpo caían partículas de tierra. “Lloviznaba tierrita”. Mala señal. Captó de inmediato que el derrumbe se produciría en cualquier instante. Trató de devolverse, pero ya era tarde. La tierra se le vino encima y quedó sepultado hasta el cuello. “Cuántos guaqueros no han muerto de este modo”, se dijo a sí mismo, mientras pedía auxilio.

Agustin

Las tumbas del parque arqueológico de San Agustín, en el Huila, le revelaron al mundo una riqueza escultórica que llevó a la Unesco a declarar el lugar patrimonio de la humanidad.

 

A palada limpia, los guaqueros lo desenterraron. Después de descansar un rato, y de haber sacado mucha tierra, intentó sumergirse de nuevo en las entrañas de la sepultura indígena. Encontró más tapas. Tapas y tapas. Hasta que halló una pieza de oro. Un pectoral.

Kenguan regresó a su casa, se bañó, comió y se acostó a dormir en el catre, junto al de un pariente suyo que leía, tendido, una hoja de periódico viejo. De repente sintió que el indio dueño del pectoral comenzaba a molestarlo, a ahogarlo, a montarse encima. “A uno lo mira el indio. Era una persona común y corriente. Un indio moreno”. Luego lo tumbó de la cama y el pariente que observaba la escena abandonó el cuarto, aterrorizado.

Para Kenguan, el indio se había enojado y le había echado la tierra encima. Después había ido al cuarto a fastidiarlo para que supiera que estaba muy agradecido por sacar el pectoral. “Y ya no volvió a molestar más”.

Esta fue una de las experiencias que conocí cuando me adentré en el mundo de la guaquería para conocerlo mejor. Siempre me habían atraído los precolombinos desde un punto de vista más amplio que el estético. De hecho, durante un par de años me dediqué al estudio de sellos antiguos: fotografié y analicé centenares de ellos que se exhiben en museos europeos, norteamericanos y colombianos. Y me concentré en los precolombinos. Todos los análisis me remitían al principio de la cadena: al guaquero, ese individuo centenario que ha hurgado en la tierra para arrebatarle al indio muerto sus pertenencias.

Me pareció que los antropólogos y arqueólogos colombianos cumplían a cabalidad con su cometido al abordar la guaquería y sus efectos desde una perspectiva científica. Conocían su evolución, la frontera entre lo legal y lo ilegal y el papel que esa actividad jugaba desde el propio descubrimiento de América. Una frase del antropólogo Wilhelm Londoño me había llamado poderosamente la atención: “En la mayoría de los pueblos de Colombia, el guaquero es más prominente que el arqueólogo”.

Pero, a mi juicio, en los estudios, ensayos y trabajos faltaba la visión del propio guaquero. ¿Qué lo motivaba? ¿Qué pensaba? ¿Cómo trabajaba? ¿Cuánto sabía? ¿Cómo vendía? ¿Dónde guaqueaba? ¿Cuáles creencias profesaba? ¿Cómo había sido su niñez? ¿Cómo era su vida familiar? Por eso me propuse escribir un libro que abordara todos los aspectos de la guaquería: la actividad de los indígenas que escarban entre los muertos, su evolución en el país, el mercado de precolombinos, su presencia en museos internacionales, el contrabando, la relación con los antropólogos y la fiebre en algunas zonas de Colombia, como la vivida en San Agustín o en el departamento de Nariño.

Desconfianza derretida

Después de varios meses de intentos fallidos, contacté con dos guaqueros a través de una galerista retirada del oficio.Uno de ellos, en efecto, fue Kenguan. Les expliqué la idea que tenía en mente y, al cabo de un par de semanas, aceptaron hablar. No era fácil que lo hicieran. Ningún guaquero profesional afirma que guaquea ni tampoco está interesado en contar detalles de su actividad. Me pidieron a cambio no revelar sus verdaderos nombres y escogieron sus propios seudónimos.

Los guaqueros me cancelaron varias citas, cambiaron repentinamente los lugares de reunión, y, cuando al final estábamos frente a frente, me lanzaban miradas de desconfianza, sigilosos de sus propias palabras. Poco a poco, la tensión mermó y pudieron fluir cincuenta horas de conversación, grabadas en varios sitios del país.

Para obtener la información recurrí desde un principio a la llamada entrevista etnográfica. Se trata de un método de investigación propio de la antropología que ha pasado a emplearse en otras disciplinas de las ciencias sociales. El sistema me permitió acceder a facetas de los dos guaqueros difícilmente detectables por otros medios. Luego di un vuelco a la entrevista y estructuré el libro a partir de un plano narrativo, en cuyas secuencias incorporé los resultados obtenidos por los científicos en sus trabajos de investigación.

Tráfico ilegal

El guaquero constituye la pieza básica de un engranaje ilegal que sorprende por sus colosales dimensiones económicas. El tráfico de bienes culturales es uno de los negocios ilícitos más rentables del mundo. Supera los réditos obtenidos por el comercio clandestino de diamantes, armas ligeras, órganos humanos y oro.Por encima de los bienes culturales solo están las drogas, la falsificación, el tráfico de seres humanos y el petróleo.

Moviliza cada año alrededor de seis mil trescientos millones de dólares. Según Global Financial Integrity, el guaquero solo recibe el 2 por ciento de las ganancias, mientras que los intermediarios se quedan con el 98 por ciento restante. Desde la excavación ilegal realizada por el guaquero hasta el comprador final, el valor de un objeto puede multiplicarse hasta cien veces. El precio de un gramo de cocaína en Europa no lo hace más de setenta.

Primeras noticias

Las primeras noticias sobre las guacas aparecen en los registros documentales de los cronistas de Indias. Pedro Cieza de León informaba sobre ellas en su Crónica del Perú, escrita a mediados del siglo XVI. Contaba que entre los indios collas, los señores principales o caciques recurrían a los despoblados y lugares secretos donde “tenían sus guacas o templos y honraban sus dioses, usando de sus vanidades, y hablando en los oráculos con el demonio los que para ello eran elegidos”.

Cieza de León, a quien le pareció que las puertas de las tumbas miraban al levante, por donde aparece el sol, afirmaba que los caciques se enterraban con mujeres, niños y criados, muertos a gusto del principal.

Fuerza espiritual

La palabra guaca deriva del quechua huaca: tumba. Para los incas, las guacas formaban parte de las creencias populares, recibían su devoción y con ellas expresaban la existencia de una fuerza sobrenatural, espiritual, que se materializaba en objetos. Más de quinientos años después me sorprendió que esa creencia aún es compartida por muchos guaqueros.

Cuando al comienzo de las entrevistas pregunté a uno de ellos qué entendía por guaca, obtuve una definición que obró como coordenada a lo largo de la redacción del libro: “La guaca es donde se hizo un entierro, haya o no haya cosas. La guaca es un enterramiento indígena”.

Para el guaquero auténtico, la guaquería es un asunto metafísico, casi mágico, que se desarrolla prácticamente en planos sobrenaturales. No es el afán de lucro lo que media en su oficio, sino una recompensa que le envía el espíritu del indio, al que puede llegar a conocer a través de chamanes y ayahuasca.Experto en escarbar entre los indígenas muertos, su pericia supera la de muchos arqueólogos, que en ocasiones se convierten en alumnos suyos, aunque no le den el crédito.

“Si nosotros no escarbáramos la tierra para comunicarnos con el indio muerto, todo lo que está enterrado se quedaría tapado”, me comentó una vez Kenguan. “Nadie conocería esos objetos, y el alma se quedaría allí atrapada”. Lo dijo convencido, mientras se miraba las manos, parecidas a raíces de árboles. Le creí.

El Tiempo

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