El corazón rabioso
En la Plaza de Armas de Santiago, en el corazón del centro, a media tarde, haciendo calle y buscando que alguna mirada ajena se quede en la propia, todos son jóvenes, todos son niñas. La loca joven, la loca pobre, el taxi boyy la loca entrada en años que camina como si algo que no son sus pies la deslizara sobre el suelo. Pedro Lemebel asegura que incluso la locas viejas, “ésas que pasean al perrito” y que en España llaman carrozas—“¿por qué aquí no tendrán un nombre?”—, nunca dejan de serlo. Y suelta la risa y dice: “sí, es verdad, hasta esas locas viejas se tratan de niñasentre ellas”. Para Lemebel todas y todos son finalmente niñas. Eternamente niñas. “Las locas siempre son jóvenes. Hay algo de bonito en eso, y es que pueden tener ochenta años y allí están con zapatos blancos en la Plaza de Armas a la pesca de algún gigoló de poca monta”. Alguno moreno, enjuto, de mirada torva, escolaridad incompleta, vocación hip hopera. Ignorante pero joven. Incluso Lemebel, que a veces se trata a sí mismo de vieja y de calva, se reconcilia rápido invocando al adolescente perpetuo que debe tener dentro.
El escritor chileno, narrador, autor de los libros de crónicas La esquina es mi corazón, De perlas y cicatrices, Loco afán, Zanjón de la Aguaday Adiós mariquita linda, y de la novela Tengo miedo torero, saca del clóset de su escritorio el álbum de fotografías que testimonian un pasado con más pelo, cuando no usaba en la cabeza ese pañuelo que ahora es como una insignia. Lemebel se mudó hace poco. Su nueva casa está en un cuarto piso, un departamento amplio en el sector más codiciado del centro de Santiago. Una esquina frente al Parque Forestal, a metros del Museo de Bellas Artes y a diez minutos de caminata de la Plaza de Armas. Está en medio de lo que él llama gay town, y que, siguiendo en esa línea anglo, uno podría calificar de barrio trendy. Se mudó aquí en octubre, cuando decidió frenar la intensidad alcohólica en la que vivía desde la muerte de su madre.
—En este departamento no he hecho fiestas, poca gente lo conoce —dice.
—Viste que yo también fui apuesto, fui filete de primer corte —dice, mostrando con gusto al Pedro setentero de cutis terso y semblante introvertido.
La figura iba rematada por una melena ni tan larga ni tan rebelde, con partidura lateral y esa mirada entre triste y dura que todavía tiene. Los ojos de Pedro son dos líneas que apenas alcanzan a ser oblicuas. Un par de incisiones con tendencia a desaparecer por enojo o por risa.
—Me cuesta reconocerme en esa fotos —dice, cambiando la cara de la alegría a la resignación. Hay un Pedro enojado, un Pedro amable y otro agresivo. Un Pedro confiado y otro suspicaz. Todos escurridizos, inasibles, que complican y aplazan las entrevistas, hablan sin hacer caso a las preguntas, escudriñan terceras intenciones y, sólo a veces, bajan la guardia. “No te asustes, mi estética es la sospecha”, dice para poner paños fríos a los efectos de su desconfianza. Entre cada uno de los Pedros hay muy pocas horas de transición. A veces, ni siquiera hay transición.
—Me cuesta identificarme con esos personajes que he sido. Decir que esa loca de camisa a cuadrilléy cara de inocenteera yo. Evidentemente me puedo mirar con cierta piedad. Me cuesta armar el personaje de ahora con esos restos de memoria que tengo esparcidos en el ayer.
Su casa actual es la del Pedro pulcro, armada con una suerte de economía de medios que no es lo mismo que minimalismo. Muros blancos, los muebles apenas necesarios, algunos grabados de Juan Domingo Dávila, uno de los artistas visuales más importantes del arte contemporáneo chileno quien, por cierto, también firma como Juana. Hay algunos guiños decorativos. El primero está detrás de la puerta de entrada: la Virgen de la Puerta, una imagen popular en Perú, país en el que Pedro se siente cómodo principalmente porque “allá tener ojos chinos no es un pecado como lo es aquí”. Pero en las fotos aparece otro Pedro, el que vivía en un país muy distinto a éste. En ese otro Chile de fines de los sesenta está el Pedro larguirucho y melenudo que se tomaba fotos siempre en el mismo sitio, con el mismo encuadre, como quien compone un registro prematuro de sí mismo. Lo hacía con una cámara que le había regalado su hermano. Una cámara que él describe haciendo gestos con las manos, como si gesticular lo ayudara a recordar la marca del artefacto (o como si la exactitud en el relato de los hechos no fuera jamás un desperdicio). Repite que era una barata, casi desechable “una de esas antiguas, pues, niño, con rollo”. Él le pedía a alguien que enfocara y posaba a la entrada del departamento: al final de un pasillo largo del block, el nombre con el que se conocen en Chile a los edificios de departamentos de las comunas más pobres, cubos habitables, grises, arquitectura modernista de vocación social arrojada a su destino entre terrenos baldíos de los suburbios de Santiago. Las fotos muestran al modelo en distintas poses, en el mismo lugar, con el mismo encuadre. Pedro de pie, mirando de soslayo, Pedro apoyando el codo en su rodilla flexionada, Pedro desafiante mirando hacia el horizonte. Varias veces Pedro y alguna vez la madre y la abuela.
En esos años su sueño era llegar al centro de Santiago. El centro era la oportunidad de “triunfar y olvidar el percal, como dice el tango; me gustaba el límite misterioso y lujurioso del centro”. Pero ni en el barrio ni en el block ni en su casa creían posible que Pedro pudiera ir a la universidad, ya que a principios de los setenta la tasa de la población chilena que llegaba a cursar estudios superiores no llegaba al ocho por ciento. Si en las universidades los pobres eran una rareza, en las estadísticas generales eran mayoría, y esa mayoría no se educaba más allá de la enseñanza media. Para los padres de Pedro ya había sido una enorme conquista tener un lugar sólido y digno donde vivir.
***
Pedro pasó su niñez en las orillas del Zanjón de la Aguada, un canal de torrente sucio que cruza la zona sur de Santiago. Entre basurales, y detrás de una muralla, su padre panadero y su madre ama de casa instalaron una vivienda que, en la práctica, era un descampado, un peladero con unos álamos y un muro “que era lo único que parecía casa de esa mierda, era como vivir en una escenografía”.
Pedro Mardones Lemebel nació allí en 1955 o “a mediados de la década del cincuenta” como le gusta poner en la solapa de sus libros, para ver si la imprecisión de fechas puede jugar a su favor.
—No nací en un hospital, nací en el Zanjón. Por eso mi madre odió el barro toda su vida, porque mantener limpio todo era un gran trabajo. Si de ella hubiera dependido habría pavimentado todo el mundo, hasta los cerros, hasta las vacas.
Ése fue el paisaje hasta que en los sesenta se mudaron a aquel block de la avenida Departamental —el block donde se tomaba fotos—, una población compuesta mayoritariamente por panaderos, que en Chile es sinónimo, casi, de ser mapuche.
—Me críe entre mapuches —dice, aguzando los ojos de mestizo claro, de piel más blanca que el tono amarillo natural del mestizo chileno.
También se crió entre comunistas, una de las razones por las que, repite, aun no siendo comunista jamás podría estar en contra de ellos: no cree que el comunismo sea particularmente homofóbico y, cuando se lo presiona para que hable del asunto, arruga los ojos anunciando que se viene la rabia.
La vida en el block nunca hizo que la niñez en el Zanjón quedara sepultada. De niño aprendió el procedimiento de las “tomas de terreno”, la desesperada fórmula que comenzaron a utilizar los más pobres para lograr un sitio donde vivir desde fines de los años cincuenta. El proceso era organizarse entre muchos, y conquistar por asalto un terreno privado o estatal que estuviera en desuso. El método para marcarlo como “terreno tomado” era, simplemente, plantar una bandera chilena. Una vez izada, el sitio podía considerarse bajo nuevo dominio. Un simulacro de conquista. Un triunfo con tintes épicos que comenzó a repetirse a medida que avanzaba la década y Chile se encaminaba hacia un proyecto socialista que terminó con el presidente Salvador Allende muerto y La Moneda incendiada. De alguna manera, Pedro comenzó a preparar su propia toma, su particular desembarco.
***
Sergio Parra recuerda que debió ser 1983, debió ser invierno y debió ser martes. El año es lo más seguro porque fue cuando comenzaron las protestas callejeras contra la dictadura. Invierno porque andaba con abrigo y martes porque era el día que salía temprano.
Hasta 1983 el gobierno había logrado con cierto éxito reprimir la expresión del descontento público. Pero la crisis económica desatada en 1982 puso difíciles las cosas para el régimen de Pinochet. Se cumplían diez años del golpe militar y la oposición comenzaba a recobrar fuerzas. Parra trabajaba como asistente en una tienda de corte y confección en el centro. No tenía más amigos que algunos compañeros de trabajo, pero nadie con quien pudiera hablar de literatura o poesía. Era de un pueblo del sur del país y vivía solo, en una pieza arrendada. Aquel día aprovechó la salida del trabajo para unirse a una protesta. Iba solo y, en un momento, un piquete de policías arremetió contra la gente. Parra corrió por la Alameda, la avenida principal del centro de la capital chilena, y dobló a su derecha, hacia el sur.
—Me metí por calle Londres, y apareció otro piquete de carabineros. Yo no sabía qué hacer.
Sergio Parra es delgado y anguloso. A los 19 debió serlo más. Cuando recuerda el episodio se encoge, como quien revive el momento y se resigna al ataque inminente de los pacos. Pero el piquete no alcanzó a detenerlo. Alguien lo tomó por el hombro y tiró de él, le indicó que lo siguiera. Parra siguió a su guía por algunos recovecos y, cuando se detuvieron, el hombre se presentó.
—Era un tipo de jeans, pelo largo y bolso. “De la que nos salvamos”, me dijo y se presentó: “Soy Pedro Mardones”.
Sergio Parra es poeta, socio de una prestigiosa librería de Santiago —Metales Pesados—, y el mejor amigo hombre y heterosexual de Pedro.
—Cuando nos conocimos me dijo que escribía, que había un taller literario al que yo también podía ir. Unos dos meses después fui. Se reunían en la Sociedad de Escritores de Chile. Allí estaba Pedro y él me presentó al resto.
Sergio no sólo se unió al taller, sino al grupo de escritores jóvenes que sobrevivían a la penumbra de los ochenta en encuentros que podían ser tan literarios como políticos, en tiempos en los que el derecho a reunión estaba restringido, la política prohibida y el horario normado por toques de queda intermitentes. Pedro formaba parte de ese grupo pero, cuando se le pregunta por el momento en que empezó a escribir, siempre responde lo mismo y lo repite como repasando un guión, algo hastiado: que comenzó incluso antes de hacerlo, cuando era un niño en el Zanjón. Que allí aparecieron sus primeras crónicas.
—La descripción que mis ojos de niño hicieron de ese paisaje debieron ser mi primera escritura.
—¿Y después?
—Tuve un profesor en el liceo, no recuerdo su nombre. Él me dio a leer cosas maravillosas. Leí a María Luisa Bombal (la narradora chilena), a los escritores del boom. Ahora, si me preguntas cuándo comencé a escribir en serio, fue en un taller de literatura. Escribía cuentos. Me resultaba esto del cuento, me resultaba bien.
Pedro habla de ese pasado como quien sostiene una madeja de lana que no vale la pena desenmarañar. No le ve sentido a separar aguas, marcar inicios, delimitar épocas. Hubo un Pedro dibujante que aparece en otra de las fotos: de espaldas, descalzo en una playa, con la melena volcada sobre un block y la mano esbozando algo que no se llega a ver. Ese Pedro fue a la universidad —“el primero en ir a la universidad de mi barrio”— y salió de ella como profesor de Artes Plásticas. Pero el otro Pedro, el trotacalles, el escritor, estuvo siempre de contrabando y se las arregló para llegar al centro y pulular por los talleres de literatura y ganar un concurso “nada importante, un pobre concurso de dictadura”. Tal vez debido a que el concurso tenía algún apoyo gubernamental —era organizado por la Caja de Compensación Javiera Carrera— prefiere no recordar el año, y no guarda ejemplares de aquella publicación. Pero el libro está en la Biblioteca Nacional: el cuento se llama “Porque el tiempo está cerca”, fue publicado en una antología de 1982 y relata la vida de un hombre joven que se prostituye después de ser abandonado por la madre y rechazado por el padre. Un taxi boynacido burgués que en el relato tiene su propia noche–boca–arriba pasando de la comodidad de una familia del barrio de Providencia a la sordidez del comercio carnal en una esquina brava del centro. —Es un cuento cruzado por la homosexualidad y por la errancia de los chicos ofreciendo sexo en los paseos peatonales de la dictadura —explica Pedro, con el desgano de quien habla de un asunto menor, burocrático. En la biografía del autor que se incluye en esa antología hay una curiosidad: en vez de la foto de Pedro, está la de su padre, y el texto que acompaña la fotografía mezcla datos de ambos: “Nació el 21 de noviembre en 1924. Es casado y tiene dos hijos, Jorge, de 31 y Pedro de 26. Trabaja como profesor de Artes Plásticas”. —Es que cuando fueron a avisar a mi casa que me había ganado el premio yo no estaba. Preguntaron por Pedro Mardones que es como se llamaba mi padre. Para él debió ser como ganarse un refrigerador en un concurso de televisión, y les dijo que sí, que era él, y apareció en la foto como ganador de un cuento homosexualísimo. Después de eso comencé a usar el apellido Lemebel, que es el apellido de mi madre, además que Pedro Mardones es como nombre de gásfiter (plomero), ¿no crees tú?
Los dos Pedros, padre e hijo, se parecen. La frente, la boca, y los ojos chinos. Un semblante muy distinto al de doña Violeta Lemebel, que luce plácida en un retrato que el escritor tiene sobre una biblioteca, en el escritorio.
—¿Y nunca has sabido el origen de Lemebel?
—Nunca me he encontrado con otro Lemebel. Como mi madre era hija natural y tenía el apellido de mi abuela Olga, a mí me pareció interesante lograr una heredad de mujeres que concluya en esta colita de apellido —dice, jugando con el sentido de la palabra colita,que en slang local alude a algo que se extingue, como su apellido, y es una de las formas con las que se llama vulgarmente a los homosexuales—. En un principio hubo gente que me criticaba cuando comencé a usar el apellido Lemebel. Decían que era un apellido afrancesado, decían que sonaba cursi, pero la decisión de utilizarlo no tenía que ver con querer parecer francés. Además, el francés a mí no me gusta. Más que un idioma creo que es una gárgara.
Pese a lo que diga la memoria de Pedro, el apellido Mardones permaneció mucho más allá de 1982. Con ese apellido firmó los siete cuentos reunidos en Incontables, una autoedición nacida en uno de los talleres a los que asistía y publicada 1986. Y con ese apellido dio las primeras entrevistas cuando pasó de la literatura a la performance. Lemebel fue asomando de a poco, y su verdadero estallido sería en los años noventa, con sus libros de crónicas.
La escritora feminista chilena Pía Barros —autora que ha combinado un alto perfil público con una producción editorial independiente de los grandes sellos— lo conoció a fines de los setenta y lo invitó a su taller de literatura en un momento en que cualquier reunión de más de tres personas era considerada sospechosa.
—Pinochet decía que cuando escuchaba la palabra cultura se acordaba de Goebbels, y Goebbels decía que cuando escuchaba la palabra cultura llevaba la mano a su pistola. No era una frase muy encantadora —dice Barros—. Cuando conocí a Pedro, era un tipo amanerado que hacía mucho esfuerzo por no parecerlo. Nunca toqué el tema porque para mí era obvio y normal. Y yo defendía a Pedro como gato de espaldas. Muchos me decían “pero éste es marica”.
—¿De dónde venían esos comentarios?
—De ambos extremos. De la ultraderecha y del Partido Comunista.
Fleto, cola, colita, hueco, mariquita, mariposón, son algunas de las expresiones con las que los chilenos coronan al homosexual. En la boca de Pedro cualquiera de estas palabras tiene una dimensión juguetona, melancólica y hasta cariñosa. Las utiliza en medio de sus diálogos, hablando de sí mismo o del prójimo, haciendo cómicas historias que de otro modo serían trágicas. Transforma las balas en globos, difuminando los malos recuerdos, los insultos que debieron existir. No habla de su padre, ni de su hermano. Apenas se permite algunos recuerdos de su tiempo de profesor de artes plásticas. Alcanzó a ejercer cuatro años —entre 1979 y 1983— en dos liceos de comunas del suburbio de Santiago. En clases trataba de colar algún mensaje político hablando de las diferencias entre el arte griego “más espiritual” y el arte romano “más militar”. Algún truco para poder hablar, aunque fuera de soslayo, de lo que estaba sucediendo en el país.
—Yo me sentía más alumno que profesor y los alumnos me apreciaban.
—¿Nunca te molestaron?
—Es que yo los paraba en seco a la primera. Después nos hacíamos amigos.
En uno de los liceos fue elegido mejor profesor, “pero no fui a recoger el premio porque tenía que saludar al alcalde y a las autoridades de Pinochet”. Y nunca más volvió allí. Del otro liceo lo despidieron y prefiere no contar las razones: “Seguramente no les gustaba que usara el pelo largo y que me vistiera como lo hacía, me pedía que usaran corbata pero yo nunca me puse una”. Tampoco las contó en su tiempo, recuerda Pía Barros, aunque probablemente nunca se las hayan dado.
—No me dijo por qué. Pero supuse que porque era amanerado y quizás pensaron que los niños estaban en riesgo o algo así. Recuerdo que ahí cambió: se puso más violento, comenzó a beber más. Yo creo que esa rabia le amargó la vida. La rabia y la injusticia. Imagínate que el venía de Departamental, del Zanjón de la Aguada, y a veces el taller lo hacíamos en casa de gente que vivía en el barrio alto, elegante, en Las Condes.
—¿Por qué no hablaban del tema?
—Todos sabíamos que cada uno tenía una historia. Tampoco era la idea estar presionando. La rabia comenzó a comerse a Pedro. Pero mientras más injusticia sufría, mientras más rabia acumulaba, mejor escribía.
***
Lemebel dice que calza 37. Ese sería el número que le gustaría que tuvieran sus zapatos de taco alto, negros, con un broche discreto. Pero en realidad calza 42. Diseño clásico, sin plataforma ni aplicaciones. Si lo usara una mujer podrían ser considerados conservadores o pacatos. Esos son sus zapatos de batalla y los que lleva a cada viaje, a cada conferencia. Con ellos estuvo en Harvard, en el mismo estrado en el que estuvo Truman Capote, “y tal como él, con una botella de whisky”. Con ellos estuvo en La Habana hace un año, cuando la Casa de las Américas le dedicó la semana del autor con la que anualmente destacan a un escritor. Con ellos viajó invitado por la Universidad de Standford a dictar conferencias sobre su obra en mayo de este año. “Con esos zapatos hasta puedo correr”, confiesa, esperando admiración como respuesta. “Algunas locas les dicen los tacos políticos”, cuenta, recordando que su rabia limita por los cuatro costados con los años de dictadura.
Después de que lo despidieron del liceo, nunca volvió a dar clases y su actividad en los talleres de escritura se hizo más política que literaria. Allí formó sus redes inevitablemente de izquierda y casi siempre por línea materna. Mujeres, feministas, escritoras como Raquel Olea, Diamela Eltit, Nelly Richard que fueron vinculándolo con ciertas instituciones a medio camino entre el under santiaguino y la academia, entre la acción contestataria y la crítica cultural. Eso le abrió un espacio en una izquierda que creía en el poder del pueblo, pero el del pueblo viril y rudo de los murales de inspiración mexicana. El pueblo no usaba tacos, tampoco admitía locas.
La primera vez que Pedro usó taco alto fue en 1986 en una reunión de los partidos de izquierda en la Estación Mapocho, un edificio que se transformó en centro de reunión cuando los trenes a la zona norte de Chile fueron clausurados. Allí leyó —para sorpresa de los asistentes y a regañadientes de muchos— su manifiesto “Hablo por mi diferencia” en donde le preguntaba a la audiencia entre otras cosas:
¿Qué harán con nosotros compañero?
¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos con destino a un sidario cubano?
Nos meterán en algún tren de ninguna parte.
Todo esto lo leyó de taco alto y con una hoz de maquillaje que le nacía en los labios y se extendía por la mejilla, como un travesti revolucionario enfrentándose a una muchedumbre de izquierda poco habituada a tomar en cuenta esa clase de reclamos. Él se sonríe cuando lo recuerda.
—Un tipo me dijo al final que era como la Plegaria del Labrador, una canción de Víctor Jara, pero en este caso del maricón.
La escritora Pía Barros añade:
—Algunos le querían pegar, otros se emocionaban. Estaba a mitad de camino entre un cuento, una crónica y un poema. Creo que obligó a la izquierda a plantearse lo que no querían. Para mí fue el inicio de un cambio muy grande. Si no fuera por Pedro, y más tarde por las acciones de arte de las Yeguas del Apocalipsis, las cosas no habrían sido como fueron.
***
Hay por lo menos dos versiones acerca de cómo Pedro conoció a Francisco Casas. Ninguna es exacta. Si Casas quisiera hablar del tema sería tal vez más fácil precisarlo, aunque es probable que sólo añadiera una tercera versión. Ambos están distanciados aunque de vez en cuando vuelven a hablar. Según el día y el ánimo. A veces se llaman y de vez en cuando se vuelven a pelear. Casas se niega a contestar cualquier pregunta sobre Pedro (“Si fuera otro tema, encantado. Yo no trabajé con Pedro Lemebel, él trabajó conmigo”) y no queda más que suponer que fue un encuentro en “alguna vereda de los ochenta”, como le gusta decir a Pedro, dándole de paso un hálito de misterio.
Esa vereda pudo ser la Sociedad de Escritores de Chile, el bar Jaque Mate o la librería que a esas alturas ya había formado Sergio Parra, donde Pedro se instalaba a vender objetos de culto, iconografía de los setenta, imágenes del Che y algunas fotos pornográficas antiguas. La librería estaba ubicada en el Barrio Bellavista, vendía poco, pero según confiesa su dueño servía para que algunos miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez —un movimiento opositor que entre otras actividades atentó contra Pinochet en 1986— guardaran armas en el entretecho. Un día apareció por ahí Francisco Casas, quizá con la escritora Carmen Berenguer, habitual en el círculo, vio a Pedro vendiendo fotos de personajes de izquierda y le preguntó “Oye, niña, ¿no tendrás una de Miguel Bosé?”. La amistad surgió presurosa, como el trote de una yegua inquieta.
Para esos años Pedro ya había estrenado sus tacos altos, la oposición al gobierno cobraba mayor fuerza, las protestas también y el sida había hecho visible a los homosexuales que, de ser una suerte de especie zoológica, anómala e invisible para la sociedad chilena, se habían transformado en un “grupo de riesgo”, en el rostro de la plaga del fin del siglo. Seguía siendo una especie zoológica, pero ahora provocaba un poco de lástima y un poco de miedo. Los casos de sida aparecían en las páginas policiales, y “la plaga” se controlaba con allanamientos a discotecas y detenciones arbitrarias.
Francisco Casas estudiaba literatura “un tipo con un carácter muy fuerte, creativo, con mucha energía para hacer cosas, tal vez menos político que Pedro”, explica la fotógrafa Paz Errázuriz, testigo de primera fila de la irrupción de Las Yeguas del Apocalipsis, y encargada de registrar para la posteridad algunas de sus acciones de arte.
—¿Cómo se les ocurrió el nombre?
—Debió ser conversando de la plaga del fin del siglo, que era como los jinetes del Apocalipsis. Pancho debió decirme que nosotros no éramos caballos, que mejor sonaba yeguas.
En una entrevista de 2005, Francisco Casas confiesa que era la mejor alternativa entre perray puerca. El debut lo hicieron la tarde del sábado 22 de octubre de 1988. La exactitud se debe, en este caso, a que el desaparecido diario La Épocaconsignó el hecho. Fue durante la entrega del premio de poesía Pablo Neruda, que ese año ganó el poeta Raúl Zurita. El premio tradicionalmente se entrega en La Chascona, una casa que Neruda construyó en el Cerro San Cristóbal, en el barrio Bellavista, a pocas cuadras de la librería en la que Pedro vendía sus objetos de culto. Sergio Parra hace memoria.
—Pedro y Pancho llegaron a la librería. Íbamos a ir los tres a la entrega del Premio Pablo Neruda, entre otras cosas porque yo me había ganado una beca de la Fundación Neruda. Ninguno de los dos me dijo que tenían planeado algo. En el camino hicieron una corona de espinas. Seguramente ya lo tenían todo pensado. Cuando llegamos, le pusieron la corona de espinas a Zurita.
Como habría de suponerse, la figura de Neruda no gozaba del beneplácito del régimen de Pinochet. Tampoco el régimen gozaba del aprecio de la Fundación, encargada de promover la figura del Nobel chileno, así que en la audiencia no había representación del gobierno. Sí había escritores artistas y muchos diplomáticos. La nota aparecida en el diario La Épocadice que, en realidad, Las Yeguas no alcanzaron a coronar a Zurita, que sólo le entregaron la corona “de espinas largas y filudas”. El poeta aparece en una foto sosteniéndola con una mano y el diario agrega la advertencia: “Por si acaso y para salir de dudas, Zurita se apresuró en decir ‘No pienso ponérmela’”. Los periodistas les preguntaron a Pedro y Francisco quiénes eran. La respuesta al unísono fue “Las Yeguas del Apocalipsis” y la explicación de esta acción de arte fue más un relincho de desdén que un informe pormenorizado: “Que cada uno interprete esta performance como quiera”.
La Yeguas pronto se transformaron en un mito. Eran el terror de los lanzamientos de libros y de las exposiciones de arte. Pancho y Pedro irrumpían y nadie sabía muy bien qué podían terminar haciendo. Hubo quienes creyeron que las yeguas eran más que una dupla: “Pensaban que eran doscientas y hay gente que hoy jura haber asistido a acciones de arte de ellas que nunca existieron”, recuerda Parra. En total, las performancesno fueron más de veinte. Algunas de ellas apenas registradas en fotografías, las menos en video.
—Como trabajábamos la no–obra, lo irrepetible, no conservábamos muchas cosas. Éramos las diosas de lo irrepetible —explica Pedro.
En los últimos galopes, fueron invitados a la Bienal de La Habana de 1997.
—Mucha gente se preguntó por qué nos invitaban a nosotros. Y tenían algo de razón para preguntárselo, porque cuando llegamos allá los otros artistas llevaban sus obras, sus videos, esculturas o instalaciones y nos preguntaban a nosotros qué llevábamos. Y nosotros respondíamos: Chanel del 5.
Pedro se anima cuando habla de las Yeguas. Según le explicaban a la prensa, él y Casas, eran María Félix y Dolores Del Rio en versión under santiaguina.
—Con la Pancha eramos yeguas todo el día. Hace poco recordábamos una performanceen Concepción (una ciudad del sur de Chile) donde nos enterramos en cal y quedamos todas despellejadas. “Tantos sacrificios que hacíamos, tanto martirizarnos el traste”, le decía yo a la Pancha. Y ella me respondía “No importa, niña, viste que nos ahorramos un liftingcon eso”.
Paz Errázuriz recuerda que en los círculos artísticos Pedro era percibido como el más difícil, el más crítico de los dos. “A Pancho le gustaba más el glamour”, dice Sergio Parra. En sus diez años de existencia, las Yeguas bailaron una cueca sobre vidrios, fueron las dos Fridas, cabalgaron como Lady Godiva sobre un corcel blanco y fueron las convidadas de piedra al encuentro de los intelectuales con Patricio Aylwin, el candidato de la oposición a Pinochet en las elecciones de 1989. Allí, frente alestablishment político de la centroizquierda chilena que había reclamado durante 17 años el retorno a la democracia, Pedro y Pancho se subieron al escenario sin permiso.
—Llegamos con impermeables, nos pusimos los tacos y las plumas rápido y extendimos un lienzo que decía: “Homosexuales por el cambio”. Fueron algo así como tres minutos. En un momento hubo un silencio generalizado. Y repentinamente algún amigo nuestro empezó a aplaudir, y luego aplaudió Aylwin. Nos bajamos y nos echaron a patadas. Recuerdo que Mariana Aylwin, hija de Patricio, nos dijo: “¿Por qué le hicieron esto a mi papá? Ahora la derecha va a decir que mi papá apoya a los homosexuales”.
De esa irrupción sólo existe una foto en la que aparece parte de la pierna de una de las Yeguas y enfrente, en primera fila, la jerarquía política de la Concertación chilena, mirando impertérrita. Aquel día, despúes de bajar del escenario, Francisco Casas se dio el gusto de avalanzarse sobre el entonces candidato a senador Ricardo Lagos —que años más tarde sería presidente— y estamparle un beso en la boca. Era 1989, el último año de la dictadura.
***
La mesa de comedor de Lemebel es pequeña, para dos comensales, y está dispuesta junto a una ventana amplia que mira hacia un edificio de departamentos. No se puede decir que la vista sea buena, pero el departamento es amplio, y logró comprarlo a un buen precio. Por la ventana del edificio que está al otro lado de la calle, asoma un hombre joven que habla por teléfono. El eco trae algo de la conversación ajena hasta la mesa del apartamento de Lemebel. P
edro debió ser de radio AM y teleserie de la tarde, con heroínas pobres y sufrientes de acentos lejanos y parlamentos almibarados. La teoría se confirma cuando echa a correr un disco del grupo mexicano Los Temerarios, que suena como la agonía de una noche demasiado larga en una cantina de mala muerte. Una sonoridad curiosa, un órgano Casio que se funde sobre la voz de un intérprete con angustias sin resolver.
Las Yeguas se extinguieron de a poco, rumbo al encuentro del mito. Cuando en 1997 fueron a la Bienal de La Habana, Pedro ya había iniciado acciones de arte en solitario. En 1994 viajó a Nueva York, al festival Stonewall y marchó con un tocado de jeringas que simulaba una aureola y un lienzo escrito en un inglés autogestionado que decía “Chile return Aids”.
—Yo quería decir que les llevaba de vuelta el sida, pero como no sabía inglés lo puse como se me ocurrió. Marché con las jeringas en la cabeza y los gringos abrían el paso cuando yo aparecía por miedo a que los pinchara con las jeringas.
Pedro comenzó a reverdecer sus plumas literarias y a dejar atrás al perfomeren un programa radial en 1996. Cancionerose llamaba el espacio que creó en Radio Tierra, una emisora asociada a un centro de estudios de mujeres feministas. Eran diez minutos diarios de un programa que tenía como cortina musical Invítame a pecarde Paquita la del Barrio. En Cancionero, Lemebel leía sus crónicas ambientadas con sonidos y música incidental. “Trabajar en radio me ayudó a darle una cierta teatralidad a mis textos”, dice ahora. Lemebel rara vez hace referencias literarias para describir sus ideas o sus libros. Hay más música, cine y calle que libros en su conversación, y en general no es muy generoso consigo mismo.
—A veces tengo el descaro de decir que lo que tenía que hacer ya lo hice: fue un libro que publiqué en 1995, La esquina es mi corazón. Es lo único que he escrito, el resto me he plagiado. En ese libro yo deposito toda la razón por la que escribo.
La esquina es mi corazónfue publicado en su edición original por Cuarto Propio, un sello pequeño vinculado al mundo de mujeres intelectuales con el que Pedro había comenzado a trabar amistad a fines de los setenta. Escasamente reseñada por la crítica en su primera edición, esta colección de crónicas era el anuncio de que andaba una loca suelta por la ciudad, atisbando las esquinas, taconeando por los parques, condoliéndose con los perdedores, enrostrando su origen proletario y sus deseos maricas. La esquina es mi corazónhabla de la ciudad, del centro y del block, de hombres buscando hombres en un sauna de mala muerte, de una mujer llamada Babilonia que se desnuda en un pestañeo, con una pluma de loca que parece que va de la calentura a la pena, de la rabia a la compasión. En su crónica está no sólo el corazón de Lemebel, sino también su biografía, aunque él se empeñe en tender el velo, sembrar la duda de que “una parte de todo es realidad y la otra parte es silicona, baby”. “Anacondas en el parque” es la crónica que abre el libro con un movido atardecer de encuentros clandestinos en un parque público: “Obreros, empleados, escolares o seminaristas se transforman en ofidios que abandonan la piel seca de los uniformes para tribalizar el deseo en un devenir opaco de cascabeles. Algo abyecto en sus ojos fijos pareciera acumular un Sahara, un Atacama, un salar salitrero de polvo que sisea en el tridente reseco de sus lenguas. Apenas una hebra plateada desfleca los labios en garúa seminal, baba que conduce al corazón madriguera del nido encintado en papel higiénico que absorbe el lagrimeo”.
La periodista de Radio Tierra, Perla Wilson, recuerda esa época.
—En ese tiempo no era conocido. Hacía poco había publicado en editorial Cuarto Propio La esquina es mi corazón. Trabajaba en una oficina chiquita con una máquina de escribir y a las cinco de la tarde ponía un mantel rojo para tomar el té. Invitaba a la programadora musical y después se encerraba horas a escribir. Era un imperativo hacerlo porque tenía que sacar una crónica diaria.
Lo de tomar el té era un decir, porque Pedro, más que infusiones, a media tarde prefería vino.
En la radio hizo crónicas de su pasado y su presente, de verano, de invierno; crónicas de vacaciones, de la dictadura, de la democracia, de sus amigos, de sus enemigos; crónicas de televisión, de cine, de amor y de muerte. Además de leer sus relatos, en Cancionerohizo ciclos de entrevistas a los que no se cansaba de invitar a su amiga Gladys Marín, toda una leyenda y secretaria general del Partido Comunista chileno y una de las figuras políticas más importantes del país, cuyos funerales convocaron una marcha multitudinaria y las condolencias públicas de todos los partidos. La radio fue el preámbulo a la fama definitiva. Su programa no era un éxito radial de proporciones, pero tenía un público que Pedro se complace en repasar: taxistas, verduleros de feria, mecánicos, obreros y hasta un delincuente que le perdonó un asalto cuando se dio cuenta de quién se trataba.
—Un día fui a la feria de mi barrio y la señora que me vendía las verduras tenía la radio encendida escuchando mi programa. Yo le pregunté qué estaba oyendo y ella me dice: “Las crónicas de Lemebel”. Me hice el leso y le pregunté de qué se trataba y ella me dijo: “Uy, supiera de las cosas que habla”. Entonces yo tomé aire, me inflé y le dije: “¿Sabe usted que yo soy Lemebel?”. Entonces ella y el marido me miraron y me dijeron riéndose: “Sí, seguro”.
Pero hoy, en Santiago, la gente sabe quién es Lemebel. Se dan vuelta en la calle para mirarlo, y eso empezó a sentirse con mayor intensidad a medida que sus libros de crónicas se sucedían. Primero La esquina es mi corazón. Luego, en 1996, Loco afány, en 1998,De perlas y cicatrices. Los dos últimos en el sello independiente LOM, una editorial identificada con libros de crítica social, un sello que surgió en los noventa como la voz de una izquierda disconforme con los gobiernos de la nueva democracia chilena y el éxito económico del país.
El estilo de Lemebel ha sido caracterizado como barroco, cursi, marginal y militante. Todo revuelto, con bordes dorados, puntas filosas y un rumor de calle chilena tan fuerte que a veces cuesta pensar en que sea posible una traducción. Fernando Blanco, chileno, profesor de literatura hispana de la Universidad de Denison en Estados Unidos añade: “Pedro pertenece por derecho propio a sus lectores. No quisiera encasillarlo con ninguna recepción especifica, porque me parece que cada uno de sus libros dialoga con diferentes imaginarios ciudadanos de aquellos sectores de Chile pesimistas que han enfrentado los fracasos de las modernizaciones”.
En De perlas y cicatricesLemebel describe a un niño en el paseo Ahumada, el centro de Santiago: “Y el niño tiene que conformarse con mirar de lejos esos colores verde menta, morado mora, rosa frutilla o amarillo bocado que ofrecen las heladerías. Muy adentro, en su enano corazón, él ya sabe que pertenece a esa muchedumbre conformista que mira las vitrinas tocándose las monedas para el metro”. El pesimismo de la prosa de Lemebel pareció identificar a un auditorio amplio de chilenos, aquellos que no disfrutaban del éxito económico, que se decepcionaron de la democracia o que no podían ponerse tacones de combate.
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Hacia fines de los noventa, el ambiente literario local estaba dominado por un grupo denominado “la nueva narrativa”, entre los que estaba Gonzalo Contreras, Arturo Fontaine y Carlos Franz. Todos eran cercanos al novelista chileno Jorge Edwards —con orígenes y trayectorias en las antípodas sociales de Lemebel— y habían logrado el reconocimiento de la crítica asumiéndose como una generación de recambio, como Jaime Collyer, también parte del grupo, lo postulara en un artículo publicado en la revista Apsi en 1992.
Ése era el escenario hasta que una visita agitó las aguas.
El 11 de noviembre de 1998 el diario El Mercuriode Santiago anunciaba: “Bolaño ya está en Chile”. Roberto Bolaño, chileno de nacimiento, residente en España, volvía a Santiago después de 25 años de ausencia. Retornaba para presentar La pista de hielo, después de haber logrado el premio Herralde por Los detectives salvajes. Había expectación en el claustrofóbico ambiente literario santiaguino. Todos querían estar cerca del nuevo fenómeno de la narrativa que había logrado la consagración en España. Un punto de reunión habitual del grupo de la nueva narrativa era el restaurante de la Plaza del Mulato, un rincón con ambiciones parisinas en la zona más coqueta del centro santiaguino. Hasta allí llegó Bolaño para ser agasajado por el grupo de escritores de la nueva narrativa pero, unos minutos antes de la comida, María Elena Ansieta, amiga de Lemebel desde los ochenta y en ese momento a cargo de las relaciones públicas de la editorial Planeta en Chile, entró al lugar y le pidió a Bolaño que la acompañara a otro restaurante, a pocos metros de allí.
—Le dije que quería presentarle a Pedro Lemebel. Me acompañó hasta el restaurante Cocoa, que ya no existe. Allí le presenté a Pedro, que le preguntó con quién estaba comiendo y Roberto le contó —recuerda María Elena Ansieta.
Bolaño no regresó al restaurante donde esperaban sus anfitriones originales. Pedro Lemebel le dijo que algunos de los que estaban allí habían participado, durante la dictadura, del taller literario de Mariana Callejas, una escritora de derecha casada con un químico norteamericano de nombre Michael Townley, que resultaría ser agente de la ciay de la Direccion Nacional de Inteligencia chilena, la policía secreta de Pinochet. Townley participó no sólo en la eliminación de opositores al régimen de Pinochet, sino en el atentado que mató a Orlando Letelier, ex canciller de Salvador Allende en Washington. Los escritores que participaban del taller de Callejas nunca se enteraron de las oscuras actividades del marido de la escritora, pero para Lemebel el sólo hecho de ir a esa casa era imperdonable: en su estricta moral política visitar la casa de Callejas era ser cómplice de los crímenes que allí se planearon. La tolerancia es un ejercicio que Lemebel se niega a ejercitar cuando se trata de determinados temas: “Yo no le doy la mano a fachos”, ha dicho muchas veces. Si la rabia es mucha, no sólo niega la mano: también escupe, “que es su manera de dar un puñetazo”, dice Sergio Parra.
Bolaño, en su rol de hijo pródigo, terminaría de bendecir a Lemebel en un polémico artículo publicado en 1999 en la desaparecida revista española Ajoblanco, donde gran parte de la comunidad literaria chilena quedaba mal parada. Entre los rescatados por Bolaño estaba el chico del Zanjón de la Aguada. En una entrevista a El Mercurio, Bolaño explicaría: “Pedro dijo una vez: ‘Soy pobre y maricón’. Eso tiene un gran valor moral y poético. Yo soy pobre y heterosexual, que viene a ser casi lo mismo. Todo escritor que lo sea de verdad, en algún momento de su vida ha sido pobre y homosexual, en el sentido de estar en una especie de intemperie con respecto a la sociedad. Lo impresionante de Lemebel es que lo dice desde una literalidad absoluta, no desde la metáfora”.
Roberto Bolaño no se quedó en los halagos. Llevó los libros de Lemebel a España y se los dio a leer a su amigo Jorge Herralde, director de Anagrama. En 1999 Herralde incluyó Loco afán en la colección de Anagrama. Tiempo después La esquina es mi corazónsería reeditada por Seix Barral con prólogo de Carlos Monsiváis, que calificaba a Lemebel como “un fenómeno de la literatura latinoamericana de este tiempo”.
La época de los sellos pequeños y el programa radial comenzaba a quedar en el pasado. Lemebel lograba dar el salto fuera de Chile, era reconocido por uno de los intelectuales mexicanos más respetados y publicaba en Anagrama, el sello fetiche de gran parte de la comunidad literaria local.
—Para los escritores de la nueva narrativa fue un golpe inesperado. Fue como tener la mesa servida y que repentinamente apareciera Lemebel como convidado de piedra. Y para terminar de aguarles la comida, llega Roberto Bolaño —explica Sergio Parra. El autor de Los detectives salvajescomenzó a tener una amistad a la distancia con Pedro.
—A veces me llamaba por teléfono y conversaba con mi madre. Él era un gran conversador. Mi madre le decía que se cuidara, que estaba muy joven todavía. Roberto ya tenía problemas hepáticos cuando nos conocimos. No podía tomar alcohol.
La amistad ultramarina, sin embargo, se resquebrajó cuando Roberto Bolaño le sugirió a Lemebel que se deshiciera de las “viejas feministas”. Así fue como llamó al grupo de intelectuales y escritoras que formaban la red de mujeres que había apoyado a Pedro desde los talleres de los setenta hasta la radio Tierra, pasando por las Yeguas. “Pedro no le aceptó eso a Roberto y la amistad se dañó”, cuenta Sergio Parra. Para Lemebel eso fue un incidente menor, algo que no le gusta recordar y dice que no representó un cambió en la relación con Bolaño. Luego vendría el apabullante éxito de su novela Tengo miedo torero, editada por Planeta en 2001, que se mantuvo más de un año firme entre los más vendidos en Chile.
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Cuando Pedro era niño, su madre le decía que pusiera atención mientras ella cocinaba. Le repetía que en algún momento él iba a vivir solo y tendría que atenderse por sí mismo. Así fue como Pedro aprendió a cocinar. Su madre murió poco después de que la novela Tengo miedo torerole diera su día de gloria.
—Ella fue el gran amor de mi vida, después que ella murió supe que nunca iba a tener un amor más grande.
Tengo miedo torero fue presentada en abril de 2001 en el Salón de Honor del edificio del Congreso Nacional de Santiago, en el corazón del centro. Pedro entró vestido de rojo furioso, con tocado de plumas enmarcándole el rostro, con el salón atestado y la canción ranchera Si nos dejan de fondo. Políticos, lectores, cineastas, periodistas y fanáticos apenas dejaban espacio para que Lemebel hiciera su ingreso de diva. “No había ningún escritor entre el público”, recuerda Sergio Parra. Ésta fue su primera novela y su primera historia de amor: uno frustrado entre La Loca del Frente y Carlos, un extremista que planea el asesinato de Pinochet. Se trata de una historia sobre un atentado al dictador que efectivamente tuvo lugar en septiembre de 1986. Como siempre, los hechos son en parte real “y en parte silicona”.
—¿Quién eres tú en Tengo miedo torero?
—Es obvio. No me hagas esa pregunta tan obvia, pues, niño. La Loca, evidentemente. Aunque en la historia original era una mujer gorda. Yo creo que esa novelita rosa va a tener un destino fílmico.
La novela arranca con La Loca llegando a un nuevo vecindario en el centro de Santiago, instalándose en una casa medio en ruinas y poniendo a todo volumen un cuplé: “Todo el barrio sabía que el nuevo vecino era así, una novia de la cuadra demasiado encantada con esa ruinosa construcción. Un maripozuelo de cejas fruncidas que llegó preguntando si se arrendaba ese escombro terremoteado de la esquina”.
El libro estuvo más de un año en la lista de los más vendidos en Chile, se editó en inglés, italiano y francés. Pero Pedro no le tiene cariño porque fue la antesala de la muerte de Violeta Lemebel.
—Mi madre quería ir al lanzamiento, pero estaba muy enferma. Yo no quería que lo pasara mal, tampoco quería exponerla a que la vieran mal. Murió una semana después. Por eso hasta hace poco no podía escuchar hablar de ese libro.
Tengo miedo torerologró la aceptación de la crítica del tradicional diario El Mercurio, una vereda esquiva a los taconeos de Lemebel: “No vamos a hablar aquí de la gran novela chilena ni mucho menos. Sin embargo, es de lo bueno que se ha escrito en el país en el último tiempo”, sentenciaba el diario más antiguo del país en abril de 2001. Meses más tarde le dedicaría la portada de su suplemento cultural cuando Seix Barral reeditara La esquina es mi corazóncon prólogo de Carlos Monsiváis.
Después de esa novela, Lemebel volvió a la crónica con los libros Zanjón de la Aguaday Adiós mariquita linda. Ahora prepara otro, de crónicas inspiradas en canciones que funcionen como gancho evocativo: “Como la película argentina Garage Olimpo, en donde los torturadores atormentan a sus víctimas con la música de Los Cinco Latinos de Fondo”.
Sergio Parra dice que Pedro tiene miedo de volver a publicar: sus últimos libros han estado marcados por la muerte de algún ser querido. Primero fue la novela Tengo miedo torero,con la muerte de su madre. Luego, Zanjón de la Aguada, que fue publicado en 2003, el año en que murió Roberto Bolaño. Y, finalmente, Adiós mariquita linda, de 2005, un libro que quedó ensombrecido con la muerte de su amiga Gladys Marín, la emblemática dirigente comunista chilena y ex candidata a la presidencia.
—¿Cuándo conociste a Gladys?
—Una vez que la invité a la Radio Tierra a mi programa. Hablamos a calzón quitado y a la salida me dice que yo la iba a apoyar en la candidatura. Voy a hacer un libro sobre ella después de este que estoy preparando.
—¿Se veían a menudo?
—Dentro de lo que se podía con su calendario tan apretado. Quedé en deuda con ella. Ella siempre con su agenda y yo con la mía.
—¿Qué tenías en común con ella?
—La rabia. La dulce rabia.