Panfleto

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Adelanto de «Panfleto», el libro antipatriarcal de María Moreno

La reconocida escritora argentina María Moreno acaba de publicar Panfleto. Erótica y feminismo (LRH), una selección de artículos pueden leerse no solo como «cuadernos de aprendizaje», sino como bitácora de un movimiento que se volvió masivo y como un manifiesto insurgente y solidario.

Publicados a lo largo de cuarenta años en revistas y diarios de circulación, Infobae Cultura adelanta uno de estos textos:

El mirón tiene quien le escriba

Por los años cuarenta un coleccionista de libros, tras cuya firma se ocultaba un vulgar degenerado, encargó a Henry Miller cuentos porno a cambio de cien dólares mensuales. La consigna era «suprimir la poesía». Henry Miller, un hombre cuya consigna era beber frío y orinar caliente, solo parecía capaz de concebir una poesía donde las mujeres se rompieran la pelvis para que el médico les metiera un dedo de goma adentro hasta frotarles la hendidura de la epiglotis, que agitaran los labios de sus vaginas como un colibrí o fumaran con ellas un cigarrillo y fueran capaces de lanzar un chorro de orina que sonara como la caída de las cataratas del Niágara (un chorro verdaderamente fraterno). Todo un poeta del tres al hilo textual y eyacular; pero más interesado en la inversión a largo plazo de remozar totalmente la literatura norteamericana con su esperma realista que en plata contante y sonante, le pasó el trabajo a su amiga Anaïs Nin. Ella sabía que la retórica era simple: botitas de veintidós botones, correajes tumescentes, lencería negra, ausencia de sentimentalismo, y sobre todo grandes vergas hábiles para abrirse paso en jugosas vaginas bien dispuestas y múltiples. Lo hizo regular, con algunas caídas poéticas. Desde ese entonces Anaïs Nin, la escritora con vocación de servicio para satisfacer la erótica masculina, quedó ¿paradójicamente? consagrada como la escritora erótica femenina por excelencia. Sin embargo, ella, que convertía divertidamente en dólares su obediencia ciega al deseo macho, terminó enviando al coleccionista una carta de queja que decía entre otras cosas: «El sexo no prospera en medio de la monotonía. Sin sentimientos, sin invenciones, sin el estado de ánimo apropiado, no hay sorpresas en la cama. El sexo debe mezclarse con lágrimas, risas, palabras, promesas, escenas, celos, envidia, todas las variedades del miedo, viajes al extranjero, caras nuevas, novelas, relatos, sueños, fantasías, música, danza, opio, vino». De este modo, Anaïs Nin hacía el primer borrador —al menos uno de los más conocidos del siglo XX— de un manual de instrucciones para el Ars Amandi y también, aunque nadie recogió el guante, para una hipótesis: cuando las mujeres muestran estos escrúpulos, ¿están diciendo con franqueza lo que necesitan o existe en la mayoría de ellas un goce pedagógico? Al escribirle a su coleccionista «El sexo pierde su poder y su magia cuando se hace explícito, mecánico, exagerado; cuando se convierte en una obsesión maquinal se vuelve aburrido. Usted nos ha enseñado mejor que nadie que yo conozca cuán equivocado resulta no mezclarlo con la emoción, el hambre, el deseo, la concupiscencia, las fantasías, los caprichos, los lazos personales y las relaciones más profundas que cambian su color, sabor, ritmos, intensidades», ¿no estaba excitándolo con sustancias más poderosas que el relato de cuadros eróticos como son el desafío y la provocación?

Claro que si uno se atiene a la voluntad de la autora y a través de su grito de esclava liberta, Anaïs Nin no solo criticaba la pornografía sino, al parecer, la sexua-lidad masculina misma. Si bien no era la primera vez que las mujeres trataban de definir su diferencia, fue Nin una de las que más se empeñó en promover, en el terreno de la literatura, una mística de su propio sexo sexuado. Mística que, como todas las de liberación, arrastra en su mismo gesto de ruptura algunos aspectos no tan tirabombas.

«El ritmo de la mujer es más f lexible, más f luido, más sutil», dice la teórica Luce Irigaray. Y su goce estaría sellado en su propio cuerpo a través de esos labios inferiores que se besan entre sí sin que ni siquiera ella pueda evitarlo. ¿A quién estaba provocando? ¿A Jacques Lacan, que terminó por prescribir su excomunión de la École Freudienne de París?

«Aspectos intelectuales, imaginativos, románticos y emocionales. Eso es lo que confiere al sexo sus sorprendentes texturas, sus sutiles transformaciones, sus elementos afrodisíacos. Usted ha dejado que se marchite el mundo en sus sensaciones, está dejando que se seque, que se muera de inanición, que se desangre», chanta la Nin a su coleccionista. Tretas del débil —las de Irigaray, las de Nin— que se arrogan un saber para revertir un dominio pero también una suerte de estetización del sexo, de apología de lo sublime (cuándo no iremos a parar las mujeres de ese lado), donde retorna la figura odiosa de la maestra normal dispuesta a sacar a Kaspar Hauser de su barbarie genital.

El colmo es cuando Nin dice «Solo el pálpito al unísono del sexo y el corazón puede producir éxtasis». ¿Reverbero católico de la unión entre cuerpo y alma? Si dan ganas de decir: «Muy bien, señoras, basta de agujero-palito, de al pan, pan y al vino, vino. Empecemos con los grandes rodeos mareadores, las miradas de veinte minutos. Pero ¿qué tal una mancha de menstruo (de menstruo nomás, no de menstruo elevado al rango de vino pascual), un poco de buen olor a axilas, flatulencias?».

Cuando se organiza una mesa redonda o un suplemento sobre literatura erótica, se convoca a mujeres. ¿Beneficios de una civilización que encuentra al macho regenerado o al menos reprimido? No. Allí hasta el más moderno vuelve a sostener la certeza de la semejanza entre literatura y vida. Se trata de que ellas (las mujeres) aprendan a poner en bellas figuras sus ficciones de alcoba, hechas a la medida del amo, y de poder leerlas como si se las espiara. Pero también de arrancarles un secreto, el instante en que por traducir a la tradición (viril), su sexo les juegue una mala pasada y traduzcan mal, es decir, traicionen, confesándose como si estuvieran a solas. Son estos deslizamientos los que provocaron que Anaïs Nin se hiciera totalmente cargo de su libro Delta de Venus, escrito bajo la varita libertina del coleccionista.

Mientras tanto las mujeres escriben sobre erotismo oscilando entre la tentación de excitar y el riesgo de ser arrancadas de sí mismas. Propongo que hablar de literatura femenina es hablar de erotismo y en eso vamos a calentar la máquina de escribir que, al no tener sexo, no traiciona.

El sexo en orden

El goce masculino tiene la forma de un buen cuento corto norteamericano con un principio, un medio y un final de punching ball. La expresión soez «hacer el alivio» evoca el rascarse o hacer pis: el goce femenino consistiría en la fluorescencia de todo el cuerpo y su expansión en el espacio y una continuidad entre el cuerpo y el sexo, el sexo y el cuerpo, sin localizaciones fijas, sin puntuaciones separadas (la versión es de Luce Irigaray). En la caricia no habría quién es quién, los bordes se atraviesan en una nebulosa táctil, la piel anestesiada por los besos ignora a su dueño… bah, es insoportable como leer completo desde el principio hasta el fin Paradiso de Lezama Lima (es mejor gozarlo por partes y salteado).

Una mujer no enajenada a la economía del hombre viviría su sexualidad como un continuum, no como un recorte cuyo guión se realice en una serie limitada de vicisitudes y en las que ella sea ofrecida como espectáculo a un mirón siempre ávido de privilegiar lo sólido sobre lo líquido, de reclamar ese haiku de éxtasis que le suele enviar el otro cuerpo como certificado de que ha sido un buen donador, de reducir su deseo acabando ramplonamente con él.

¡Sí! El falo necesitaba esta felpeada teórica que le han hecho las Luce Irigaray, anónimas e incansables histéricas y también algunos hombres como Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut (El nuevo desorden amoroso), que escriben sin revelar cómo lo hacen a dúo: «El cuerpo de la mujer es línea de fuga y no hendidura de la matriz, trozo de universo con infinitos poderes
16de alumbramiento, es esfera de fusión de la que sur-gen los planetas, los vientos, las trayectorias minúsculas o gigantescas, los cometas que parten el vientre y estallan en la cabeza o en las falanges de las manos, penachos de sensaciones difundidas continuamente a los cuatro hemisferios del cuerpo y que franquean, alteran, anulan el umbral, el pobre umbral masculino de lo genital».

Digresión. La colonización de Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut por el estilo «femenino» exige un gesto de agradecimiento: que las maestras aprendan a su vez de alumnos tan aventajados. Cediendo a las objeciones de estos autores, a las corrientes teóricas que diferencian el falo del pene por considerar que esta diferenciación no responde más que a una sutileza escolástica, yo uso los dos términos al azar o, en el caso de sustituir pene por falo, solo a modo de subrayado demagógico para las damas o simplemente buffo.

Estos varones sí que se han tragado la píldora de la pedagogía femenina o, a fuerza de tener asistencia perfecta a la coral cátedra de femineidad, han terminado, como sus maestras, por fingir.

Pero esta afirmación de «otro modo de sentir» no deja de tener un simple valor político como en su momento la afirmación de una identidad gay, afroamericana o femenina; no está sujeta a pruebas de verdad: es una nueva novela sexual en donde, de la euforia fundadora, debería extirparse el eterno tufillo a esencias porque si no ¿qué queda de la zarpa de la historia? La sociedad antigua, por ejemplo, parecía indeciblemente progresista en relación con los pobres falócratas posteriores. Es cierto que creía, según las suposiciones de Galeno, que las mujeres eyaculaban durante su orgasmo y que esa eyaculación era esencial al privilegiadísimo acto de procrear. «Horrrrrible asimilación a la economía masculina», mascullaría Luce Irigaray. Pero ¿para qué nos servía? Ocho teólogos de lustre afirmaban que la mujer que se negaba al orgasmo cometía un pecado mortal. Otros cuatro teólogos de lustre, que el marido estaba obligado a continuar el acoplamiento hasta que ella «segregara su semen». Y he aquí lo increíble pero real: catorce teólogos de lustre decían que la mujer podía seguir prodigándose caricias a sí misma hasta lograr el orgasmo, una vez que el marido se hubo retirado al otro extremo del lecho dándole la espalda. ¿Sabían más del goce femenino esos maridos condenados a cumplir con el débito matrimonial que les imponía desde el párroco hasta el rey y que ni siquiera, en cambio, tenían la obligación de amar a sus esposas? ¿Estaban mejor lesbianizados que los de ahora, todo fuera por la procreación? ¿O eran simples perros escarbadores, practicantes a ultranza del agujero-palito?

En el primer caso, cabe que dentro de algunas décadas las mujeres, hastiadas de la sobada perpetua y el beso colombino, reclamemos aquella vieja genitalidad, una vez que el pene haya perdido su halo trágico, su angustia de púgil de la refregada.

Otra paradoja: este «otro modo de sentir» enunciado por Nin y teorizado por Irigaray se ha urdido para escupir sobre el falo. Pero el falo es un cliente apopléjico que se mea utilizando aquello con que antes pasaba a degüello muñecas grandes. Y hoy son los hombres los que quieren ser lesbianizados: al pasar de la cama (de algún hotel alojamiento) a la camilla (de una casa de masajes) están dando cuenta de todo lo que se les fue en salud. Se extienden como amadas para que los masajeen, los entalquen, los relajen, los alivien. Cuando la expulsión seminal va tan pareja con la del lumbago, cuando el sexo está tan peligrosamente cerca de la kiniesiología, es que ya nadie soporta lo que ha inventado.

Cada década chilla en paños menores «liberémonos de nuestros dogmas, matemos el pasado del placer»,como si dijera «fundemos nuevos hits de alcoba». Los jóvenes que hoy recorren la ciudad vestidos de negro se han puesto luto por tantas muertes imaginarias. A cambio proponen que la nada es sexy, quieren el sexo de los ángeles.

Yo estoy vieja: prefiero la sexualidad de los nambiquara que fascinó a Lévi-Strauss en los tristes trópicos: una tribu en la que los niños pegan a sus padres, se yace desnudo luego de revolcarse por la arena hasta tener un tenue color ocre, hilando cuentas de nácar lechoso o de corteza de nuez de palma, mientras una voz relata: «Todo el mundo había muerto. Ya no quedaba nadie. Ningún hombre. Nada». Un brazo reposa en el cuerpo del hijo, la cabeza en la panza de la prima cruzada. El fuego de la hoguera pasa por los ojos oblicuos. Los mocos se suenan con una ramita en forma de pinza. Los cabellos se separan en bandas geométricas para dejar las liendres a la luz. De pronto una pareja se levanta y se mete en los matorrales. Estallan los chistes, las imitaciones, las rimas obscenas. Se habla de sexo, siempre de sexo. Luchas en el polvo, pedos, escupidas, cuchicheos, risas locas, de vez en cuando el llanto de un niño pisoteado. Y a echar ramitas a la hoguera (no hay que dejar que se apague porque las noches son frías). Un mono se cuelga de una cabellera: así viajará mañana. El zumbido de las moscas, la música de una flauta. La sensualidad de una nación acostada donde los hombres y las mujeres hablan diferentes lenguas, pero eso no se escribe, no puede, no hace falta escribirlo.

Infobae

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