Paraguaya por elección

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Josefina Plá, majorera española: monumento de la cultura paraguaya

Esto de tener a un José Plá y a una Josefina Plá en la literatura española es un derroche inenarrable de suerte y de talento. Casi mismo nombre, mismo primer apellido, misma patria de nacimiento y mismo amor por las islas. Si José, Josep, decía ser un islómano, sobre todo balear, Josefina, nacida en un islote del Atlántico canario, llamaba isla sin mar a su amado Paraguay o, a veces isla rodeada de tierra.

Grandes escritores, cada uno en su estilo –sencillo, penetrante y sin encajes uno y emocionante y apasionada la otra–, fueron también componentes de una generación simultánea aunque no conexa, de escritores periodistas. Josep Pla fue testigo y narrador del Madrid del advenimiento de la II República. Josefina Pla, ya residente en Paraguay por amor, que no por exilio político como se ha deformado intencionadamente, fue periodista en la guerra del Chaco (1932-35) entre Paraguay y Bolivia para El Liberal.(I).

Josep Plá siempre se mostró enamorado de su tierra, Cataluña y España, con un deje de escéptico sabedor de realidades. Josefina Plá, de familia oriunda del Levante valenciano, se enamoró de un joven artista estudiante en España con maestros como Sorolla, entre otros, y finalmente gran ceramista paraguayo, Andrés Campos Cervera. Julián de la Herrería fue su heterónimo artístico. Por su amor dejó España y se arraigó en una nueva patria, Paraguay. Josep Plá es un grande de la literatura española y catalana y Josefina Plá una grande de la literatura paraguaya y española. Qué abundancia disponer de estos dos Plá.

Tal vez impresione saber que un futbolista lee, y escribe, poesía con ardor. Era el caso de Carlos Martínez Diarte, un paraguayo de Asunción más conocido por la afición española gracias a su apodo juvenil, «Lobo» Diarte, atacante temible con Mario Kempes en aquel Valencia C.F. inolvidable. Pero impresiona tanto o más que entre los versos que leía ya enfermo de muerte se encontraran los de una española, canaria majorera, llamada Josefina Plá Guerra Galvany que, en realidad, fue finalmente paraguaya. También, y si se quiere, sobre todo.

Cuando se llega a la Isla de Lobos –así llamada por la desaparecida colonia de lobos marinos que habitaba en esa «verruga» volcánica surgida del Atlántico entre Lanzarote y Fuerteventura–, apenas se desembarca en un puerto minúsculo junto a un poblado de pescadores, se encuentra una menuda escultura que representa a una mujer: María Josefina Teodora Plá.

En el faro que alumbra al norte, por detrás del volcán o Montaña de la Caldera, hay una placa que contiene un bajorrelieve que recuerda que allí mismo, en la esquina de esa cachimba emergida de un magma candente que es lo que parece el islote a lo lejos desde el norte y el sur, nació esa mujer, Josefina Plá, poeta, narradora, dramaturga, ceramista, periodista e investigadora de la etnografía, la historia y la cultura paraguaya, española y guaraní.

«En este rincón del Atlántico, alumbrada por la mortecina luz del faro de Martiño, nació la poeta Josefina Plá» reza su inscripción. Corría el año de 1903 –hay quien apunta que nació en 1897 aunque fuera bautizada más tarde–, cuando su madre, doña Rafaela Guerra y Galván o Galvany, se puso de parto y tuvo que embarcar para dar a luz en Corralejo.

Allí y así nació la hija del torrero, nombre clásico en español del farero, Leopoldo Plá y Botella, lector empedernido y aficionado a la escritura y que, cuentan, había sido disciplinado sin miramiento por la superioridad, debido a un comportamiento laboral reivindicativo, con aquel eremítico y fantasmal destino situado a 15 km del resto cercano de la humanidad.

El próximo 11 de enero se cumplirán ya 20 años de la muerte de aquella niña. Acaeció en 1999 en su patria paraguaya de decisión y vocación. Canaria de origen o española de Paraguay, venida al mundo en la norteña Maxorata, algo que no podía recordar del todo pero que no olvidó, vivió casi toda la vida en Asunción, Paraguay, una parte de América que decidió descubrir y conocer por amor y donde finalmente permaneció hasta su fallecimiento «a la tardecita» en la modesta vivienda donde siempre habitó.

«Y crucé el Océano, como Colón, con ese sueño a cuestas. Sueño grande como puede serlo una tierra nueva para una mujer; sueño identificado con el de un mundo de amor inagotable. Ahora bien, aunque este país nuevo figurase en los mapas y tuviese nombre e historia, para mí era ámbito desconocido: existía, pero yo debía descubrirlo«, escribió en lo que podría llamarse un prólogo a la antología de su poesía seleccionada por Ángeles Mateo del Pino titulada Latido y tortura.

Allí se fue convirtiendo, desde su llegada en 1925, en un monumento nacional de la cultura paraguaya a la que dotó de presente ya que no tenía pasado, como confesaba Augusto Roa Bastos. De hecho, se la ha considerado la «estrella más brillante del cielo cultural paraguayo». Y no sólo paraguayo, porque varias veces estuvo nominada a premios de literatura concedidos por los gobiernos españoles.

En 1995 le fue impuesta la Medalla de Oro al Mérito en Bellas Artes por la ex ministra Carmen Alborch y antes de eso, ya había sido candidata a premios como el Príncipe de Asturias de las letras y el Cervantes, junto con Roa Bastos, que lo ganó después, y Elvio Romero.

Para hacernos una idea sucinta de su envergadura luminosa, como el faro de su primera infancia, tenemos que hacer un resumen de su inmensa labor. En Mujeres paraguayas contemporáneas, de Sara Díaz de Espada (Asunción, 1989), se traza un sucinto perfil que, a pesar de la concisión, aporta que destacó como literata en obras de ficción, teatro, cuentos y, sobre todo, poesía, aprovechando el guaraní, lengua cooficial de Paraguay, para un uso digno y literario.

Doctora Honoris Causa por la Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción fue, además, la primera mujer en practicar periodismo local, primera locutora de radio y la única que llegó a ocupar el puesto de jefa de redacción de un periódico en Paraguay.

En 1940 formó parte del grupo renovador de la literatura paraguaya con Herib Campos Cervera, Augusto Roa Bastos y otros, conocida a veces como la generación del 27 en Paraguay. Con Roque Centurión Miranda fundó la Escuela Municipal de Arte Escénico, en la que enseñó durante 25 años. También formó parte del grupo Arte Nuevo en 1954. En 1987 fue distinguida con el premio de Literatura ‘Mottart’ de la afamada Academia Francesa, llamada de los Inmortales.

También fue miembro correspondiente de la Academia de Historia Colombiana, de la Academia Paraguaya de la Historia, y miembro ilustre de la Academia Paraguaya de la Lengua Española. Por si alguien creyera que su biografía está completa, digamos que, con su marido, el ceramista Julián de la Herrería, fallecido por una grave enfermedad en Manises durante la Guerra Civil española, expuso piezas de cerámica (noviembre de 1931) y escribió un curioso libro sobre el encaje paraguayo de origen canario, tinerfeño por más señas, el ñanduti (tela de araña, en guaraní).

¿Cómo es posible que alguien de estatura cultural tan asombrosa, tan colosal como la de los menceyes legendarios de Fuerteventura, sea tan levemente conocida en España?

En América sí es bien conocida. Raúl Rivero la ha mencionado como figura poética eminente a la que ni las dictaduras ni las guerras lograron hacer invisible. En España, es de reconocer que fue un gobierno de Felipe González el que condecoró su trabajo e incluso Carmen Romero tuvo la ocasión, y la aprovechó, de conversar con ella en su casa en Asunción, fecundando de ese modo una visita oficial. Mucho antes, en 1935, el diario ABC dio cuenta en 1935 de su primer libro de versos, El precio de los sueños, calificándola de poetisa excepcional y «tea en la hoguera del amor».

Cabe defender una explicación: su figura, su eticidad muy destacada ante la vida y su polifacética obra no han sido de utilidad política para ninguno de los partidos políticos nacionales, desconcertados tal vez por tres actitudes. Una, su feminismo auténtico, sin maximalismos de género y no de cuota sino de nota. Dos, por su poesía, no preferentemente política ni social sino amorosa y pasional y tres, por su inclinación a ver en la tarea de España en América, sobre todo en Paraguay, mucho más que una «leyenda negra» que insiste falsamente en una inexistente disposición genocida mientras oculta la gran riqueza del mestizaje y la conservación y cultivo de la cultura indígena.

Poco útil para los «mandarines» de la cultura progre oficial y antiespañola e innecesaria para la ceguera culto-sentimental de las derechas oficiales. Por poner un ejemplo, tanto Josefina Pla como Roa Bastos tuvieron presente que las grandes matanzas que asolaron Paraguay no fueron obra de la colonización española, sino, ya entrado el siglo XIX, de las guerras fronterizas con Bolivia y del exterminio planeado por el imperio británico, junto con las oligarquías bonaerense y brasileña, partícipes de la Triple Alianza que dejó a Paraguay sin varones. (II)

Por eso es destacar en este artículo, de entre sus obras mayores y menores, una conferencia que le fue encargada por la Asociación de la Mujer Española, fundada el 22 de noviembre de 1960, por Edith Sironi de Giménez Caballero, esposa del entonces embajador de España en el Paraguay, Ernesto Giménez Caballero, una de las plumas más brillantes del falangismo español. Fue publicada como libro en 1985 por El Liberal como actividad para el V Centenario del Descubrimiento de América de 1992.

30 españolas acompañaron a Colón en su tercer viaje. En el siglo XVI, de los 45.327 viajeros a América registrados en archivos 10.118 son mujeres, la mitad de ellas andaluzas. Mencía Calderón, al frente de 50 mujeres, cruzó 1.600 kilómetros de selva en una expedición de más de seis años. Isabel Barreto, primera y única almirante de la Armada, lideró en 1595 una expedición por el Pacífico en la navegación más larga por ese océano hasta entonces. María Escobar introdujo el trigo en América… «. Todo eso y mucho más se expuso en 2012 en la muestra sobre las mujeres en la Conquista de América del Museo Naval de la Armada española.

Pero casi 30 años antes, Josefina Plá, hacia 1984, escribía y dictaba una famosa conferencia sobre la presencia de las mujeres, españolas, criollas e indígenas en la conquista de la gran zona de Rio de la Plata. Ella fue socia de Mérito de esta asociación que pretendía promover los sentimientos de amistad, cariño y respeto entre los ciudadanos españoles residentes en el Paraguay y los ciudadanos paraguayos así como estimular la relación entre españoles residentes y/o en tránsito por el Paraguay y los descendientes y familiares de los mismos. Es decir, nada que significara sumisión a la «leyenda negra» ni maltrato hacia la propia historia de España en América.

La conferencia versó sobre las mujeres en la conquista de América, con especial atención a los hechos acaecidos en la región de Río de la Playa, y cuidadoso hincapié en las figuras relacionadas con Paraguay. Hoy hay ya algunos libros especializados en la presencia de la mujer en la conquista y colonización española de América, pero en la década de los 80 era bien difícil encontrar textos e investigaciones concretas sobre la existencia y el papel de la mujer en las primeras décadas del descubrimiento, no sólo de las españolas, sino más acentuadamente de las indígenas.

Lo relevante de esta conferencia no son los datos que aporta sobre un grupo de mujeres excepcionales. Lo más admirable es cómo se refiere a ellas, su defensa de la dignidad e igualdad de la mujer y cómo considera la aportación española a la creación de Paraguay. La conferencia puede leerse completa en el Portal Guaraní.

Ya en el prólogo, Patricio Pacheco, apunta: «La forja de la nacionalidad paraguaya debióse a la calidad humana de aquellos jóvenes e impetuosos castellanos y andaluces, que se lanzaron a nuestra región platense, atraídos por erradas noticias de la «sierra de la plata»; luego de grandes penurias y hambres memorables, encontraron en las selvas paraguayas a los cario-guaranís, a quienes duramente sojuzgaron y los convirtieron en sus aliados, luego de asentar la casa-fuerte que posteriormente se convertirá en la ciudad de Asunción». Nada de leyendas blancas ni negras, sino relato cabal de lo ocurrido en el marco temporal en que ocurrió.

Josefina Plá, me parece, consideraba el valor –»la valentía es siempre de admirar», escribe–, que exhibían los españoles en América y, especialmente las mujeres españolas que, a pesar de tenerlo prohibido durante algún tiempo, embarcaban en aquellas «calderas del diablo» que eran la carabelas, decididas a pasarlo tan mal como los hombres y aún peor.

En la bibliografía que utilizó para detectar la presencia y los rasgos distintivos de las mujeres de la Conquista, españolas e indígenas, destacan dos libros. Uno de ellos, el del cura Centenera (Argentina y conquista del río de la Plata, del arcediano don Martín del Barco Centenera, Lisboa, 1602), de quien dice con humor que «siendo hombre de Iglesia, estaba lleno de los preconceptos que hicieron, por siglos, de la mujer, ‘causa de la caída’ y ‘vaso de inmundicia’, no pierde ocasión de vituperarlas. Pero, misógino o no, es él quien más las nombra. Es evidente que nuestros enemigos son nuestros mejores agentes de publicidad».

El otro libro fue el bien afamado de Ricardo Gregorio de Lafuente Machaín, titulado Conquistadores del Río de la Plata, Ayacucho, 1943, que le permitió dar a conocer una lista con los nombres de casi 150 mujeres donde se encontraban las venidas con las Armadas españolas al Río de la Plata durante el siglo XVII. No son todas, pero se comenzaba el camino de liberarlas de las sombras. Curiosamente en una nota a fin de texto, se refiere incluso a Agustina de Aragón, «una brava mujer que durante el sitio de Zaragoza por los franceses en un momento crítico de la lucha al ver caer muerto al encargado de un cañón, ocupó su lugar para seguir disparando».

Teje Plá relatos breves con semblanzas de algunas de aquellas mujeres, con lances amorosos de por medio, como Lucia de Miranda cuya historia, que no leyenda, forjó la primera narrativa paraguaya. También dedica líneas a la Maldonado, bien donada desde luego por superar los sufrimientos que encontró en Argentina, hasta llegar a Paraguay. Y a la famosa y considerada primera feminista, Isabel de Guevara, que escribió una carta sin complejosen defensa de sus derechos como mujer, y destacando el trabajo de las mujeres, a la Princesa Doña Juana, Gobernadora de los reinos de España. O la triste historia de la hermosa doña Elvira de Contreras, y algunas otras.

Se queja una y otra vez por la marginación indecorosa de unas mujeres que sufrían y trabajaban tanto como los hombres. Por eso se lamenta de las páginas que nunca se escribieron sobre las mujeres de la tierra y de las que vinieron, sobre todo en el relato de Ruy Díaz de Guzmán, de origen jerezano, por cierto, «retoño vivo de las dos razas» que «estaba en condiciones de comunicar por igual con unas y otras mujeres»y no lo hizo.

También menciona la increíble expedición de doña Mencía de Calderón y sus 46 mujeres por la selva con destino a Asunción, meta que tardó cinco años y enormes peligros y dificultades, en alcanzar. Digamos que, en su mayoría, eran de buenas familias extremeñas. Una de ellas, por ejemplo, Isabel de Contreras zarpó cuando tenía diez años o menos y se casó en Paraguay con Juan de Garay. De sus vientres, y del de la propia Mencía, nacieron personajes, obispos incluidos, del país.

Josefina Plá da mucho valor al mestizaje español con los indígenas. Por ello cita al ya mencionado arcediano Centenera que cuenta «cómo clamaban algunos –solteros, suponemos– por sus mujeres indias, en los momentos de grave enfermedad o muerte…Y prueba además que si muchos no formaron hogar sacramental con española, fue por falta de éstas…Pero tuvieron hijos con mujeres indígenas, y en abundancia, como sabemos».

Añade además su visión del papel de las indígenas sin nombre, conocidas como «las mujeres de los náufragos» o «la mujer de Ayolas», o «la mujer de Salazar» –que reveló a éste el plan fraguado por sus hermanos de raza para exterminar a los españoles–, y «que eran para el hombre blanco lo mismo que era para el de su casta: servidora total de la misión hogareña tal cual el indígena la entendía. Ni repetiremos que esas mujeres recogieron, hilaron y tejieron el algodón, cuidaron la casa y criaron miles de «mancebos y doncellas de la tierra», primera generación de masivos pobladores de la tierra bajo el nuevo signo».

De esta mezcla de sangres, dice Pla, «surgió la mujer del pueblo paraguayo: desesperanzada y sin embargo invencible en su lucha por la vida; sin amor y sin embargo vertida en el amor sin gestos que es el sacrificio cotidiano: olvidada siempre y siempre, no obstante, recordando su misión.»

Respeto por los hechos, ecuanimidad, ausencia de odio a lo español, amor por la libertad e igualdad de las mujeres, conquistadoras españolas o indígenas guaraníes o cario-guaraníes…Suficiente para ahuyentar el interés de algunos, pero necesario para despertar el nuestro y hacer que Josefina Plá, la niña criada en el islote de Lobos de Fuerteventura y luego paraguaya de decisión, sea más conocida.


(I) Una de las obras de Josefina Pla se titula precisamente Los treinta mil ausentes: elegía a los caídos del Chaco.

(II) Véase el artículo de Augusto Roa Bastos en ABC, 11 de noviembre de 1985, Escritura y liberación en Paraguay

Libertad Digital

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