The Smiling Lombana

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‘Falta una conversación sobre cómo nos permeó el narcotráfico’

La cineasta Daniela Abad Lombana presenta en el documental ‘The Smiling Lombana’.

Por Tatiana Escárraga

Cuando estaba preso en Estados Unidos a la espera de un juicio por narcotráfico, a Tito Lombana lo llamaban ‘The Smiling’. El sonriente. El sonriente Lombana. Un moreno atractivo con cuerpo de gimnasta que sonreía hasta cuando mentía. Cuando pedía favores, cuando se equivocaba, cuando seducía, cuando se le iba enredando cada vez más la vida, cuando se lo tragó la ambición, siempre sonreía. Tito Lombana era un cartagenero estrambótico con un talento excepcional que abandonó la escultura para dedicarse a decorar las casas de los mafiosos de Medellín cuando se desencadenó el torbellino del narcotráfico.

Incluso, se dice que llegó a formar parte de un cartel, aunque en Estados Unidos no consiguieron acusarlo formalmente de tráfico de drogas. Tras una estancia no muy larga en aquel país, regresó a Colombia con la misma sonrisa de siempre. Como si no hubiera pasado nada. Después, prácticamente se borró del mapa.

Ese tipo, tan extravagante como enigmático, era el abuelo materno de Daniela Abad Lombana (Turín, 1986). La cineasta ya había retratado a Héctor Abad Gómez, su abuelo paterno, en el documental ‘Carta a una sombra (memorias de una familia colombiana)’, en el que exploraba la figura de aquel hombre, médico, defensor de derechos humanos asesinado a tiros el 25 de agosto de 1987. Tito Lombana viene a ser el otro lado de la familia de Daniela, el reflejo de una sociedad de extremos. Las dos caras de la misma violencia. Tratando de recomponer ese rompecabezas existencial, la directora radiografía ahora a su otro abuelo en ‘The Smiling Lombana’, una película documental (en cartelera) que habla de los oscuros secretos de familia, de la ambición y de cómo el narcotráfico se instaló en la sociedad colombiana transformándolo todo.

No es solo Tito Lombana el protagonista de esta historia. De alguna manera, Medellín también lo es…

Es una historia muy colombiana, pero también es muy paisa. Aunque crecí en Verona (Italia), Medellín también es mi ciudad. Y creo que muchas familias antioqueñas tienen historias parecidas a la mía, y eso genera un vínculo que también se da con los espectadores colombianos en general.

¿A qué atribuye el que todavía sea difícil hacer autocrítica frente a lo que supuso el narcotráfico?

En Medellín seguimos estando muy asustados, como que todavía tenemos miedo y pensamos que ciertas cosas no se pueden decir porque nos matan. Es una ciudad con temor, más acobardada que otras. Y tal vez más hipócrita.

Está claro que hay una necesidad de dejar el pasado atrás. ¿Pero no haría falta una reflexión más profunda de la sociedad colombiana?

El ejercicio que yo intenté hacer con el documental fue hablar desde el punto de vista colombiano de esos temas, que se han abordado afuera mucho más que aquí. Y eso, evidentemente, se refleja en cierta superficialidad. Aquí se exhibió la serie de Pablo Escobar, con la que realmente se aprende de la historia de Colombia y de ese conflicto en particular, pero pienso que el discurso del narcotráfico se ha enfocado en los grandes nombres, pero no se ha mirado cómo permeó toda la sociedad. Y cómo todavía nos permea. Esa es la conversación que no hemos tenido, que apenas estamos empezando a tener.

De hecho, usted forma parte de una generación de gente joven que está mirando atrás, buscando respuestas a quiénes somos como sociedad, buscando saber qué nos pasó.

En los años noventa, mi mamá nos sacó del país porque era demasiado violento. Aun así, yo venía mucho y tengo recuerdos. Cosas como no poder salir a la calle, la ley zanahoria, las bombas en Medellín. Fue una época muy fuerte. Es que vivir en Colombia es estar todo el tiempo resistiendo.

¿Es un acto de resistencia?

Vivir en Colombia es un acto de resistencia. Yo vivo aquí y me encanta, pero es difícil. Es una sociedad con la que uno no se entiende, con la que choca todo el tiempo. Entonces se trata de preguntarse: ‘¿Qué pasa? ¿De dónde viene esa cultura?’. Y mi conclusión es que, en parte, venimos de una cultura mafiosa y violenta. Ávida de dinero. Ambiciosa. Más que el narcotráfico, yo diría que es un tema de ambición. Y trato de entender de dónde nace esa ambición.

En ese contexto, la película dibuja un personaje de su familia, tal vez con la idea de saldar esas deudas con el pasado. Debió ser muy complicado tomar esa decisión…

Fue supremamente difícil porque mi familia nunca quiso que lo contara. Siempre fue tabú. Obviamente, para ellos es doloroso y vergonzoso, pero justamente lo que quería mostrar es que más que avergonzarse, era mejor hablarlo, discutirlo. De pronto, eso era más enriquecedor. Yo entiendo que lo hayan ocultado, y más en esa época. Pero en este momento me parece que hay que tratar de entender por qué se llegó a eso. Porque para mí, muchas de las razones están en la sociedad misma, en las diferencias sociales tan grandes que muchas veces nos impulsan a hacer este tipo de cosas.

Eso se refleja muy bien en Tito. Él era un hombre de clase baja, obsesionado con ascender socialmente.

Era muy humilde y logró escalar gracias a su talento como artista. Pero creo que la comparación entre clases sociales aquí se hace muy evidente. Pienso que una clase media más amplia y más próspera también hace que la gente no viva con tanta rabia. Me parece que esas diferencias generan violencia y son las que después pueden desatar cierto tipo de comportamiento, una pérdida de los valores esenciales.

Usted se pregunta en qué nos transformamos a partir del narcotráfico y cómo se pervirtieron nuestros sueños y hasta nuestra manera de pensar. ¿En qué punto cree que nos encontramos ahora?

Yo creo que no somos conscientes de que todavía tenemos muchas cosas que vienen de ahí. A mí, lo que más me sorprende es la relación entre la estética y la ética. Me pareció que la estética era tal vez la forma más evidente; algo que parecía tan superficial era muy hondo y reflejaba unos valores que se habían cambiado, una necesidad de demostrar todo el tiempo cuánto dinero teníamos. Y me sorprendió otra cosa: no sucedía solo en las clases altas, sino también en las bajas y medias. En todas partes. Tal vez, un historiador experto me tumbaría la tesis, pero es una hipótesis que nace de observar la manera como somos.

Usted lo llama la estética de la violencia…

Es que la violencia no es solo un acto físico, sino que está en la estética misma. Un carro más grande de lo necesario con los vidrios polarizados me parece supremamente violento. Y no es que tener un carro de esas características lo convierta a uno en una mala persona. Pero sí es violento el hecho de que no puedas ver quién conduce o si te está apuntando con un arma a través de un vidrio. Incluso en las construcciones, en esos edificios inalcanzables que están en una loma y te obligan a tener un carro. Me parece que hay muchas cosas que son violentas a ese nivel, porque la violencia está muy relacionada con el no poder comunicarse con el otro, con la separación.

Y la sociedad fue indiferente hacia ese fenómeno…

Yo no sé si hubo indiferencia, pero sí se normalizaron ciertas cosas. Y no nos damos cuenta de eso. Me impresiona que muchos de nuestros referentes estéticos sean de origen violento. Y también sucedió que dejamos de preguntar. Nos hicimos los locos. Muchas familias colombianas estuvieron ahí metidas directa o indirectamente, pero finalmente se dijeron a sí mismas que no estaban haciendo nada.

Pero en el caso de su familia, al menos se marcó distancia. Casi como una manera de castigar a Tito por lo que había hecho.

Los castigos más grandes que uno puede recibir están ligados a cosas muy básicas, como el amor, el cariño o la relación con la familia. Pero no creo que mi familia se haya distanciado de Tito como un castigo. Aunque en eso se convirtió al final. Realmente, lo que pienso es que sentían temor, más bien pensaban que no era justo, que era peligroso y que no estaban de acuerdo.

Pese a la complejidad de su abuelo, usted también aprovecha para reivindicarlo como escultor, como el autor del célebre monumento a los ‘Zapatos viejos’ en Cartagena y que se atribuyó su hermano.

Los zapatos que están ahora no son los originales, sino los que hizo el hermano de Tito. Ni siquiera se le atribuye a él la autoría original. Por lo menos se hubiera podido dejar claro que era una copia, pero no lo hicieron. Mi familia sí protestó, pero no pasó nada. Hoy en día está escrito a mano y a un lado que la autoría es de Tito, pero no se ve y no es oficial. Me parecía importante contar esto no solo por la escultura, sino porque habla de un país donde los hermanos se traicionan entre ellos.

Claro, la película también aborda la ruptura de los lazos familiares. Aunque ese es un tema universal, ¿no?

No lo había pensado, pero estoy de acuerdo. En ese sentido, la película retrata a una familia que no es muy mostrable. Y eso que yo me considero muy afortunada porque no he sufrido ese tipo de separaciones.

¿Finalmente hubo perdón en su familia? ¿Pudieron sanar las heridas que les causó Tito?

No. Esta película era un ejercicio para intentar eso, pero no creo haberlo logrado. Mi abuela amó mucho a Tito, y en esa misma medida sintió mucha rabia. Creo que fue la mejor época de su vida y también, la peor. Yo no creo que lo haya perdonado, aunque ella diría que sí. Más que un perdón hay como una aceptación. Como que él era así y no hay nada que hacer.

El Tiempo

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