Mala Yerba

Foto: Onelia Gamez Ramos
1.958

Mala Yerba: un traficante en prisión

En los barrotes oxidados y despintados de los centros penitenciarios no sólo se apretujan reos inocentes, homosexuales camuflados en una pinta de machos toscos que en el baño se deschavan y dicen: «Te la chupo rico o pa’ cuando quieras, papi, tienes una pinga hermosa». Chiquillos cogoteadores, bigotones que en la calle cocinaban droga de pura calidad, otros se encargaban de empaquetar y meterlo en los suburbios de la ciudad como si fueran abastecedores de los minimarkets, y tipos que tienen gatillos en lugar de dedos; ahí también se apolillan las historias más locazas e imposibles de creer. «Esas lacras son como unos leones enjaulados y de vez en cuando se les tiene que tirar un hueso envuelto con un poco de carne. Ésa es la única manera de evitar desmadres», refunfuña un celador en alusión a algunos privilegios de los presos. Otro avisa, pone alerta y da la llave que abre la mandíbula más dura. «Con unos céntimos consigues hasta lo imposible. Te puedes enterar de tus enemigos que nunca te han declarado la guerra, quién te robó la billetera o celular en el microbús, con quién sale tu pareja y el día que vas a morir», explica un tipo flaquito de corte militar. Un tercero se ofrece a ser jefe de casting y hace publicidad de a gratis a los pirañitas:

—Busca a Mala Yerba, ése es un hijo de puta. Años atrás hizo cosas inhumanas —sugiere y me extiende un pedazo de papel con un número de nueve dígitos—. No vayas a poner mi nombre nomás; si no me cagas.

La invitación está hecha. Quiere ser mis ojos y oídos en el mundo canero.

—¿Y qué le digo a Mala Yerba? —suplico—. No sé si es tratable o cae mal como una piedra en los güevos.

—Dale por su lado. Infla su ego de mierda —aconseja y levanta la mano en señal de alto a un taxista—. Ni se te ocurra darle plata entrando, porque te va a tomar por sano.

Sube a su taxi y antes de largarse grita: La plata es tu As bajo la manga.

Al otro día, cuando el sol no tiene ganas de brillar, el carcelero manda llamar a Yerba Mala.

—Chacal de pantera —suena en el radio—. Me copias, chacal.

—Afirma, pantera.

—Al interno, Mala Yerba, lo solicitan por mi punto.

—Copiado.

Después de diez minutos. A lo lejos, un hombre alto, jorobado y flaco como una lombriz de tierra, viene bailando por el estrecho pasadizo, de una brazada de ancho y unos quinientos metros de largo; por sus pasos, intuyo que es una salsa dura la canción que retumba en su cabeza, le da la espalda a su pabellón de Máxima Seguridad, la malla metálica lo separa de la zona bautizada como Tierra de Nadie. «Por la puta mare. Soy más famoso que Pedro Navaja y Juanito Alimaña juntos», alardea. Sus ojos rojos al igual que un perro buldog se fijan en mí.

—¿Qué pasó, doctor? —Dice y solicita que los celadores le abran la reja—. No me diga que ha venido a notificarme que me voy pa’ la calle.

—No vas a pasar, cucaracha —amenaza el vigilante irritado por abrir y cerrar la puerta—. ¿Quién es tu abogado?

—Yo lo mandé llamar —tercio, saltando como una pulga en la panza de un perro peruano.

—Uy concha su mare, estoy blindad —vocifera y le da un golpe a otro interno que pasa al pabellón.

Nos dirigimos a un rincón de la sala de abogados. Un cuartucho casi bello, de cuatro por cuatro. La puerta es de madera, de dos hojas, coloreada con un marrón melancólico, un ladrillo impide que el ventarrón cierre la portezuela. La ventana es alargada y ancha, con mallas metálicas. Entra luz en abundancia, por las hendiduras. Pasado el mediodía, el sol encabronado golpea la espalda de los reclusos.

—¿Cómo es? —dice ni bien coloca en la silla las nalgas flaquitas como el de una viejita.

—Tienes que verlo tú mismo —le digo sonriendo y, con la oración de doble sentido, le dejo claro que tengo calle y no me voy a dejar pisar el poncho.

—¿Qué gano yo, bandido? —arremete y mueve los hombros, en señal de tú dirás—. Tú vas a ganar.

—¿Cuánto quieres? —consulto y juego con el lapicero entre mis dedos.

—¿Cuánto me vas a dar, pe? —inquiere y se pone en plan de estrella de Hollywood—? Yo he hecho cosas que ningún ser mortal lo hace. Con eso te dije todo, vago.

—¿Qué me ofreces? —replico optando por la posición de negociador.

Yerba Mala piensa que soy un desinformado en los bajos fondos. O un novato en el mundo canero. «Dame quinientos mangos», solicita. Trato de esbozar una sonrisa de amabilidad y le pincho sus ínfulas de grandeza. Le leo los delitos que cometió, sus entradas y salidas del penal y qué hace adentro para sobrevivir. «Estás informado, bandido», murmura al verse desnudo.

El jefe de la seguridad de todo el penal ingresa, lo toma por el hombro y dice: «Este culirroto no tiene nada qué ofrecer». La risa estalla como un golpe de martillo y revota en toda la sala. Nos volvemos a quedar solos.

—Dame cincuenta manguitos. No seas tacaño, pe—balbucea y voltea a mirar si el celador cruzó el umbral de la puerta—. Yo me guardé Cosas en el Culo.

Mis ojos del tamaño de un botón de terno brillan. Mala Yerba no tiene ni un pelo de imbécil y se percata del brillo que irradia mi rostro. Sabe que piqué el anzuelo y para no dilatar el tiempo, arremete: «Tú dirás, vago». Le hago saber que el hecho de ser drogadicto le quita peso a su historia y no es el más cualificado a contarla.

—Qué no soy drogo —justifica y el enfado se apodera de ese rostro chiquito—. Estoy en el tratamiento de desintoxicación.

—Estás mariguaneado en estos momentos ¿O no? —observo.

—Es un pitito nomás —responde y con su mano se rasca el bigote ralo—. Yo dejo la droga, cuando a mí me da la puta gana ¿Estamos de acuerdo?

Con un leve movimiento de cuello acepto y le ofrezco dar veinte soles, pero con la condición que mantenga a los huecos de su nariz alejada del vicio por dos días. Me estrecha la mano, en modo de pacto finiquitado. Le pongo cláusula a la alianza y así poder disolverlo al mínimo desliz.

—Si llegas a esnifar esa mierda, todo se acaba —amenazo, con un tono enérgico y una dosis de frialdad con la que debo tratar estos casos. Si me cuentas toda la verdad, te doy unas monedas más.

—Te apeligras, vago —dice enseñando los dientes chuecos—. Te veo pasado.

La lengua de la zapatilla Nike va bailando al aire, al no estar atada por los cordones.

Rompí la alianza diabólica a propósito. Fui dos días más tarde de lo acordado. Se disculpa por llegar media hora después del llamado. Estaba lavando su ropa, sus manos arrugadas y blancas son la mejor prueba. “Ya me iba a drogar”, se sincera y saca tres pacos del bolsillo del buzo oscuro como un mago saca un conejo del sombrero. “Pensé que no ibas a venir, vago”.

Mala Yerba no tiene pinta de drogadicto. No tiene los cabellos tiesos de la suciedad como un rasta ni mal olor de no pasar por la ducha. Tiene una cara chiquita, el mentón alargado y unas orejas descomunales, parece un ratón. Es un reo que debe ser mirado por encima del hombro. Es bravo de los bravos, dependiendo de los ojos que se lo mire. Guardaba droga y cosas en el penal. Por mucho tiempo burló los ojos de halcón de los técnicos. Demoraron años en ponerle el guante encima. “Ya estoy en nada. Vivo mi cana tranquilo”, acota, “pero eso no quiere decir que haya sido un angelito”. Tiene sus cositas como cualquier recluso.

Mala Yerba jura y perjura que no es drogadicto. Y quien aleje lo contrario lo ametralla con la mirada. En la cárcel no se vive, se muere día a día. Es un infierno en el mundo terrenal. Esa caldera obliga a Mala Yerba a buscar una salida en el túnel oscuro y lleno de barrotes. Se refugia en la droga, es lo único que lo aleja de esa perra realidad cruda y envolvente. “Es mi terapia”, explica y asegura que en la calle es otro, “me ayuda a que mis años de encierro sean llevaderos”. El polvito blanco es solo para valientes y él se repite una y mil veces hasta convencerse que el controla al vicio, no al contrario.

Él tiene más ingresos al penal que las rayas de la palma de sus manos. Su última mancada es por tráfico de droga. En la calle ingresaba droga a las universidades privadas como quien pasa una tarjeta de crédito en el cajero automático.

—¿Cómo pasabas sin ser descubierto por agentes de seguridad? —consulto—¿Pagabas su tajada a los vigilantes?

Soooo, caballo. Te voy a contar.

Metía el polvito mágico en bolsitas largas de esas que hacen marcianos. Si lo miras bonitos parecen un pene grande. Luego lo cubría con papel de limpiar el culo y otra bolsa encima. Le pasaba saliva para que resbale y empezaba a meterlo por mi culo, con mi dedo lo empujaba hasta que no quede nada afuera. Así, me metía tres bolsitas. Una vez en las instalaciones de la U, iba al baño y con mi dedo intermedio lo dilataba y pujaba como si estuviera cagando. Te ríes, vago. Seguro que ese dedo le metes a la conchita de tu flaca.

¿Qué no me crees? Tú carabina lo dice todo ¿Qué si no me dolía? Cincuenta. Antes me dolía. Unas tres veces más o menos. Mas luego entra sin fondo. Es igual que una chica virgen ¿No te has comido una chica selladita? Un par de veces le duele. Luego te pide más y duro.

Yo no me inicié metiéndome droga al culo. Me metí dos armas. Yo fui militar. En el ejército el trato es inhumano. Los soldados mayores tratan como una bazofia a los recién llegados o perritos. Puta si te cuento todo lo que pasé en el cuartel, me tienes que hacer una película y es otro precio. Una noche un comandante me dijo:

—Perro, necesito que me saques dos armas cortas a la calle.

—¿Cómo lo voy a hacer mi comandante? —inquirí—. Nos revisan. Es imposible.

—Estás desobedeciendo a mis órdenes, perro concha de tu madre —grita enfurecido—. Mete una en el culo, miserable.

—Eso duele, comandante —murmuró mirando al suelo. Está prohibido mirar a los ojos del superior.

—El dolor está en la mente. Tienes esta noche. Si no para la próxima salida. Te los meto yo en el culo, vas a ver.

Y uno caballero tiene que respetar jerarquías. Tenía que hacerlo yo. Si no el comandante lo hacía y de la peor manera. Las armas son como una escuadra, con el papel del baño lo envolví bien hasta que el cañón quedó como una pinga gruesa. Lo metí, me dolió como mierda, en el primer intentó sangré un poquito. Es que a mí me violaron de niño. Ese pasaje de mi vida te lo cuento más adelante. Solo pujaba como comando. No podía gritar, si lo hacía, mi teniente se daba cuenta y me sacaban la repucta a palos. Una vez que entró una metí la otra. Yo pensaba ¿Y si no sale? Me muero. Me dije a mí mismo: «Voy a tragar como mierda. Y así me da ganas de ir al baño y cago las pistolas».

Y así empecé. Una cosita lleva a la otra. Y empecé a meterme droga, me dejaba más monedas para comprarme ropa, zapatillas y celulares. Me encanchinaba, pe.

Puta, eres la cagada, vago. ¿Qué si a raíz de eso me metí de lleno al mundo de los bajos fondos? Me gusta esa palabra. Regala un pedazo de papel y presta tu lapicero para anotar. Suena bonito. Me quiero volver culto como tú comprenderás. Volviendo a la pregunta. No, bandido. Sería fácil echarle la culpa de mis actos a terceros y yo sacaría cuerpo a mis malas decisiones, y te mentiría si te digo que sí. Yo te he dado mi palabra de vago y Mala Yerba cumple.

Crecí en la calle y mi barrunto es violento. Si crees que hablo güevadas, date una vueltita por los pasajes de La Jaula y Las Cinco Puñaladas, con esos nombres nomás maléate, por allí las papas no queman, hierven, güevón. Los delincuentes ranqueados, desde ese entonces. Me daban unas monedas si pasaba armas a una discoteca o a una fiesta. Me compraban chicles, cigarros y galletitas; los ponían en una cajita de cartón y me mandan a vender. Los guachos al verme un chibolo indefenso y con necesidades económicas, me dejaban pasar, sin revisarme. Los fierros iban encaletados debajo de la mercancía. Una vez adentro les pasaba las pistolas ¿Era la cagada o no? Y era hábil. Una vez en el ruedo, aprovechaba para sacar más dinero. Rondaba por los grupitos de borrachos y finito jalaba las cervezas, y los vendía por una luca, dos o tres, como caiga.

¿Qué si los borrachos no me pillaron con las manos en la masa? Haces preguntas sanas, cojudo. Pocas veces, unas dos sin exagerar. Una vez, un borracho me quiso pegar por intentar robarle la chela, en one, recurrí al floro: «Me han enviado a recoger los envases vacíos para evitar que se rompan o se corten». Sin mentirte, la calle me dio una labia maldita. La última vez, se armó una broncaza por mi culpa. Un tipo faltoso me dio un lapo y mis amigos del barrio se percataron, y en una le pusieron el parche. Se tiraron botellas, se cortaron la cara y la cabeza. Fue una mierda.

Iba creciendo y a mi viejo no le gustaban las güevadas. Me entregó al ejército, pensó que ahí me iban arreglar. Y ya ves, cómo es la gente de ingenua. Seguro has escuchado esa pendejada: «En el cuartel te van a enderezar». Como lo diría el gran Rubén Blades: «Si naciste pa’ martillo del cielo te caen clavos». Y mi destino era ser malandro. Al contrario, los cachacos me enseñaron a ser insensible al dolor y eso me ayudó para meterme de lleno a los bajos fondos. Cuando los tombos me capturaban, me daban unas palizas, yo aguantaba mi goma nomás, pero no delataba a mi batería. No era soplón y eso es una carta de presentación para cualquier banda.

Mis ingresos al bote, ya lo sabes. Acá me guardaba celulares, cargadores, chips y droga. Si piensas que estoy mintiendo averigua con los tíos del Inpe, personal del Instituto Nacional Penitenciario.

Una requisa del Inpe me permitió mostrar mi habilidad de guardar cosas. Compartía celda con el líder de una banda, ya es finadito. Los vagos gritaron: «¡La Raqueta! ¡La Raqueta!». Todos se desesperaron por guardar los celulares. Yo le digo: «Pasa, yo lo encaleto y ni esa mierda de detector metálico lo descubre». Pedí papel y una bolsa. Me fui al baño y lo metí en mi culo. No lo hice delante de ellos. Tú sabes, no faltan los sapos y que de one me podían echar al agua por salvarse del hueco. Pasó la raqueta, fui de nuevo al baño y saqué el celular, y le entregué al vago. Él me pagó y me invitó un poco de droga; sin embargo, aún no confiaba en mí. Acá uno tiene que ser desconfiado, si no en una te dan piso.

Pasarían dos raquetas más. Una vez drogándonos, me preguntó:

—¿Dónde guardas las cosas?

—En mi culo —escupí sin asco—. Pero no lo vayas hacer lagartija, y me joden los técnicos.

—Hablas, güevadas, Mala Yerba —dijo con un tono de incredulidad—. Me estás cochineando.

—Firme. Me guardo cositas en el culo.

—Mira, concha de tu madre, si me estás loqueando, mis cachacos te dan una violada —amenazó.

—Yara, causa. Te apeligras —repuse—. Bájale de güevos. Yo te voy a demostrar. Y si lo hago repartes medio kilo de droga a los mariguanos. ¿Está bien o no?

Yo sabía que iba a ganar. Por eso pedí que reparta droga y así me ganaba el cariño de los drogos. Me dieron una colonia larguita, envolví con papel y bolsa, y lo clavé. Con mi dedo volví a dilatar mi ano y salió el frasco sin un rasguñito. «A la mierda. Ese culo está más roto que la concha de una burra», gritaron a unísono. «Quiero que guardes mi droga y celulares», dice el líder y con el dedo índice indica que repartan la droga, «ni se les ocurra ir de soplones con los Inpes. Si lo hacen, los pico».

Una vez, un celular se dio vuelta en mi estómago, se veía un bolo a la altura de mi costilla. El dueño del celular era un sicario abusivo, golpeaba a la gente y cobraba cupo a los recién llegados. Por pendejo lo mataron como perro. Pasó la raqueta y no quería salir su guaco. Pensó que yo le quería cerrar con su móvil. Me amenazó de muerte. No me achoré porque estaba en su pabellón y con su gente. Era muerte segura, y yo sé cuándo sacar la guaracha o armar chongo. Fui al baño y con un pedazo de alambre me corté los brazos y sangrando fui al técnico. Me llevaron al tópico. Ahí les dije que si me volvían a mi celda me iban a matar y les pedí que me aíslen, y así fue. Cada que iba al baño revisaba si sale pedazos del fono. Me dolía como mierda cada que salía un pedazo de caca. Dos días después empecé a cagarlo a pedazos. La batería salió arrugada y algunas piezas enteras. Metí mi mano en una bolsa y agarré las piezas, y lo envolví en un pedazo de periódico, le puse colonia para el olor y con un chibolo lo mandé. Me cobró cinco mangos por el mandado. El vago al abrir el paquete se dio cuenta que era derecho. No me iba a paltear por una cojudez. Me mandó un recado: «Eres un pendejo, Mala Yerba. Vuelve al pabellón. No hay bronca». Yo no iba a regalarme.

Al pabellón que iba guardaba droga y celulares, así me ganaba el respeto de los líderes. Al momento de la raqueta, los técnicos me rebuscaban todo el cuerpo y no hallaban nada. Saltaba, me echaba, me paraba, me revolcaba y nada caía. Así operé durante años. Yo era mosca. La droga lo encaletaba primero, por si me descubrían, sacaba celular nomás y el polvito mágico lo consumía en el hueco.

¿Cómo se come eso? Que si el Imperio Romano cayó, mi red de telaraña no podía ser la excepción. Ando al grano. No me metas labia cara. Soy malandro, no profesional. Así que hazla simple ¿Que cómo me descubrieron? Ya ves lo fácil que es y nos entendemos de hermoso. Hubo soplo, pe, bandido. Eso es obvio ¿No? No se necesita ser chamán o adivino ¿O sí? En una raqueta llegaron directamente a mí, me quitaron toda la ropa, me echaron agua fría a la cara y me apalearon peor que una serpiente. Ellos buscaban que pujara para que salgan las cosas. «Ahí sale un bulto», gritó en su momento un Inpe. Al verme pillado, les dije que les colaboraba y saqué los cinco celulares, diez chips y tres cargadores. Así no perdía la droga y la consumía en el castigo.

¿Sabes una cosa? Me arrepiento de haber guardado cositas. Los Inpes me tienen fichado, en cada raqueta me muelen a palos, patadas, me echan agua y me calatean en la madrugada, y me cago de frío. Yo ya estoy en nada, pero es difícil creer en la palabra de un piraña, pe. Tengo dolores insoportables de riñones y estoy seguro que es por meterme cosas al culo. Es que cuando guardaba cosas, no comía nada para no ir al baño, solo bebía agua y droga, por tres días. El polvito mágico me ponía zombi y lo sacaba arrancado al hambre.

Te cuento algo más.

Yo era el Dios del hueco. Todos los castigados gritaban mi nombre. Me pedían un poco de droga para que se pusieran duros. Muchos le tienen un miedo al castigo. Yo lo amaba, aunque te parezca mentira y te rías. Quizás pienses que me gusta el golpe. Yo lo veía como una terapia, reflexionaba sobre mi vida, miraba calatas del periódico o les daba un poco de comida a las ratas, entre ratas no nos vamos a odiar, pe. Ahí me engordaba. Llevaba un balde de pintura llenito de paila, comida de presos; el arroz flotaba en el guiso, los pellejitos, pescuezos, patitas, hígados y menestra me quedaba chicote. Una vez que pasan los efectos de la droga, te da un hambre asesina. Eres capaz de llevar a la boca lo que encuentras.

Busca a un llavero, él te puede contar como meten la droga.

Ojo, bandido, me guardo cosas en el culo, pero no me gusta la pinga, no soy cabro.

Posdata

Mala Yerba fue violado a los siete años. Su padre en lugar de apoyarlo le dio una paliza y lo tildó de mariconcito. Dos drogadictos lo pepearon y lo desfloraron. Él no sintió el dolor, es más ni recuerda. Se despertó con un dolor en el ano y el calzoncillo manchado de sangre. Los violadores fueron ultimados a balazos, cuando él tenía doce años. Jura que todo lo que se hace se paga. Todos los reos odian a los violadores, pero Mala Yerba más, los golpea o los obliga a vestirse de mujer y que bailen para los presos.

Revista Desocupado

También podría gustarte