Homenaje a Alfredo Molano, el colombiano que contó la violencia recorriendo «el otro país»

1.937

Limpios y comunes

Este es un fragmento del segundo capítulo del libro ‘Trochas y fusiles’ (1994) de Alfredo Molano. Agradecemos a la editorial Penguin Random House la posibilidad de publicarlo en este especial.

Los Marín

La violencia no le dio tregua ni a él [Manuel Marulanda] ni a ninguno de nosotros. Se echó a oír de muertos en la zona. Que en la vereda tal amanecieron unos apuñalados, que mataron a fulano en tal sitio, a mengano en tal otro, que incendiaron no sé qué casa. Hasta que los muertos llegaron a El Dovio. Un domingo como a eso de las once de la mañana, cuando la plaza de mercado hervía, se oyeron vivas al partido liberal y en seguida, como si se hubieran puesto de acuerdo, vivas al partido conservador. Vivas a Gaitán y vivas a Laureano, vivas a López y vivas a Mariano, un contrapunteo peligroso, más peligroso aún por el calor que estaba haciendo aquel día. Sin saber cómo, comenzaron a volear panela los que tenían panela, botellas los que vendían cerveza, yuca y plátano los que negociaban con bastimento. Una batalla campal. Al final de la fiesta quedaron cuatro muertos y doce heridos, todos a cuchillo. Al día siguiente comenzaron los rumores de que Lamparilla y Pájaro Azul iban a tomarse el pueblo. Pedro [Marulanda] se fue saliendo porque su idea era hacer moneda y porque además habían matado a su tío José.

Salió con muchos liberales que también huían de la policía y de los pájaros. El Águila, municipio del Valle, se convirtió en el terror porque de allí salían los pájaros más acérrimos, más sectarios y más asesinos. Se sabía que los pájaros eran conservadores, pero no sabíamos que eran pagados por el gobierno, aunque todo el mundo lo sospechaba. De El Dovio salió para Betania, trabajando todavía con la idea de montar un negocio. Allí llegó mucha gente, porque todos tenían la misma ilusión y, claro está, llegaban a la misma parte.

En Betania corrían muchas especies: que los godos, que la policía, que los muertos de tal parte, que los de tal otra, que por aquí, que por allí. En fin, el mismo disco con la misma sangre. Pedro, seguro, decidió quedarse en Betania. Tal vez porque vio que todo andaba igual o por eso que siempre le pasa a uno: que piensa que porque uno está trabajando honradamente —como le han enseñado—, a uno no le pueden hacer nada, ni nadie lo puede atropellar, ni nadie lo puede asesinar. Nosotros recibimos esa educación sana, en el trabajo, y pues uno no desconfiaba de nadie y menos de las autoridades, del señor alcalde, del señor agente. No, eso era imposible.

Al poco tiempo el anuncio se hizo verdad. Llegó Lamparilla con Pájaro Azul a Betania, acompañado de varios tipos mal encarados y bien armados. Venían borrachos, con las bandoleras llenas de parque, montados en buenas bestias. Echaban tiros y vivas al partido conservador y a Laureano. Serían veinte o treinta. La gente comenzó a preguntarse por la policía y llamaron al gobernador para ponerle de presente lo que pasaba. El gobernador mandó arrestar a Lamparilla y a Pájaro Azul, pero dos horas después el alcalde de El Dovio los hizo soltar y los tipos siguieron la juerga. A la salida se trastiaron a los seis policías que había en la cárcel y con ellos se tomaron El Dovio.

Después llegaron a Betania y luego a El Dovio trescientos jinetes armados que asesinaron más de cien personas. Nunca se sabía cuántos liberales caían. Quemaron y saquearon todo el comercio. Policía no había en ninguno de los dos pueblos porque estaban de a caballo obedeciendo órdenes de Lamparilla. A los pocos días cayeron también sobre La Tulia y El Naranjal. Los muertos se iban sumando y los nombres de los bandidos también. Lamparilla, que había sido liberal y se volvió el peor enemigo nuestro, fue el primero que se oyó mentar; después fueron Pájaro Azul y el Vampiro, luego Pájaro Verde y el Veinticinco, el Sesenta y Nueve, el Treinta y Dos. Cada cual tenía su placa, como los carros, y en ella escritos su especialidad y el número de finados que cargaba en los dedos.

De Betania salió Pedro huyendo también, con una procesión larguísima. Los caminos entre La Primavera y Roldanillo, entre El Dovio y Roldanillo, entre El Naranjal y La Primavera, se llenaron de perseguidos. Gente con sus cuatro chinos y sus dos gallinas; otros escoteros, porque no habían tenido tiempo de sacar ni a la mujer. A Roldanillo llegó todo ese mundo de familias empujadas por el miedo. Lo que a la gente le dolía era que las autoridades tenían las manos untadas con esa sangre que se comenzaba a regar.

En Roldanillo los esperaba la gran sorpresa. Miles de familias durmiendo en la plaza, en los corredores, en el atrio de la iglesia. Cocinando en cualquier fogón, guareciéndose con cualquier hule. Todos pidiendo al gobierno una solución, una intervención en contra de los bandidos. La gente necesitaba volver a sus fincas porque muchos habían dejado sus hijos y su mujer, sus maridos, y las cosechas y los animales, y finalmente la tierra. Todo abandonado a la buena de Dios, o de los conservadores, que a veces parecía lo mismo de tanto poder que tenían. Todo mundo quería volver. El alcalde de Roldanillo citó a una reunión y dijo que el que quisiera volver podía volver siempre y cuando firmara un certificado en el que renunciaba —como Lamparilla— a su cuna liberal y se comprometía a votar por el partido conservador. Era una verdadera cédula, un salvoconducto: quien no lo tuviera era liberal, y a los liberales se les quebraba sin preguntarles quiénes eran. El papelito resultaba requisito para volver por la familia y sin tenerlo en el bolsillo no se podía trabajar la tierra. Era todo: título de propiedad, recomendación, seguro de vida. Muchos, pero muchos, tuvieron que firmar, o mejor, poner su huella.

Marulanda comentó después que desde ese día dejó de creer en la policía y en las autoridades. Lamparilla dejó de ser un bandido para convertirse en un funcionario público. Así comenzaba uno a enterarse de que algo grave estaba pasando, algo que nunca había pasado antes. La cosa era oficial, no eran especies que corrieran. El rompecabezas comenzó a armarse, y la gente también.

*

Un domingo, como a las nueve de la mañana, después de una noche en que llovió hasta el mundo de enfrente, se presentaron unos campesinos sin resuello. Temblaban de arriba abajo, venían engarzados y no podían hablar sino por señas. Señalaban para el lado de Tuluá. Cuando se calmaron nos contaron que había habido una masacre en el puente de San Rafael, sobre el río Tuluá, en la bodega de los Arias; que los muertos eran más de veinte y que seguían matando al que llegara, porque lo que habían instalado los señores conservadores era un matadero de liberales. Los Arias eran unos comerciantes liberales muy poderosos que tenían unas bodegas al lado del puente y que compraban todas las cosechas de ese sector: café, plátano, yuca, maíz, frijol, panela. Ellos eran los grandes compradores y vendían al fiado todo lo que los campesinos necesitaban. Eran tan fuertes que competían con los comerciantes de Ceilán. El punto era llegadero de personal de toda esa región. Los domingos se reunían ahí los quinientos, los mil campesinos.

Los pájaros —y ya a esas alturas se contaba entre ellos a la policía, a los guardias de rentas, a los soldados del batallón, a los detectives, al personal de la alcaldía, al alcalde y a todos los conservadores, buenos y malos— habían llegado hacia las tres de la madrugada. Se puestearon en el puente, en las bodegas y en los caminos que ahí se encontraban. A las cinco, cuando comenzaron a llegar los campesinos, los fueron reuniendo frente a la bodega. A las siete ya había más de veinte. Los asesinaron a bala y machete. Comenzaron por los señores Arias. Primero los mataban y luego les cortaban la lengua, o las güevas, un dedo o una oreja. Los asesinos hicieron un cerro con marcas personales para poder cobrar, porque todos esos trabajos eran pagos.

De Ceilán se mandó una comisión a investigar. Ahí iba Marulanda. No pudieron llegar porque hacia arriba subían los godos «mermando la diferencia», como ellos mismos decían. En realidad, en esos sectores no necesitan preguntar quién era liberal; podían disparar a lo que se moviera. En el puente, hacia las once, hicieron otra matazón de todo el personal que llegaba a remesar. Eran tandas como en los mataderos de los pueblos grandes, que no matan al mismo tiempo para que la carne salga siempre fresca. El río Tuluá duró varios días corriendo rojo y desde Ceilán vimos los chulos revolotear una semana entera. Los perros, todos, cogieron camino para el puente de San Rafael. Por eso los godos se pudieron meter a Ceilán. No había quién les ladrara.

Las noticias que la comisión trajo nos pusieron a temblar y a llorar por adelantado. El terror subía en masa por esos caminos. Redoblamos la organización y las comisiones de vigilancia. En vez de cincuenta, nos contamos quinientos. Todos decididos a pelear. Las noches pasaban en vela y en el día no había ni ruidos. Todos esperando, mirando por entre las rendijas de la plaza o del potrero a ver por dónde llegaba la pajaramenta. Pasaba el tiempo y esos malparidos no se hacían presentes.

Una mañana apareció una avioneta botando hojas volantes. El gobierno anunciaba que iba a arreglar el problema, que había ordenado una investigación sobre lo ocurrido en el puente de San Rafael, que las fuerzas armadas y la policía mantenían el control del orden público y que se confiaba en nuestra comprensión y apoyo. La gente, desconfiada al principio, terminó por creerle al gobierno. Tenía miedo. Era muy débil y siempre había respetado la autoridad. Salió de las trincheras, se acomodó de nuevo en sus casas, bajó la guardia y se acostó a dormir sobre la palabra del gobierno. Muchos bajaron al puente de San Rafael: los perros seguían peleando con los gallinazos.

Cuando todo había vuelto a calmarse, una tarde se desató semejante aguacero de bala. De las esquinas del pueblo, del atrio y de la torre, del techo de la alcaldía, de todos lados salía plomo, y siguió saliendo toda la noche. Los vecinos corrían de un lado para el otro, la guardia cívica hizo ochenta disparos, contados, porque era el parque que había. La gente salió corriendo para afuera, a esconderse en el monte. Salían mujeres, unas con zapatos, otras sin zapatos, unas con niños y otras con marido. Mejor dicho, hasta los tullidos corrían. A las dos de la mañana el pueblo era una sola llama, desde la plaza hasta el cementerio. A las cinco llegaron seis camiones y cargaron con todo lo que servía.

Marulanda salió también para el monte y se estuvo por allá guarecido un tiempo. Decía que si a él lo cogían los godos, calculadamente lo salían matando. Pero nunca a nadie le quiso decir qué era lo que había hecho esa noche. Él en eso era muy delicado.

Pasó un buen tiempo en que nadie volvió a saber de Pedro [Marulanda]. Sabíamos que no lo habían matado porque el tío Manuel se veía contento y confiado. Después supimos que él lo alimentaba y le llevaba orientación. Ya en esas Marulanda había hecho promesa de levantarse en armas porque, según el tío, la dirección liberal preparaba, con ayuda de varios generales, un golpe de Estado para no dejar posesionar a Laureano Gómez. Él confió en ese cuento. El golpe, tal como estaba planeado, sí lo dieron, pero al final del gobierno y no al comienzo. Nos hubieran ahorrado mucha sangre.

Más dudas que certezas

Por Alfredo Molano Jimeno*

La gente suele pensar que ser hijo de Alfredo Molano obliga a ser un experto en su obra, que lo lógico es que uno sepa la historia detrás de cada párrafo y la razón de cada punto y coma. En alguna ocasión, atafagado por las preguntas de los curiosos, me prometí que mientras él viviera dedicaría mi tiempo y energía a mirarlo, a acompañarlo, a gozármelo. Apenas he leído cinco o seis de sus veintisiete libros. Entre otras porque veía su impaciencia cuando algún insaciable lector hurgaba sobre pasajes de sus escritos, o cuando lanzaban interpretaciones descabelladas. En más de una ocasión, ante el impulso de leerlo para preguntarle sobre cómo había sido tal o cual pasaje, construí el mantra/calmante de que lo que me correspondía en ese momento era disfrutar su vida, preguntarle de historia, de geografía, por un árbol o algún olor, porque para leerlo tendría el resto de mi vida. Y como el destino es chambón, como él mismo diría, hoy siento el impulso doloroso de querer preguntarle cómo fue que escribió la historia de Marulanda, si fue solo a partir de sus relatos, de los de varias personas, o en qué época le contó su historia. Preguntas, tantas preguntas que quisiera hacerle y que tendré que responderme en adelante intuyendo sus pasos.

*Alfredo es historiador y periodista político del diario El Espectador

Los Marín

La violencia no le dio tregua ni a él [Manuel Marulanda] ni a ninguno de nosotros. Se echó a oír de muertos en la zona. Que en la vereda tal amanecieron unos apuñalados, que mataron a fulano en tal sitio, a mengano en tal otro, que incendiaron no sé qué casa. Hasta que los muertos llegaron a El Dovio. Un domingo como a eso de las once de la mañana, cuando la plaza de mercado hervía, se oyeron vivas al partido liberal y en seguida, como si se hubieran puesto de acuerdo, vivas al partido conservador. Vivas a Gaitán y vivas a Laureano, vivas a López y vivas a Mariano, un contrapunteo peligroso, más peligroso aún por el calor que estaba haciendo aquel día. Sin saber cómo, comenzaron a volear panela los que tenían panela, botellas los que vendían cerveza, yuca y plátano los que negociaban con bastimento. Una batalla campal. Al final de la fiesta quedaron cuatro muertos y doce heridos, todos a cuchillo. Al día siguiente comenzaron los rumores de que Lamparilla y Pájaro Azul iban a tomarse el pueblo. Pedro [Marulanda] se fue saliendo porque su idea era hacer moneda y porque además habían matado a su tío José.

Salió con muchos liberales que también huían de la policía y de los pájaros. El Águila, municipio del Valle, se convirtió en el terror porque de allí salían los pájaros más acérrimos, más sectarios y más asesinos. Se sabía que los pájaros eran conservadores, pero no sabíamos que eran pagados por el gobierno, aunque todo el mundo lo sospechaba. De El Dovio salió para Betania, trabajando todavía con la idea de montar un negocio. Allí llegó mucha gente, porque todos tenían la misma ilusión y, claro está, llegaban a la misma parte.

En Betania corrían muchas especies: que los godos, que la policía, que los muertos de tal parte, que los de tal otra, que por aquí, que por allí. En fin, el mismo disco con la misma sangre. Pedro, seguro, decidió quedarse en Betania. Tal vez porque vio que todo andaba igual o por eso que siempre le pasa a uno: que piensa que porque uno está trabajando honradamente —como le han enseñado—, a uno no le pueden hacer nada, ni nadie lo puede atropellar, ni nadie lo puede asesinar. Nosotros recibimos esa educación sana, en el trabajo, y pues uno no desconfiaba de nadie y menos de las autoridades, del señor alcalde, del señor agente. No, eso era imposible.

Al poco tiempo el anuncio se hizo verdad. Llegó Lamparilla con Pájaro Azul a Betania, acompañado de varios tipos mal encarados y bien armados. Venían borrachos, con las bandoleras llenas de parque, montados en buenas bestias. Echaban tiros y vivas al partido conservador y a Laureano. Serían veinte o treinta. La gente comenzó a preguntarse por la policía y llamaron al gobernador para ponerle de presente lo que pasaba. El gobernador mandó arrestar a Lamparilla y a Pájaro Azul, pero dos horas después el alcalde de El Dovio los hizo soltar y los tipos siguieron la juerga. A la salida se trastiaron a los seis policías que había en la cárcel y con ellos se tomaron El Dovio.

Después llegaron a Betania y luego a El Dovio trescientos jinetes armados que asesinaron más de cien personas. Nunca se sabía cuántos liberales caían. Quemaron y saquearon todo el comercio. Policía no había en ninguno de los dos pueblos porque estaban de a caballo obedeciendo órdenes de Lamparilla. A los pocos días cayeron también sobre La Tulia y El Naranjal. Los muertos se iban sumando y los nombres de los bandidos también. Lamparilla, que había sido liberal y se volvió el peor enemigo nuestro, fue el primero que se oyó mentar; después fueron Pájaro Azul y el Vampiro, luego Pájaro Verde y el Veinticinco, el Sesenta y Nueve, el Treinta y Dos. Cada cual tenía su placa, como los carros, y en ella escritos su especialidad y el número de finados que cargaba en los dedos.

De Betania salió Pedro huyendo también, con una procesión larguísima. Los caminos entre La Primavera y Roldanillo, entre El Dovio y Roldanillo, entre El Naranjal y La Primavera, se llenaron de perseguidos. Gente con sus cuatro chinos y sus dos gallinas; otros escoteros, porque no habían tenido tiempo de sacar ni a la mujer. A Roldanillo llegó todo ese mundo de familias empujadas por el miedo. Lo que a la gente le dolía era que las autoridades tenían las manos untadas con esa sangre que se comenzaba a regar.

En Roldanillo los esperaba la gran sorpresa. Miles de familias durmiendo en la plaza, en los corredores, en el atrio de la iglesia. Cocinando en cualquier fogón, guareciéndose con cualquier hule. Todos pidiendo al gobierno una solución, una intervención en contra de los bandidos. La gente necesitaba volver a sus fincas porque muchos habían dejado sus hijos y su mujer, sus maridos, y las cosechas y los animales, y finalmente la tierra. Todo abandonado a la buena de Dios, o de los conservadores, que a veces parecía lo mismo de tanto poder que tenían. Todo mundo quería volver. El alcalde de Roldanillo citó a una reunión y dijo que el que quisiera volver podía volver siempre y cuando firmara un certificado en el que renunciaba —como Lamparilla— a su cuna liberal y se comprometía a votar por el partido conservador. Era una verdadera cédula, un salvoconducto: quien no lo tuviera era liberal, y a los liberales se les quebraba sin preguntarles quiénes eran. El papelito resultaba requisito para volver por la familia y sin tenerlo en el bolsillo no se podía trabajar la tierra. Era todo: título de propiedad, recomendación, seguro de vida. Muchos, pero muchos, tuvieron que firmar, o mejor, poner su huella.

Marulanda comentó después que desde ese día dejó de creer en la policía y en las autoridades. Lamparilla dejó de ser un bandido para convertirse en un funcionario público. Así comenzaba uno a enterarse de que algo grave estaba pasando, algo que nunca había pasado antes. La cosa era oficial, no eran especies que corrieran. El rompecabezas comenzó a armarse, y la gente también.

*

Un domingo, como a las nueve de la mañana, después de una noche en que llovió hasta el mundo de enfrente, se presentaron unos campesinos sin resuello. Temblaban de arriba abajo, venían engarzados y no podían hablar sino por señas. Señalaban para el lado de Tuluá. Cuando se calmaron nos contaron que había habido una masacre en el puente de San Rafael, sobre el río Tuluá, en la bodega de los Arias; que los muertos eran más de veinte y que seguían matando al que llegara, porque lo que habían instalado los señores conservadores era un matadero de liberales. Los Arias eran unos comerciantes liberales muy poderosos que tenían unas bodegas al lado del puente y que compraban todas las cosechas de ese sector: café, plátano, yuca, maíz, frijol, panela. Ellos eran los grandes compradores y vendían al fiado todo lo que los campesinos necesitaban. Eran tan fuertes que competían con los comerciantes de Ceilán. El punto era llegadero de personal de toda esa región. Los domingos se reunían ahí los quinientos, los mil campesinos.

Los pájaros —y ya a esas alturas se contaba entre ellos a la policía, a los guardias de rentas, a los soldados del batallón, a los detectives, al personal de la alcaldía, al alcalde y a todos los conservadores, buenos y malos— habían llegado hacia las tres de la madrugada. Se puestearon en el puente, en las bodegas y en los caminos que ahí se encontraban. A las cinco, cuando comenzaron a llegar los campesinos, los fueron reuniendo frente a la bodega. A las siete ya había más de veinte. Los asesinaron a bala y machete. Comenzaron por los señores Arias. Primero los mataban y luego les cortaban la lengua, o las güevas, un dedo o una oreja. Los asesinos hicieron un cerro con marcas personales para poder cobrar, porque todos esos trabajos eran pagos.

De Ceilán se mandó una comisión a investigar. Ahí iba Marulanda. No pudieron llegar porque hacia arriba subían los godos «mermando la diferencia», como ellos mismos decían. En realidad, en esos sectores no necesitan preguntar quién era liberal; podían disparar a lo que se moviera. En el puente, hacia las once, hicieron otra matazón de todo el personal que llegaba a remesar. Eran tandas como en los mataderos de los pueblos grandes, que no matan al mismo tiempo para que la carne salga siempre fresca. El río Tuluá duró varios días corriendo rojo y desde Ceilán vimos los chulos revolotear una semana entera. Los perros, todos, cogieron camino para el puente de San Rafael. Por eso los godos se pudieron meter a Ceilán. No había quién les ladrara.

Las noticias que la comisión trajo nos pusieron a temblar y a llorar por adelantado. El terror subía en masa por esos caminos. Redoblamos la organización y las comisiones de vigilancia. En vez de cincuenta, nos contamos quinientos. Todos decididos a pelear. Las noches pasaban en vela y en el día no había ni ruidos. Todos esperando, mirando por entre las rendijas de la plaza o del potrero a ver por dónde llegaba la pajaramenta. Pasaba el tiempo y esos malparidos no se hacían presentes.

Una mañana apareció una avioneta botando hojas volantes. El gobierno anunciaba que iba a arreglar el problema, que había ordenado una investigación sobre lo ocurrido en el puente de San Rafael, que las fuerzas armadas y la policía mantenían el control del orden público y que se confiaba en nuestra comprensión y apoyo. La gente, desconfiada al principio, terminó por creerle al gobierno. Tenía miedo. Era muy débil y siempre había respetado la autoridad. Salió de las trincheras, se acomodó de nuevo en sus casas, bajó la guardia y se acostó a dormir sobre la palabra del gobierno. Muchos bajaron al puente de San Rafael: los perros seguían peleando con los gallinazos.

Cuando todo había vuelto a calmarse, una tarde se desató semejante aguacero de bala. De las esquinas del pueblo, del atrio y de la torre, del techo de la alcaldía, de todos lados salía plomo, y siguió saliendo toda la noche. Los vecinos corrían de un lado para el otro, la guardia cívica hizo ochenta disparos, contados, porque era el parque que había. La gente salió corriendo para afuera, a esconderse en el monte. Salían mujeres, unas con zapatos, otras sin zapatos, unas con niños y otras con marido. Mejor dicho, hasta los tullidos corrían. A las dos de la mañana el pueblo era una sola llama, desde la plaza hasta el cementerio. A las cinco llegaron seis camiones y cargaron con todo lo que servía.

Marulanda salió también para el monte y se estuvo por allá guarecido un tiempo. Decía que si a él lo cogían los godos, calculadamente lo salían matando. Pero nunca a nadie le quiso decir qué era lo que había hecho esa noche. Él en eso era muy delicado.

Pasó un buen tiempo en que nadie volvió a saber de Pedro [Marulanda]. Sabíamos que no lo habían matado porque el tío Manuel se veía contento y confiado. Después supimos que él lo alimentaba y le llevaba orientación. Ya en esas Marulanda había hecho promesa de levantarse en armas porque, según el tío, la dirección liberal preparaba, con ayuda de varios generales, un golpe de Estado para no dejar posesionar a Laureano Gómez. Él confió en ese cuento. El golpe, tal como estaba planeado, sí lo dieron, pero al final del gobierno y no al comienzo. Nos hubieran ahorrado mucha sangre.

Más dudas que certezas

Por Alfredo Molano Jimeno*

La gente suele pensar que ser hijo de Alfredo Molano obliga a ser un experto en su obra, que lo lógico es que uno sepa la historia detrás de cada párrafo y la razón de cada punto y coma. En alguna ocasión, atafagado por las preguntas de los curiosos, me prometí que mientras él viviera dedicaría mi tiempo y energía a mirarlo, a acompañarlo, a gozármelo. Apenas he leído cinco o seis de sus veintisiete libros. Entre otras porque veía su impaciencia cuando algún insaciable lector hurgaba sobre pasajes de sus escritos, o cuando lanzaban interpretaciones descabelladas. En más de una ocasión, ante el impulso de leerlo para preguntarle sobre cómo había sido tal o cual pasaje, construí el mantra/calmante de que lo que me correspondía en ese momento era disfrutar su vida, preguntarle de historia, de geografía, por un árbol o algún olor, porque para leerlo tendría el resto de mi vida. Y como el destino es chambón, como él mismo diría, hoy siento el impulso doloroso de querer preguntarle cómo fue que escribió la historia de Marulanda, si fue solo a partir de sus relatos, de los de varias personas, o en qué época le contó su historia. Preguntas, tantas preguntas que quisiera hacerle y que tendré que responderme en adelante intuyendo sus pasos.

*Alfredo es historiador y periodista político del diario El Espectador

Revista Arcadia


Explicar el conflicto para terminarlo

Las grandes historias de Alfredo Molano no fueron los relatos citadinos que atrajeron a sus colegas de la academia, ni el destino de los líderes más poderosos. Lo único que le interesó fueron las vidas de la gente del común.

Por Rodrigo Pardo

El aporte de Alfredo Molano Bravo a Colombia fue muy valioso: le ayudó a conocerse a sí misma. El país violento de la segunda parte del siglo XX, el del comienzo del XXI, la mentalidad de los colombianos y las características del país rural –tan desconocido en su contraparte urbana– han desfilado por las aulas universitarias y por las principales bibliotecas de la mano de sus escritos. En la obra de Molano, que es extensa, pueden reconocerse tres autores –el historiador, el sociólogo y el periodista–, que se complementan y forman parte de una visión integral que reúne todos los campos en los que innovó y ejerció un reconocido liderazgo. Ese Molano completo fue quien, en distintas épocas y diversos géneros, hizo una contribución fundamental a la construcción de una visión profunda de la realidad nacional.?

Molano, entonces, fue un innovador. Fue un historiador que dejó el lenguaje adornado y formal que casi siempre había caracterizado a sus antecesores. Sus relatos sobre La Violencia son de fácil lectura. Algunos parecen de ficción, pero en realidad son una explicación detallada de los móviles que condujeron a los enfrentamientos entre liberales y conservadores. Y todos comparten una característica que acompañó al autor a lo largo de su vida: una sensibilidad especial por lo rural. Sus permanentes recorridos por el campo lo convirtieron en una especie de vocero de las realidades del territorio que no habían sido objeto de gran interés en las capitales. A Molano lo fascinó siempre la historia del “otro” país: el campo, los campesinos e, inevitablemente, la violencia. Las grandes historias de las que se ocupó no fueron los relatos citadinos que atrajeron siempre a sus colegas de la academia, ni el destino de los líderes más poderosos. Se sentía más a gusto con las historias de la gente común.

?El segundo Molano fue el sociólogo. El autor riguroso y profundo, que conoció a fondo la realidad nacional y la difundió en sus clases y textos. El profesor que pasó por las principales aulas de Colombia y de otros países –sobre todo de Francia– en busca de mejores conocimientos en sus disciplinas académicas. Como académico no renunció a imitar estilos de otros colegas; tampoco a encontrar un camino propio para analizar los hechos y construir sus relatos. Por su labor en ese campo, en 2014 recibió un doctorado honoris causa en la Universidad Nacional de Colombia.

Sus permanentes recorridos por el campo lo convirtieron en una especie de vocero de las realidades del territorio. Foto: Archivo particular.

Y hubo un tercer Molano: el periodista. En 2016 recibió el Premio Simón Bolívar a la vida y obra, el reconocimiento más importante al oficio en Colombia. Su trabajo fue amplio y profundo. En especial, se destacó como cronista y como columnista por sus textos dominicales publicados en El Espectador. El Molano columnista fue un complemento al que se movió por los campos de la sociología y la historia, que le apuntó, sin embargo, siempre a los mismos objetivos: a que la sociedad colombiana pudiera conocer mejor su propia realidad y a transmitir un mensaje sobre la necesidad –y la posibilidad– de terminar el conflicto armado y reemplazarlo por la política.?

En ejercicio de su profesión, siempre estuvo cerca de los procesos de diálogo y negociación entre grupos armados y diversos Gobiernos. Molano fue un entusiasta partidario de buscar la paz mediante el diálogo, y su aporte a un mejor entendimiento de estos fenómenos se dio por medio de una característica propia y determinante de su trabajo: su familiaridad con el país rural y, a la vez, su conocimiento académico sobre la realidad nacional. También fue un valiente estudiante del paramilitarismo y sus tenebrosos avances en los Llanos Orientales.

?Como innovador, académico y periodista, Molano conoció a fondo el país rural de una forma que no hace la mayoría de sus colegas. Y perteneció a esa escuela de académicos que no considera su trabajo una simple forma de reconstruir el pasado o narrar lo sucedido. Molano vio en lo que hacía un motor para conducir a la sociedad hacia objetivos deseables; en especial, hacia la búsqueda de la paz y el fin de la lucha armada. Este fue, en últimas, el fin que persiguió hasta su muerte.?

En su última etapa, Molano entró a formar parte de la Comisión de la Verdad, creada a raíz de los acuerdos de paz firmados entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc, y allí estaba a cargo de zonas por las que había caminado exhaustivamente en sus tareas de investigación y reportería. El pasado 31 de octubre murió de un paro cardiaco y dejó cerca de treinta obras, en su gran mayoría sobre la guerra y la paz en el país, además de columnas y el trabajo que había iniciado en la Comisión. Molano conoció a fondo las realidades del país rural, de los grupos armados y de las situaciones de conflicto, porque consideraba que era indispensable para lograr su objetivo final: explicar el fondo del conflicto para estimular su terminación. A eso le dedicó su vida: a explicar que la guerra no tiene sentido.

*Director editorial de la revista Semana

Revista Arcadia


El hombre que supo escuchar: cinco miradas al legado de Alfredo Molano Bravo

Marta Ruiz, Ginna Morelo, Mario Jursich, Patricia Nieto Nieto y Rafael Rubiano Muñoz escriben sobre el sociólogo y periodista colombiano en este homenaje especial a su vida y obra.

Por Marta Ruiz*

El vacío que deja Alfredo Molano en la Comisión de la Verdad es inconmensurable. Allá había encontrado la síntesis perfecta entre el ser humano sereno y evolucionado espiritualmente, y el intelectual orgánico, consciente de su papel en la historia. Como persona, además, reunía condiciones excepcionales para cumplir la tarea encomendada a los comisionados: escuchar, comprender, explicar, dialogar, reconocer, ayudar a transformar a un país, cuyas heridas supuran dolor y rabia.

Siempre admiré su capacidad de asombro. Llevaba casi dos años recorriendo las trochas de la Colombia olvidada: el Caguán, el Yarí, Guaviare y Meta. Aunque eran las mismas travesías en que había encontrado las historias que narró a lo largo de su vida, las trasegaba entonces en búsqueda de una verdad nueva que presentía aún silenciada. Viajaba con la curiosidad de quien lo hace por primera vez, escuchando de manera limpia, sin prejuicios, casi sin preguntas; dejando que el relato del campesino, del colono, del exguerrillero, del exparamilitar o del líder social fluyera libremente y lo impregnara.

Aprendimos de él que la escucha es el primer acto de dignificación del otro. Escuchar, esa escasa virtud que Molano había cultivado cada día. De todos en la Comisión de la Verdad, Molano era el más silencioso. Oía de manera atenta, con la mirada fija en el otro, con ojos centelleantes, tranquilo, así los argumentos le parecieran absurdos o geniales. Luego soltaba un par de frases tipo haiku; aforismos que podían darle un vuelco a la conversación.

Molano sabía dónde reposa la verdad. Desde el primer día dijo que cada uno de nosotros debía ir al país a escuchar a las víctimas. Escucharlas con la piel y el corazón. Escucharlas para ir descifrando en el testimonio, en las vidas de ellas, esa verdad que se nos escapa de las manos; la verdad profunda que reside en el dolor y la culpa, en el miedo y la venganza, en la derrota y la capacidad de levantarse una y otra vez.

No, para Molano el trabajo de la Comisión no era una investigación científica ni sociológica para recopilar datos que den cuenta de una nueva teoría de la violencia. Él estaba buscando algo más insondable: una verdad humana, la historia que se escribe con el alma, sin eufemismos. Para él la historia era de algún modo la historia del pueblo, con todo lo que esa palabra encarna.

A lo largo de los meses en que trabajamos juntos, Molano insistió en dos pilares sencillos para la construcción de un relato de nación: tiempo y espacio. Ahondar en el pasado y compenetrarse con el territorio. Su oficina estaba llena de mapas en los que solía trazar la ruta de sus viajes, que eran los mismos recorridos de la guerra, a lo largo de las cuencas de los ríos. Buscaba a los sobrevivientes, a los testigos mudos, a los que parecen no tener historia y que son, finalmente, los hacedores de la historia.

También nos dejó un documento extenso en que proponía una periodización del conflicto armado, que hunde sus raíces en las primeras décadas del siglo XX y llega hasta la actual esperanza de paz que aún mantenemos viva. Siempre se preocupó de que la Comisión pudiera entender las rupturas y continuidades de la violencia; de que no se olvidaran los bombardeos que se dieron en los albores del Frente Nacional. Quería entender dónde, cuándo, cómo y por qué comenzó todo. Como Ulises en su viaje a Ítaca, Molano se había amarrado al mástil de la verdad.

En una de las últimas reuniones que tuvimos dijo: “Como estoy en tiempos de fantasmas que acechan, tengo tres con respecto al informe que debe presentar la Comisión: que el presente se coma la mirada histórica; que la voz oficial se trague el relato; y que lo cuantitativo se devore lo cualitativo”.

Alfredo temía que los cantos de sirena de la corrección política, de la vanidad intelectual o de la contemporización con el poder desviaran a la Comisión en este único viaje hacia un relato que haga justicia y repare el dolor vivido en Colombia.

Esos fantasmas también forman parte de su invaluable legado.

*Fue directora de Verdad Abierta y editora de paz y conflicto armado de la revista Semana. Hoy es una de los once comisionados de la Comisión de la Verdad.

Un periodista contra el silencio

Por Ginna Morelo*

Alfredo Molano sabía escuchar. Lo hacía para conocer por medio del hombre sencillo aquello que el poderoso callaba. Podía sentarse a oír los relatos de los campesinos y dotar a esas voces de poder y brillo en territorios del país dominados por la censura. Los testimonios que recogió en sus andanzas por Colombia fueron el retrato de las regiones que, solo años después, en sus Cartografías de la información, la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip) caracterizó como “zonas del silencio”.

Guaviare. Los viajes de Molano fueron una fotografía de ese departamento, a cuyos colonizadores dedicó el libro Selva adentro. Los campesinos cuentan cómo llegaron a una tierra abandonada por el Estado desde la cruenta bonanza del caucho. Según Cartografías de la información, en ese departamento hoy el 42 % de la población vive sin medios de comunicación, y el único lugar que los tiene, San José, los acoge tímidamente. El pasado 31 de octubre se cumplieron treinta años de la Reserva Nacional Natural Nukak y del Parque Nacional Serranía de Chiribiquete. Por invitación de Parques Nacionales, científicos, conservacionistas y campesinos se reunieron allá para conmemorar la fecha. Esa mañana, la primera actividad fue hacer un minuto de silencio por Molano, el hombre que los escuchó y les dio un lugar en su obra.

Huila. Fue el lugar donde Molano encontró su voz. El sociólogo Alejandro Reyes cuenta: “Trabajábamos en el Cinep y fuimos a investigar el éxodo masivo de El Pato. Recuerdo que la cancha de Neiva estaba atestada de desplazados y Alfredo se sentó a entrevistar a Sofía Espinosa, una señora mayor. Grabamos por quince horas y luego, al regresar a Bogotá, él, en una alucinada tremenda, escribió por ocho días. Así publicamos Los bombardeos en El Pato. El libro narra el asalto militar a esa región del Huila en 1979 y fue el primero escrito en ese estilo de coherencia testimonial que se convirtió en su impronta. No contaba la historia de lo que pasó, sino su versión a través de los testimonios”. Hasta hoy Huila lucha por contarse en medios locales y comunitarios, pero, según la Flip, el 23 % de la población vive en zonas sin medios.

El Sinú. A la pregunta sobre cuándo Molano decidió conjugarse con el territorio, desentrañar las voces silenciadas de la inconformidad, el editor Jorge Cardona dice que fue cuando, recién graduado de la universidad, Héctor Abad Gómez lo llevó al Alto Sinú y lo puso a escuchar las memorias de los campesinos de Córdoba y Sucre, departamentos atravesados por todos los conflictos y envueltos hasta hoy en el miedo a informar. Cardona dice que allá “entendió que ese era su destino”. Reyes recuerda que, muchos años después, precisamente del Sinú salieron las primeras amenazas de los paramilitares en su contra. “A Alfredo no le tembló la voz para denunciar lo que estaba mal y por ello lo obligaron a vivir un exilio intermitente por muchos años”.

El Pacífico. “Molano nunca dejó de andar (…) y sus reportajes condensados en De río en río responden a ese querer explicarlo todo desde la geografía”, cuenta Cardona. Es un paisaje de dolores desde las riberas del Pacífico, armado a partir de las voces de hombres y mujeres afros, atropellados por conflictos de los que poco se habla. Como me dijo una vez el músico y líder comunitario tumaqueño Gustavo Colorado, “aquí se sobrevive, no se habla”. Molano habló. Molano describió la desigualdad desde la frontera con Ecuador hasta la de Panamá. Molano reveló una región con una libertad de expresión constreñida.

El Llano. Es el protagonista de Del Llano llano, un libro hondo y rudo sobre la Orinoquia y la Amazonia, que son la mitad del país. Molano recorrió el Llano toda su vida y le dedicó largos periodos de estudio en sus últimos años, como comisionado de la Comisión de la Verdad. Ese Llano, carente de medios locales que cuenten sus realidades, aparece hoy en rojo en las Cartografías de información de la Flip. A lomo de mula y en tenis, Molano estuvo donde pocos se han atrevido a ir: en lugares donde el miedo imperante aplasta las historias que hay por contar. Su obra es el coro de quienes rompieron el silencio.

*Editora de La Liga Contra el Silencio, un proyecto de periodismo investigativo y colaborativo de la Fundación para la Libertad de Prensa

Allá en la perraperdía

Por Mario Jursich*

A estas alturas es inútil, además de bochornoso, postular que Alfredo Molano es un escritor que “nadie sabe dónde poner”. Puede que para algunos lectores la crítica consista en meter las obras en casillas predeterminadas y les cause ansiedad no poder definir si libros como Los años del tropelSelva adentro o Siguiendo el corte son “historia”, o “sociología”, o “literatura”. Sin embargo, es mucho más fructífero asumir que Molano, como todo autor de fuste, creó la propia casilla donde quería ser ubicado. De allí que convenga leerlo a la luz de sus propios objetivos, no con arreglo a un sistema exterior de principios.

En su caso, lo anterior implica tomarnos en serio, y sopesar con cuidado, que es un autor de registro híbrido. Por coquetería, y por sentir que había seguido una trayectoria muy personal, Molano evitaba hablar de quienes lo habían influido y de su trastienda intelectual. Eso, sin embargo, no impide ver los muchos nexos que lo unen con la historia anglosajona de los años sesenta, en particular con E. P. Thompson, el autor de La formación de la clase obrera en Inglaterra.

Thompson fue el introductor de la llamada “historia desde abajo”, una óptica de estudio que en principio se enfocó en la clase trabajadora, pero que pronto amplió sus intereses a los grupos considerados marginados, como las mujeres, los estudiantes o los soldados rasos. Tengo la impresión de que Molano encontró en los libros del historiador inglés, más que un método, un espíritu que le permitió entender tanto su rebelión frente a la academia francesa en que se había formado como que su objeto de estudio debían ser los colonizadores, los desterrados, los perseguidos políticos –esto es: la gente pobre expulsada por la violencia y obligada a buscarse la vida en los extramuros del país–.

A ese primer y decisivo influjo mezcló las lecciones aprendidas en los libros del boom latinoamericano, sobre todo en los de Juan Rulfo. En El llano en llamas y Pedro Páramo Molano encontró técnicas para dotar a la prosa escrita de un tono oral, pero también un gusto por el vocabulario de las clases populares que nunca lo abandonó y fue uno de sus más connotados rasgos de estilo. Varios de sus libros tienen glosarios al final, tal como se acostumbraba en las primeras décadas del siglo XX, que recogen las olvidadas voces de una Colombia en la que todavía pueden oírse ecos de la conquista española. En sus crónicas la gente no se reúne, sino que “hace cuadrilla”; en vez de tomar trago, “se fondea a beber”; navega en “falcas”, no en lanchas, y cuando ignoran dónde queda un sitio, exclaman “¡allá en la perraperdía!”.

En los agradecimientos de Trochas y fusiles, hay una frase que no solo resume a la perfección el modo en que Molano combinó la doble influencia de Thompson y Rulfo, sino también el papel que a sus ojos debían cumplir los intelectuales: “Escuchar es una manera olvidada de mirar”. Si el Estado –pensaba él– es ciego, sordo y mudo, no nos queda más remedio que abandonar la comodidad de los Andes, internarnos en esa Colombia a la que no llega nada, excepto la guerra, y oír con atención lo que tengan para decirnos sus habitantes.

A menudo se ha insinuado que las transcripciones hechas por Molano de esos testimonios son “problemáticas” y que en ellas cuesta distinguir lo que es suyo y lo que es de los entrevistados. El reproche pasa por alto que él era, de manera extremadamente consciente, un autor que “seguía el corte” de José Eustasio Rivera y sus esfuerzos por poner en entredicho las diferencias entre mito e historia, entre literatura y etnografía, y –cómo no– entre documento y ficción. Al respecto se pueden tener objeciones; lo complejo es negar que esa tradición –tal como lo demuestran, además de La vorágineLa parábola de Pablo de Alonso Salazar y La nación sentida de Herbert “Tico” Braun– ya está sólidamente establecida en nuestra narrativa.

*Editor y columnista de ARCADIA. Fue director de la revista El Malpensante, y ha sido docente y traductor.

El cronista de la intuición

Por Patricia Nieto Nieto*

La obra de Alfredo Molano es imprescindible para el periodismo colombiano. Su contundencia transformó el objeto, las metodologías y las estructuras narrativas del oficio. Cuando cese la borrasca de palabras propias de esta época convulsa, podremos volver la mirada a la obra de quien cambió el periodismo con la fuerza de la intuición.

Su descubrimiento puede ubicarse en 1977, cuando viajó, como investigador de asuntos sociales, a documentar el éxodo de decenas de familias campesinas amontonadas en un estadio. Tras horas de trabajo de campo se hacía más intensa su frustración por no encontrar una forma expresiva para dar cuenta de aquel acontecimiento. “El milagro se produjo: encontré la voz, el tono, el color, el lenguaje, en una anciana llena de fuerza –contó Molano a estudiantes de periodismo de la Universidad de Antioquia–. Esa mujer me habló con una intensidad, con una certeza de su razón y con un dolor que todavía tengo presentes. Todas las denuncias se condensaron en su mirada. Regresé a escribir como si ella me dictara. Salió de un solo tirón”.

Su encuentro con Sofía Espinosa, la mujer del albergue, detonó un periodismo con sello personal acotado en su objeto, método y narrativa. Al recibir el Premio Simón Bolívar a la vida y obra en 2016, precisó ese objeto: “Escribí buscando los adentros de la gente en sus afueras, en sus padecimientos, su valor, sus ilusiones. Borraba más que escribía, hurgaba, rebuscaba el acorde de las sensaciones que vivía la gente con las que yo mismo llevaba cargadas en un morral. Un río crecido, una noche oscura, un jadeo debajo del aguacero que golpea un techo de zinc, el terror de oír armas en las sombras eran caminos por donde entraba la vida que se jugaba en las selvas y por donde llegaba su soplo a mis letras. Creo que solo ahí, en el acecho, en el peligro, en el miedo aparecía el reclamo de justicia que yo buscaba para contarlo”.

Distante de los métodos positivistas, Molano llegó a esas honduras del sufrimiento con la escucha compasiva. Con esa inmersión, cientos de personajes no vistos por los académicos ni por los periodistas emergieron ante un país confinado informativamente a las ciudades.

Tras su encuentro con Sofía Espinosa, Molano viajó a Cundinamarca y al Valle del Cauca y luego a los Llanos Orientales y a la Amazonia. Por los ríos Ariari y Guayabero consiguió cientos de páginas de testimonios de hombres y mujeres impactados por la violencia, capaces de contar cómo ocurrió aquello que cambió sus paisajes y cómo, después del horror, reinventaron la vida. Convencido de que el relato vívido ofrece los recursos para contar y reflexionar sobre los procesos vivos y sus paisajes. Molano optó por la oralidad como fuente de información y de vitalidad poética para su literatura de la vida real, que no es otra cosa que periodismo con alta calidad estética. Su obra es un gran fresco que retrata la vida rural y sus dramas.

A Orlando Fals Borda, uno de los pioneros de la sociología en Colombia, le inquietó en algún tiempo que la obra de Molano no encajara en ninguna de las ciencias sociales. Pronto dejó esa preocupación académica por carecer de sentido práctico y se ocupó de analizar cómo Molano resolvió sus dilemas narrativos. Fals Borda llamó “imputación” a la técnica de Molano que funciona así: de un conjunto de entrevistas se selecciona información confiable que permita reconstruir un hecho; el relato resultante de varios testimonios se adscribe a un personaje que el investigador elige para convertirlo en vocero del coro.

Es lógico que de esa reportería inventada surgiera una nueva forma narrativa en Colombia: una crónica extraña, exótica, de malos modales, advenediza, no canónica que pone en jaque los estilos y los géneros del lenguaje periodístico y, al mismo tiempo, un relato mestizo que encaja en el corazón de los protagonistas que lo enuncian y que interesa a miles de lectores por la tremenda sinceridad de lo contado; ese relato que, como dijo el mismo Molano, es la condensación de todas las denuncias en una voz.

*Periodista, profesora titular de la Universidad de Antioquia y directora de la Editorial Universidad de Antioquia y del proyecto Hacemos Memoria.

La sociología como una forma de exilio

Por Rafael Rubiano Muñoz

La vida, obra y pensamiento de Alfredo Molano se puede plasmar en la palabra exilio. El exilio porque su esfuerzo existencial e intelectual fue la actitud del desobediente, en el sentido que lo analiza Erich Fromm, cuando aborda analíticamente esa expresión humana, esto es, confrontar lo tradicional, romper con lo habitual y rutinario, superar lo corriente y ante todo lo simple o superficial. Este escritor de lo social se desenvolvió en lo que podemos denominar como la microsociología y la sociología de la vida cotidiana, pues puso a hablar a la sociología mediante relatos periodísticos, a través del lente de la gente común, a partir de los actores sociales, es decir, desde los sujetos, a quienes se los rescata del desprecio y del olvido.

La sociología de Molano se centró en aquellos lugares desconocidos del país. Fue un intelectual errante, deshabituando la manera de hacer sociología, es decir, doblegando su rutina y pesadez discursiva, de estudio o de producción escrita rendida al mundo urbano, para construir el espacio fundamental de la sociología rural y de los conflictos. In memoriam, Alfredo Molano es una fuente para una historia intelectual de los conflictos del país, su sociología es colombiana pero ya es latinoamericana, es decir, universal.

*Profesor de la Universidad de Antioquia

Revista Arcadia

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