«Los trasterrados de Comala. La lección de Rulfo» por Augusto Roa Bastos

1.963

1 – Diálogo de los muertos

En un seminario que me cupo dirigir en mi cátedra de narrativa hispanoamericana en la Universidad de Toulouse-Le Mirail, hace algunos años, la obra de Juan Rulfo se constituyó en tema permanente e insustituible. Y esto por elección de los participantes, entre la decena de textos de diferentes autores que formaban la bolsa de nuestro viaje anual.

Suelo pensar en lo que aquel seminario representó para nosotros, para mí, escritor latinoamericano en exilio, que enseñaba en una Universidad francesa, para estudiantes franceses que habían escogido la cultura y la literatura hispanoamericanas como base de especialización en sus estudios universitarios en esta materia. Y no he encontrado la manera de definir satisfactoriamente, en buena pedagogía, lo que representó en verdad aquella experiencia de todo un curso convertido en lector colectivo.

Lo cierto es que durante el seminario los dos libros de Rulfo representaron para nosotros objeto y a la vez símbolo. Semejantes a un espejo ustorio -cristal y humo; los soles sedimentarios plasmados en el oscuro barro de América. Su magia de caverna tenebrosa a la vez que las reverberaciones de su más completa transparencia nos envolvía como una tiniebla cegadora que brotaba de una luz demasiado viva y que no permitía saber, como en las auroras boreales o en las ardientes siestas del trópico, si es la noche que comienza o si es el día que muere. Todo esto brotando de dos libros, pequeños en su dimensión material, pero inmensos, ilimitados, en la significación de sus contenidos. En ellos estaban la caverna, el espejo y las imágenes reverberaban de su propia luz y de su propia tiniebla.

Arte de caverna y de fragua que hace una víctima de cada triunfador, habría dicho de estos libros José Martí.

De estos libros partía el foco lumínico en los que veíamos brillar los ojos terriblemente vivos de un pueblo. Y en esos ojos, la conciencia última de la muerte junto con la máxima concentración del deseo de ser, no eran más que pasado y ya casi olvido: el espesor de la desaceleración de un tiempo muerto en que el futuro todavía no es y que sin embargo ya fue. Deseo del deseo pues. Deseo que sólo se posee a sí mismo en tanto ignora todo lo que posee, y que no teniendo nada, nada puede perder sino ganarlo todo para todos. «La muerte no se reparte como un bien. Nadie anda en busca de tristezas…», murmura Susana San Juan en Pedro Páramo. Y también el hijo de Guadalupe Terreros, en Diles que no me maten, del libro de relatos El llano en llamas: «Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarramos para enraizar está muerta…»

Y esto es Comala. Y de allí sus trasterrados, esos seres crepusculares que hablan de la muerte desde el recuerdo de la vida. Como las sombras errantes que el Dante echó a vagar eternamente por los círculos infernales de su Divina Comedia. O como los habitantes de ultramundo que Luciano de Samosata puso a hablar en su infinito Diálogo de los muertos en el que Menipo anuncia el Juicio Universal diciendo a Mercurio: «En breve oirás a los perros ladrar tristemente por mí… Es de todo punto indispensable que nos sometamos a Juicio… Y cada cual ha de dar públicamente cuenta exacta de su vida…»

¿No son las mismas voces que a través de siglos y siglos resuenan también en Comala? ¿Por qué Comala? Debe ser porque es un lugar que representa todos los otros lugares del nocturno y misterioso universo rulfiano. O tal vez, como lo dijo el propio Rulfo: porque Comala es el lugar de las brasas. Ese lugar donde los trasterrados mueren.

Comala es un lugar que se llevó su lugar a otro lugar con sus trasterrados y desconocidos fantasmas. Pero Comala no está solamente tierra adentro sino que está más allá, sin costas ni orillas. Un pueblo de encapuchados de polvo y murmullo han hecho de este antro su morada. Es un lugar purificado de literatura. Sin aire casi, se respira en Comala otro vértigo. El vértigo de entrever el mundo tal y como debiera de ser. El pueblo de Comala progresista, fértil, que transparece al fulgor de un instante en el texto de Rulfo, como a través de un fugaz celaje matinal. Ese pueblo que el propio Pedro Páramo, niño, antes de convertirse en ducho del rencor y del miedo en la Medialuna, vislumbraba en sus ensoñaciones, desde la pudrición, como una tierra de «llanuras verdes».

«Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con la lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel recién derramada…», describe Rulfo esa otra Comala que fue antes.

Y entonces Juan Preciado recuerda en el entresueño cosas que sólo de recordadas pesan mucho con el peso de piedra de la memoria muerta.

Se le escuchan sus quejas adelgazadas en suspiros. «Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después, que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Un pueblo.»

En Comala no hay tiempo ni espacio. Sólo una amalgama de duraciones que se retuercen sobre sí mismas. Y enturbiándolo todo «la neblina fantasmal que parece brotar de los hondones de ese lugar del desaliento». Al fin de ese viaje en busca de su padre, Juan Preciado despierta en la fosa abrazado a Dorotea. Una parte de sí muere en el pesado sueño de esa caverna donde las ruinas fúnebres de las casas hacen de tumbas para esos seres vivos después de la muerte, pero cuya sola existencia es el recuerdo. La parte insomne y visionaria del hijo pródigo peregrino pareciera hacerse cargo de lo que pasa y dice en un murmullo a Dorotea: «Esto es lo que sucede y lo que seguirá sucediendo. No nos hagamos ilusiones. Vamos a ponerle remedio si acaso es una cosa fatal.»

Es notorio cómo el texto, despojado siempre de hojarasca verbal, destilando en cambio todo el tiempo las esencias del lenguaje oral, sólo se rebaja a artificio literario cuando Pedro Páramo debe expresar -recordar, imaginar, enmascarar- sus sentimientos.

El texto cuenta que Juan Preciado partió a cumplir el mandato de venganza de su madre. Pero Juan Preciado, el hijo legítimo, digamos el «mestizo puro», llevaba muy adentro de su íntima oquedad otra manda no menos sagrada: la esperanza del reencuentro con su padre. Llega a Comala, guiado por su medio hermano Abundio, el «hijo ilegítimo, natural» -digamos el «mestizo desnaturalizado»- quien ya ha ejecutado la venganza. El acto de Abundio lo desobliga, sin que él nada sepa todavía, del ajuste de cuentas. Pero este hecho no le librará de la pesada carga que se le ha ido formando como «un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo». No lo nombra mi padre, sino el marido de mi madre.

El «vicediós» de Comala no es para él sino un desconocido.

Tras las resquebrajaduras deliberadas que forman parte de las modulaciones de la escritura confabuladas con las modulaciones de lo real imaginario, es cuando el texto recobra su entonación natural: es la entonación que surge de la subjetividad individual a través de la oralidad del lenguaje.

«Estaba acostumbrado a ver morir cada día algunos de sus pedazos», dice el narrador refiriéndose a Pedro Páramo, como si todos y cada uno de los trasterrados de la Media Luna lo estuvieran observando impasibles. Cuando va a desmoronarse como un montón de piedras, Pedro Páramo se dice: «Esta es mi muerte». La imagen de la muerte de Pedro Páramo resulta casi superflua como metáfora de su caída.

El aliento de los hijos del desaliento que siguen suspirando en las catacumbas de polvo y murmullo, que continúan respirando ese hilito de aire que se cuela por las grietas, para resistir y sobrevivir más allá de toda esperanza, en el puro reverso de la nada, es lo que me hace sentir, lector-habitante del texto, que esta fuerza casi sobrenatural es la palpitación central de esta historia, la dimensión sobrehumana de su fuerza. El poder de los vencidos que no aceptan la derrota ni desfallecen en el reblandecimiento de la autocompasión.

Los muertos entierran a sus muertos. Sea. Pero lo cierto es que los que han de juzgarlos tienen vida inextinguible. Vivos de la vida que surge de la imbricación entre el sujeto, la historia y la sociedad, Es decir, entre el hombre y lo real a través de la irrealidad de los signos

2 – La utópica interpretación de textos

Nada hay más incierto que el juicio de la crítica, o mejor de los críticos, por la misma naturaleza de los signos, de las claves que buscan interpretar. Gracias precisamente a que los signos son inciertos -y los símbolos y las alegorías lo son mucho másexiste la literatura, el arte por excelencia de lo incierto y de lo ambiguo.

La literatura es un sistema de alusiones. La crítica no puede proceder más que por aserciones. Menos aún en el caso de los dos únicos libros de ficción de Juan Rulfo: El llano en llamas y Pedro Páramo. Hay sobre esto el juicio definitivo de un gran crítico francés, que debiera estar inscrito en los frontones de las casas del saber y que está inscrito en la naturaleza misma de la literatura: «El arte depende de la verdad, pero la verdad, al ser indivisible, no puede conocerse a sí misma: decir la verdad en arte es mentir».

Y el comentario sobre este juicio es igualmente definitivo e irrefutable. La autoridad de una obra no se sitúa nunca al nivel de su estética, sino al nivel de la experiencia moral que hace de ella una verdad asumida. Kafka escribió sobre esto una máxima que debiera ser meditada constantemente por los que sienten genuina pasión por la literatura: «Sólo se llega al goce estético del ser a través de una experiencia moral y sin orgullo».

Creo que ésta es la única actitud que corresponde a la lectura de los textos de Rulfo, y de los que como él hicieron del escribir una experiencia moral y sin orgullo. La única capaz de desvelar o revelar, si no el sentido incierto y múltiple de los signos y de los símbolos, al menos las claves de aproximación a la palpitación central de sus obras. Los relatos de Rulfo no están tejidos únicamente de símbolos que remiten a una realidad mítica exterior a sus obras; están nutridos esencialmente de su experiencia vital y moral, de su visión del mundo y de la vida, de su cosmovisión personal.

Los textos de Rulfo autorizan todas las interpretaciones posibles, lo cual no significa que privilegien ninguna en especial. Siempre será válida la más fiel de todas, la que cada lector elabora y destila como experiencia de su ser íntimo asumida y vivida con entrega sensible, lúcida y sin orgullo.

La verdadera crítica de un texto es tan creativa como él. No teme instaurar sus propios mitos a partir de él, a veces en contra de él, pero atravesándolo siempre en todas direcciones. No sólo y exclusivamente con los esquemas teóricos que disecan la vida del texto en lugar de iluminarlo. El mundo de la percepción sensible no se opone sino que enriquece la comprensión de las formas inteligibles, tanto a través del lenguaje simbólico de la obra misma como a través de su reflejo especular en la sensibilidad y en la inteligencia del propio lector.

La crítica no es también en fin de cuentas sino una manera de leer y reescribir un texto segundo connivencialmente con el primero, pero sin complicidades ni complacencias. No se complica inútilmente en la restitución o recuperación de un sentido (siempre hay más de uno y son inagotables y cambiantes de una época a otra, de un lugar a otro lugar). Ilusoria restitución o recuperación de un sentido que subyace presuntivamente en la genealogía de sistemas de significaciones abstraídas y conceptualizadas en modelos que corresponden a culturas diferentes.

Por científicas e ideológicamente neutras que se consideren, estas relaciones de abstracción no escapan de ser relaciones de alienación. Todo el mundo tiene derecho – incluso la crítica que se pretende científica- a la incertidumbre de sus deducciones y afirmaciones. Nadie está a salvo del error con respecto a la verdad particular, inaprehensible en su totalidad, en la pureza esencial, de la obra misma.

Es lo que ha ocurrido con gran parte de los trabajos de interpretación de los textos rulfianos. Es lo que acaba de ocurrirme a mí en el introito de estas reflexiones sobre la obra de Rulfo. Contaminadas por el pensamiento etnocéntrico de las culturas centrales, estas tentativas de encontrar la clave mítica de Comala y de sus trasterrados han coincidido, con razón o sin ella, en recortar a Juan Preciado sobre el modelo del Edipo, el tristísimo trasterrado de Tebas. O al revés:

Juan Preciado llega con una dirección mal dada por su propia madre al antro de Comala de paso por Tebas. Pero México no es la Hélade, a todos los efectos.

He aquí una manera de cautivar los textos: anexarlos sin más a los prestigiosos modelos de la cultura clásica, establecerlos en los enclaves de la palabra colonizada. Envolverlos en la aureola de los mitos universales. Porque colonialismo cultural no es sólo imposición sino también fascinación. Deslumbramiento. Ansiedad de imitar las formas, las normas prestigiosas, señoriales, imperiales. Ser dominados culturalmente es ser seducidos. A veces violados.

Oculto o trasfundido en sus textos, Rulfo parece en verdad evadirse siempre. Distante, sin soberbia, encerrado en ese silencio denso de significados, Rulfo habla en sus obras por la «omisión de sí»: la obra única y múltiple cuya riqueza es como la del anillo: por su vuelta. Juan Rulfo, el primer trasterrado de Comala, parece repetir siempre en sus obras lo que declaró una vez: «El hombre está solo. Y si quiere comunicarse lo hace por medios que están a su alcance. El escritor no desea comunicarse, sino que quiere explicarse a sí mismo».

Comala devorada por el símbolo que ella misma es, como aldea mítica, y formando dentro del símbolo su propia realidad, representa de este modo la imagen del texto cautivo que se libera por las energías generadas a través de una experiencia de escritura, de palabra, llevada a sus más extremos límites en el contexto de una época, de una colectividad.

Sólo cuando un autor ha sabido entregarse hasta ese punto es como deja allí, en la esencia del lenguaje -social por naturaleza- la esencia de la vida real en la vida de las formas simbólicas. Puesto que, finalmente, estas formas no son sino el fondo de la experiencia humana que remonta a la superficie.

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