Poesía Reunida de Piedad Bonnett

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Piedad Bonnett poesíaCuando le preguntaban a Isadora Duncan por qué amaba a Esenin, ese poeta ruso luminoso y terrible, cuentan que respondía con esta frase: “Sabe acariciar la tristeza”. Lo mismo podríamos decir de Piedad Bonnett. Lo primero que nos sorprende de esta poesía es la capacidad de nombrar con cuidado todo aquello que le duele. Más que una obra, parece estar completando la anatomía de una tristeza. No hay muchos poetas colombianos que hayan hecho de su propia intimidad un territorio de conflictos.

Esta publicación de Lumen nos permite comprender la totalidad de un movimiento. Vemos sus primeros libros, De círculo y ceniza (1989) y Nadie en casa (1994). Desde el comienzo esta poeta nos revela lo mudable del mundo. Muestra la mecánica de nuestras rutinas, indaga sin reposo en la raíz del deseo. Seguimos con El hilo de los días (1995) y ese Animal triste (1996), la palabra se desdobla para verse desde otros centros, encuentra sus ecos en lo simbólico como en lo doméstico. En Todos los amantes son guerreros (1998) nos habla del amor y el desamor como un derrumbe interior y cotidiano.

Su escritura se debate entre escribir para recordar y olvidar para vivir. En lo que sigue hay una búsqueda continua hacia el interior, cada vez más profunda y decantada. Podemos ver estos libros, más que como etapas o cambios drásticos, como surcos distintos de una misma conciencia: Tretas del débil (2004), la palabra se aventura en infancia y el país de los otros, no menos violento, comprende en las palabras una respuesta muy personal contra el tiempo. El recorrido finaliza con Las herencias (2008) y Explicaciones no pedidas (2011), ambos publicados en España, una palabra reflexiva ha encontrado ese difícil equilibrio entre la sabiduría y la emoción.

Quien se sumerja en estas páginas comenzará a ser invadido de presencias indelebles. Allí están las etapas del amor, vistas como a través de un caleidoscopio. El hijo que se marcha antes del desenlace. Las pequeñas derrotas de la infancia y la posibilidad de sortearlas con las palabras, como si fueran hechizos mágicos. La atmósfera, para usar un ejemplo de sus poemas, casi siempre nos recuerda aquella sensación de los domingos donde el tiempo parece detenerse, las cosas pesan y todo es indefinido. Pero solo entonces, como animales en suspenso, sentimos que las máscaras comienzan a desdibujarse. La luz de una belleza nos consuela.

Todos estos poemas nos recuerdan que somos muchos y ninguno, porque hay algo que no termina de encontrarse. Leerla es como ver en el espejo a una persona en movimiento. Siempre hay algo que se escapa del marco, una realidad que es esquiva a los primeros planos. Así que este lenguaje se desliza entre lo cotidiano y el misterio, la conversación y los símbolos, como si fueran habitaciones contiguas.

Los lectores de sus novelas encontrarán en estas páginas la clave de las narraciones, pues Piedad Bonnett es ante todo una poeta. Los lectores de poesía, invirtiendo la relación, pueden ver a la narradora que se imagina en los otros, testigo insomne de las ciudades. A veces estas averiguaciones cavan tan hondo que sentimos que sus herencias nos pertenecen, como una épica íntima. Y habla a través de ellas el país de los solos y de las estadísticas de la guerra, en los viajes de la escritora se nos muestra la condición de una generación nómada.

Piedad Bonnett ha escrito la memoria de un cuerpo: “Entre la blanca luz/ y mis largas conversaciones apacibles,/se cuece la tristeza de mi cuerpo”. Como lo hizo Blanca Varela en el Perú o lo hace hoy Sharon Olds en Estados Unidos, solo que con un sello muy propio, una mordacidad y una delicadeza que le pertenecen. Estos poemas, como se dice de “las manos” en otro verso, aún separados de sus organismos nos dirían de quién son.

Con la certeza de que somos “animales terrestres”, que “para otros es el cielo”, esta reunión de poemas nos enfrenta y reconcilia, así sea para decirnos que lo perdido u olvidado, los sueños de los que pierden, no fueron indiferentes para alguien. Que las palabras pudieron nombrar la desolación. La tristeza es a veces el refugio del que no quiere olvidar. El dolor una comprobación de que seguimos vivos.

Por Santiago Espinosa para Revista Arcadia
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