México: «Cuarenta años sin José Revueltas» por Elena Poniatowska

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En el panteón Francés de La Piedad la voz de Martín Dozal grita el primer rechazo:

–¿No se da usted cuenta de que no queremos oírlo, señor?

Siguen vivas y goyas a Revueltas, abajos y mueras a Víctor Bravo Ahuja, secretario de Educación durante el sexenio de Luis Echeverría. En realidad, hombres y mujeres protestan contra esa apropiación que el gobierno hace del intelectual que antes persiguió y encarceló.

La primera fue la de David Alfaro Siqueiros, quien ganó su libertad al abrazar (¡oh, cuán absurdamente!) a Adolfo López Mateos, a quien había denostado en sus viajes por América Latina. País al que llegaba el presidente de México, país en el que le preguntaban por los presos políticos mexicanos. A diferencia de Revueltas, a Siqueiros siempre lo acompañaron fanfarrias y tambores, un estruendoso tributo nacional. Mejor que nadie supo levantarse un monumento a la posteridad.

Aunque totalmente ajeno a ellos, también a Pepe Revueltas se le hicieron reconocimientos oficiales y él mismo asistió al último a Silvestre Revueltas, el 23 de marzo de 1976, al que fue ya muy enfermo y muy triste, muy hermano de su hermano mayor, delgadísimo, sombrío, ya que unos cuantos días después, habría de caer en la fosa de una depresión que le hizo canjear el vodka por el vino blanco que tomaba despacito en una taza que creí era de té y eliminar casi por completo cualquier alimento. Ya para entonces, José Revueltas decía que si lo querían, se lo demostraran dejándolo en su agujero negro, respetándolo hasta lo último.

Después del funeral de José, Ema Barrón empaca su maleta y regresa a Los Ángeles. No pide nada, al único que quería era a José, su misión ha terminado. Acompañó al escritor hasta el último segundo sin pedir nada a cambio. Sin él, México no tiene sentido. Lejos de ella cualquier pretensión de viuda de escritor famoso, cualquier deseo de intervenir, influir, opinar, aclarar, revelar, aprovechar. Ya se fue José, ella también. Chicana, Ema emprende el regreso con la misma pequeña humildad con la que amó y cuidó a Revueltas.

A pesar del tormento de su vida, Pepe conservaba imperturbable su sentido del humor. En 1975 me envió un recado con el joven Eduardo Iturbe –entonces secretario de la Asociación de Escritores– diciéndome que si tomaba tres platos soperos de frijoles aguados al día, escribiría muy bien novela, ensayo, crónica, lo que fuera, porque los frijoles tienen grandes propiedades energéticas.

–¡Que llene un plato hondo con su epazote, su cebollita picada, chile, si es que le gusta, y el cerebro le estallará de potasio, de hierro, de fósforo! Mi esposa así me los prepara y lo tomo tres veces al día y estoy escribiendo como bárbaro.

Obediente, herví un perol de frijoles como para un regimiento. En el desayuno, los frijoles me supieron a gloria. A mediodía, me di cuenta de que se me había empañado el entendimiento, porque por más que quería escribir algunas cuartillas, me sentía pesada de tanto aire frijoludo y con un enorme sueño. En la noche, después de otro plato colmado de hierro, fósforo y otras vitaminas que van directamente al cerebro, yo volaba por mi casa como globo de Cantoya, sin haber atinado con una sola línea. Cuando le hablé a Revueltas al día siguiente, se rió:

–¿A poco te lo creíste? ¡Si era una broma!

Efraín Huerta decía que Revueltas era capaz de jugar, hacer reír, irse de parranda, verle a la vida su lado jovial y en ocasiones deslumbrante. Jamás fue un profeta sombrío ni un hombre amargado, porque la justicia no es de este mundo; en él había un niño dispuesto a aceptar las cosas buenas que da la vida. Efraín Huerta contaba cómo Revueltas llegó molesto porque el camión Roma-Mérida se había retrasado. En una calle se les había atravesado la Mujer Dormida y fue necesario que Pepe echara mano de todo su poder dialéctico para que la volcana Iztaccíhuatl los dejara pasar. Al día siguiente, también llegó tarde por culpa de una bronca en el mismo camión: el cobrador bajó casi por la fuerza a un pasajero. ¿Por qué lo saca así, eh?, le reclamó Pepe. Porque viaja desnudo, le contestó el cobrador. Y bien desnudo que estaba el pasajero; era un león.

Acompañado o no por su león imaginario a Revueltas le sucedían toda clase de aventuras. Un mediodía, por ejemplo, acongojó a sus amigos con un relato dostoievskiano porque un enorme pirul en la esquina norte de Nápoles y Liverpool tenía tuberculosis. Emprendió una campaña de salvación de los árboles. Héctor Xavier, el dibujante, también cuenta: “Estábamos filosofando sentados en una banca del parque Hundido, cuando Pepe recordó una frase de Alfonso Reyes refiriéndose a la muerte de su padre: ‘Me siento como un perro negro, cojo y cruzando una calle’. Él, con toda gracia me dijo: ‘Yo me siento como un perro amarillo, ¿y usted?’, y le contesté: ‘Como un perro confeti’.

“Después se quedó pensativo: ‘Es necesario acercarnos a los perros, dialogar con ellos y convencerlos por medio de la palabra’”. Iniciamos un mitin político. Ofrecimos tortas y pudimos reunir más de 30 perros.

“–¿Como ve? –dijo Revueltas. Los medios para convencer a las masas son los mismos.

“Subió a una banca, habló con los compañeros perros sobre todas las fases de su vida social, callejera, política, amorosa. Volcó su sentimiento y, ¡qué ironía!, fueron los perros los que en esta ocasión lo vitorearon. Después de una hora de dialogar con ellos, logró que sus compañeros perros, atraídos por las tortas, lo siguieran en una marcha que terminó en San Ángel. Al preguntarle por qué protestaban, Revueltas respondió: ‘Estamos protestando por su vida de perros’.”

Pepe fue un hombre ocurrente, apasionado –siempre le encantaron las mujeres– y desde joven se enamoró hasta morir, hasta andar arrastrando la cobija por la calle. Algunos calificaron su literatura de cruel, sórdida y angustiante, pero Revueltas se reía de sí mismo y sabía entretener a las personas más disímbolas con historias chuscas que recordaba para el gusto de sus compañeros presos del 68. Claro que estas actitudes no complacían a los solemnes miembros del Partido Comunista Mexicano, y claro que Revueltas se opuso a las órdenes enviadas de Moscú.

Desde los 18 años supo lo que significa el trabajo forzado en las Islas Marías, supo del hambre, de castigos, de injurias; nunca nadie pudo quebrar su entereza ni aniquilarlo por el dogma o por la tortura o por el ambiente destructivo de las prisiones.

¿Por qué entonces no tendría derecho a ver la vida a través de sus ojos de experto, a tenderle la mano a presos y a policías, a todos esos pobres seres con sangre, a todos aquellos seres de pobres músculos, a estos hombres hechos del mismo ‘luto humano’?

Perseguido, descarnado, Revueltas estuvo siempre atenazado por su propia conciencia, una conciencia-verdugo, una conciencia justiciera que lo obligó a defender a Heberto Padilla contra la sentencia de Fidel Castro y a perder la amistad de los cubanos y de una Cuba en la cual había sido feliz, primero como jurado y después como maestro, en Casa de las Américas, bajo la dirección de Haydée Santamaría; esa Cuba donde amó a Omega Agüero, con quien tuvo una hija: Moura Revueltas Agüero, excelente médica.

Pepe Revueltas era caótico como todo lo que vive, pero eso nunca le quitó su coherencia. Por eso mismo se le respeta y se le ama, porque todo lo puso en entredicho. Por eso resulta tan avasalladoramente atractivo a los ojos de los jóvenes. Vive en la contradicción misma y en la coherencia óptima. Por eso atrae, ángel y demonio que refleja la flama de un Luzbel cambiante, flama que a 40 años de su muerte resplandece de nuevo porque hace cuatro meses (el 23 de diciembre de 2015), su discípulo y mejor lector, Martín Dozal, falleció a consecuencia de un infarto y ahora, a su lado, ríe de nosotros. Al igual que Revueltas en sus últimos días, Martín Dozal murió en el encierro de su departamento de escasos 42 metros cuadrados en Iztapalapa. Allí atesoró las primeras ediciones del Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, El luto humano, Los errores y el mecanuscrito de El apando, que Pepe le dedicó en Lecumberri. Nunca necesitó más, aunque le ofrecieron puestos bien remunerados; supo mantenerse al margen del presupuesto. Maestro ante todo, llevó su vocación en la sangre. Nunca regateó su conocimiento y recibió con alegría franciscana a cualquier estudiante que tocara a su puerta. Todos lo conocían por haber sido el compañero de celda de Revueltas (currículum que él aceptaba con su gran sonrisa de niño), pero Martín Dozal fue más que eso, fue un maestro como pocos, un erudito que no sólo sabía de literatura, sino de cine, arqueología, historia, música, pedagogía, geografía y antropología, y compartía su saber con quienes tocaban a su puerta. Ávido lector, cuando enfermó a punto de morir en 2014, lo primero que hizo al volver a la vida fue escribir sobre la muerte. ¿Qué revelación tuvo Martín para cerrar su puerta e irse tan discretamente, como vivió? Quizá comprendió que ya era hora de unirse al maestro que cambió su vida para siempre y lo inmortalizó en su funeral como el hermoso joven incendiario que levantó la voz contra el secretario de Educación del sexenio echeverrista Bravo Ahuja y de pie, sobre una tumba del panteón Francés de La Piedad, el brazo en alto, se atrevió a reclamarle su inútil y extemporánea presencia.

Publicado en La Jornada
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