Entrevista exclusiva a Pompeyo Audivert: «Rosas nos sirve como máscara contradictoria, como punto de encaje dramático de una identidad nacional frustrada»

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Por Daniel Cholakian – Nodal Cultura

El Farmer  fue una novela clave en la literatura argentina durante el proceso neoliberal que se vivió en ese país durante la década del `90 del siglo anterior. La novela irrumpió con una búsqueda formal y una lógica política que sacudió el escenario intelectual local.

Construida como un monólogo interior, disruptivo, la narración además reponía en el campo de la discusión a uno de los caudillos históricos del país más denostado por la historiografía liberal. De este modo la obra de Andrés Rivera proponía simultáneamente una interpelación a las formas literarias tanto como a los sentidos comunes instalados en el orden político.

Cerca de veinte años después de su publicación, la obra fue llevada al teatro en un trabajo iniciado por el actor, director y dramaturgo Pompeyo Audivert, quien sumó al actor Rodrigo de la Serna y al director Andrés Mangone. La puesta en escena se funda en la reconstrucción de Juan Manuel de Rosas como personaje dramático en dos: el mítico, que se expresa como aquel hombre del poder y el viejo expulsado, olvidado, excluido de toda lucha política, que se pregunta quién es, cuáles fueron sus sueños, cómo llegó hasta allí (una campila inglesa a miles de kilómetros de su país y su tierra) y qué mundo es el que vive. Expresionista por momentos, grotesca por otras, El Farmer es un modo de aproximación no ya a la historia, sino a la poética de la historia, lo cual implica una manera superadora de pensar las tradiciones del país.

La novela sobre la que está basada El Farmer está escrito como un monólogo y en la puesta se desdobla en dos personajes, en dos actores y en dos voces diferentes.  ¿Por qué ustedes hacen este desdoblamiento?

Eso surge un poco de casualidad en medio de una serie de dificultades que se produjeron en el proceso de adaptación. Primero yo iba a hacerlo como un monólogo. El hijo de Rivera me ofrece el texto para llevarlo al teatro, y yo ya había pensado en hacerlo pero lo había dejado, ya que me parecía medio difícil. Cuando él me lo ofrece empecé a trabajar. Empecé a investigar cómo adaptarlo, a memorizar, a probar los textos, a imaginarlos. Asi me encontré con la dificultad de sostenerlo en un solo cuerpo. En eso estaba cuando me cruzo por casualidad con Rodrigo De La Serna en un restorán. Él sabía que yo estaba investigando sobre ese material que lo iba a montar y me manifiesta su ganas de hacerlo. Él quería que yo lo dirija  y él hacer a Rosas. En ese momento se me ocurrió de hacerlo los dos.

Entonces empecé a probar si se podía desdoblar en dos cuerpos ese texto. De inmediato me aparece la idea del Rosas mítico, el Rosas que va a quedar, el que se mantiene siempre igual. Ese Rosas del poder. Y por otro laso el ideológico, cuyo físico se está despidiendo de la vida esa noche. Empecé a probar los textos de esa manera y resulto que funcionaba muy bien y que desataba una nueva visión con respecto al personaje, tanto como un orden teatral metafísico que le daba un dinamismo muy interesante en esa forma de diálogo interno de Rosas “mito” con Rosas “carne”. A partir de ahí lo invite a Rodrigo a que pensáramos de esa manera la adaptación y lo sumamos a Andrés Mangone para construir esa versión.

Hubieron varias versiones hasta que dimos con la correcta, pero inicialmente establecimos una versión más torpemente y empezamos a ensayarla. En el ensayo apareció la segunda, la tercera y hasta la cuarta versión, que es la que hoy tenemos. Fuimos corrigiendo en los ensayos, los sobrantes, les fuimos agregando pequeñas cositas que no son de Rivera pero nos parecía que venia a cuento y también sacamos textos.

Terminamos por construir la versión tal cual es poniendo los cuerpos en la escena y en los ensayos.

En el Farmer hay un particular trabajo de la lengua que incluso es en el momento en que se edita la novela hace 20 años atrás, supone la irrupción de un habla literaria muy particular ¿Cómo trabajaron ese decir,  ese habla que hablaba este Rosas?

Rivera escribe como si fuera una suerte de máquina, una mecánica literaria redundante, ulcerante. Es su redundancia de los sentidos sobre los que escarba, sobre los que ahonda, que a mí me resulta muy atractivo.  Me gustan  los autores en donde la máquina de su escritura sobresale y se deja ver. Donde la estructura literaria muestra el lomo, el esqueleto. Se transparenta y también es parte de un protagonismo. Eso tiene mucho un autor sobre el cual yo trabaje que es Thomas Bernhard. Entonces sentí una gran familiaridad con este autor por ese tema. Me gustan las operaciones formales y a veces me gusta incluso cuando ya no se sabe que te gusta más, si lo que dice o como lo dice.

A mí, particular mente me interesan ese tipo de autores que además destinan una literatura de suerte poética en su forma de narrar. Entonces sentí una gran identificación con el material desde ahí. Eso es lo que a mí me gusta del teatro.

¿Qué significa en Argentina hablar de Rosas? Parece ser ese tema que será un tabú permanente, aun cuando hoy podamos pensar con mayor rigor histórico incluso el contexto económico y el tipo de relaciones regionales y de clase que encarnó.

Hay varios niveles acá que se cruzan. Siento que la aparición de la temática Rosas hoy, nos sirve para desatar dos niveles de trabajo  o dos apuestas que son bien teatrales. Una es histórica y otra es anti-histórica.

Rosas nos sirve como máscara contradictoria, como punto de encaje dramático de una identidad nacional frustrada, clandestina. Es un referente sumamente reconocible, pero para hablar justamente de las cuestiones de identidad sagradas, aquellas que no están al alcance de nuestra conciencia pero que prescindimos. Siento que Rosas nos sirve para hacer andar la máquina teatral en su sentido metafísico, que sería abrir esos interrogantes con respecto a la propia identidad  a nivel individual y a nivel colectivo. La identidad individual uno presiente que no es simplemente aquella que refiere el documento de identidad, como tampoco la identidad colectiva es aquella que refieren los libros de historia. La percepción, la sospecha de otredad de estar atravesado por otras versiones o por otras identidades que ya uno ha sido, y que laten por detrás de uno, de una forma convulsa o extraña, en lo histórico también. Identidades que se han clausurado súbitamente, que se han re versionado.

Creo que la máscara Rosas sirve como punto de encaje o frontera entre esas dos identidades; La identidad sagrada y la identidad histórica. Rosas es una entidad histórica contradictoria, de sangre, violenta, cercenada, frustrada, censurada. Y a la vez por detrás de la máscara y por dentro late también una identidad sagrada, algo que uno presiente que va a más allá que eso que se  manifiesta.

Me cuesta referirme al trabajo que hacemos desde un nivel histórico, siento que nos sirve para desatar la maquina teatral de su operación metafísica  vinculada a la identidad y a la pertenencia. En ese sentido nos agarramos de Rosas. En ese hacerlo nos fuimos enterando de quien fue Rosas, de que lo que significo políticamente más profundamente, de que fue la gente de una clase social que necesitaba disciplinar un país para hacerlo andar de una manera vinculada a la oligarquía. Ese nacimiento de esa modernidad de explotación también y de organización económica. Después cuando ya no sirve más para eso lo tiran a un costado.

En el medio el desata otras cuestiones que no estaba programadas por la clase social que lo manda, como puede ser la identificación del ser nacional en el paisano, en el gaucho. Cosa que no le perdonan, que la haga a su manera y establezca el sujeto político en el trabajador rural con quien era muy a fin. Todo eso produce una cierta identificación con él. Que es lo que queda latiendo después. Por eso que latiendo su figura tanto tiempo, hasta hoy.

Personajes como este en la historia desatan otras fuerzas, que están dando vueltas por ahí, las canalizan, las sintetizan y las hacen conscientes. Rosas vuelve consciente una identidad que estaba latiendo esparcida o fragmentada, des-individualizada en Argentina.

Rosas es la superficie de inscripción de una rasgadura poetizante que a través de la máquina teatral queremos producir para desatar las cuestiones de identidad y pertenencia que refería recién. Para eso nos sirve Rosas.

Pensando en la máscara y pensando esto de tradiciones identitarias que pueden atravesar a los argentinos, en un momento particular de la obra que pensé que ese Rosas que vos interpretabas podía ser Borges. Fue en el momento en que Rosas habla de irse al sur con el caballo y tu caracterización, parado con el bastón, esa cabellera cana y raleada, no podía sino hacerme pensar en Borges. Un Borges identificado con Rosas, lo cual en la tradición académica argentina sería absolutamente paradojal.

Siento que hay un devenir Borges en ese Rosas que yo hago. Lo siento profundamente, y siento que están ligadas de algún modo dorsalmente esas dos figuras, y que el punto de encaje es lo argentino, lo nacional, el campo, la zona histórica esa a la que refieren los dos. Son esas cuestiones que produce la operación poética, cuando el estallido de signos se vuelve múltiple y aparecen cosas extrañas y aparentemente extranjeras. Por supuesto que sí existe esta asociación y sentía que era algo más privado mío.

Hablando de tu caracterización, el Rosas del mito es aquel que uno puede inscribir hasta iconográficamente, y cuya imagen es la que representa Rodrigo de la Serna.  Vos tuviste que inventar un Rosas desde otro lugar. Aparecen unos cruces bastante interesantes entre el expresionismo y lo grotesco y parece que desde allí vos le das carnadura a un personaje que tiene una concepción muy particular ¿Cómo trabajaste vos esta concepción?

Por un lado traté de acentuar dos rasgos del Rosas que yo sabía que era propio. Por un lado la edad, ya que en esa época llegar a los 83 años, estaba ya sin dientes y decrépito. Por otro lado la fuerza, porque parece que envejeció mucho pero no era un viejo que andaba a los tumbos y totalmente decrépito. Tenía una fuerza notable en su vejez.
Fui encontrando al personaje a lo largo de los ensayos. Al comienzo no lo hacía del tamaño que tiene ahora con las piernas arqueadas, que son un homenaje o signo del caballo que no está. Él era un jinete extraordinario de la época, parece que cabalgaba como el mejor, un tipo de campo. Me miré en el espejo y me di cuenta que era muy joven y me parecía mucho en la altura y frente al espejo, bajé, busque acomodar más la imagen y ahí calzó finalmente el personaje. Por ejemplo la espada que la uso de bastón, me la dieron en el teatro. Era una espada que yo iba a usar al final cuando salía a buscar la muerte y la empecé a usar como bastón en ese momento y me ayudó mucho. Es un signo atractivo para la construcción del personaje, la espada ya es un bastón, las piernas arqueadas donde había un caballo pero ahora queda ese vacío, el viejo bajito con esa capa, esa especie de Rey Lear.  Ahí pude desatar más las fuerzas actorales, que se monten sobre esos signos y proliferen susceptivamente. Ahí apareció el personaje definitivamente, cosa que me puso muy contento. No hay cosa peor para un actor que no dar para un personaje.

La escenografía que realmente es muy atractiva. Pero me llamó la atención como hacia el final todo queda tirado, revuelto. La cama caída, los papeles. Pasan de cierto orden, de esa casa sencilla, apocada a una cierta explosión escenográfica. Allí me pareció que los objetos se convertían en un manera de contar.

No fue un pensamiento premeditado, pero la obra tiene una serie de apagones que van marcando un paso de tiempo dentro de esa misma noche. Es como si fuera una escalada hacia el desorden, hacia el caos previo a salir a la muerte. Siento que fue muy natural que el espacio vaya mutando, degradándose, entrando en otra dimensión. Lo bueno de esa escenografía también es que no es representativa, es una especie de puente que puede ser un barco, un camino que está a la intemperie pero también puede ser visto como un interior. Produce una noción de la temporalidad teatral pero que no es un tiempo representativo. Esa imagen permite declarar un tiempo teatral, un destiempo en el que entran todos los tiempos. Los actores hablamos, los personajes nos referimos al público  y le contamos a él, lo reconocemos, lo miramos, lo incluimos como tiempo dentro de esa zona que de algún modo la escenografía permite activar, que es la zona teatral.

A mí me gusta del teatro cuando la representación no es del todo estricta en términos de época. Cuando el tiempo está malversado, incluso los personajes. Cuando no es la representación realista, sino que permite también suspender la noción de tiempo, de presencia, de realidad y de historia. Que está en otro plano, que es ese que está vinculado a la muerte o a las zonas dorsales de la presencia, esas zonas fantasmagóricas donde se agitan de otra manera las cuestiones históricas. Siento que la escenografía nos permite salir de los niveles representativos más tradicionales que asedian a nuestra teatralidad y que de algún modo están muy en boga y que eso me parece uno de los peligros que corre el teatro. La afirmación de la teatralidad a través del mecanismo espejo. Quisimos también producir un piedrazo en el espejo sin perder la idea de lo histórico, del reflejo. Si no que al romper ese reflejo sin traicionar la idea de hablar de Rosas, permitimos también la aparición de otras fuerzas que no son tan definibles pero que están ahí.
Que se vuelven vívidas a partir del trabajo de la imagen escenográfica, no solamente de la actuación.

El espacio está abierto, esta ofrecido, no tiene paredes. Es un puente entre dos épocas.

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