«Gavilán Blues», contar la homofobia

1.214

Aunque el tema de la homosexualidad se ha podido vislumbrar en muchas ocasiones dentro de la literatura guatemalteca, su representatividad dentro de este vasto universo todavía es mínima en comparación con otras temáticas. Como parece ser obvio, la explicación a esta carencia se debe a la esencia misma de esta sociedad que, atrapada en su natural conservadurismo, reprimió por muchos años -y aún sigue haciéndose de la vista gorda- el reconocimiento y la aceptación de este hecho que tiene una realidad tangible no solo en la Guatemala del siglo XXI, sino en las sociedades de todos los tiempos.

A lo largo y ancho del siglo XX, entre represivos gobiernos liberales, militares y civiles, se trató por todos los medios de hacer invisible el problema, de modo que hoy, en una época en la que supuestamente se goza de mayor apertura y tolerancia, todavía nos rehusamos a hablar abiertamente de este tema; y si lo hacemos, generalmente es desde un tono festivo y burlesco o desde una perspectiva que apuntala a una falsa tolerancia con matices paternales. En cualquiera de los dos casos, estas actitudes solo persiguen entronar el machismo subyacente en la estructura social, bajo el cual se fundamentan los sistemas religiosos e ideológicos que sustentan a nuestras sagradas instituciones.

El tema es amenazante no solo porque para nuestro medio es visto como una tergiversación de lo que el bien común considera “normal”, sino también por los riesgos que conlleva a largo plazo: cuestionar la legitimidad del sistema heteropatriarcal tradicionalista que hemos heredado y del cual nos ha costado tanto ir saliendo.

En un medio que todavía es demasiado hostil a la cultura homosexual y donde la norma es la homofobia, más que la heterosexualidad, la literatura que intente hurgar en este escabroso tema será un verdadero regalo de civilidad para nuestro pueblo que, aún en pañales, no consigue dejar de una vez por todas su mentalidad de colonia dominada, envuelta entre las sombras de la superstición religiosa; un pueblo acomplejado y enfermo que exhibe con vanagloria y ostentación todas sus taras y prejuicios.

Pues es en este medio donde la literatura de tema homosexual, a la vez de ser un obsequio necesario, pareciera también estar destinada a la marginalidad. Afortunadamente no parece ser el caso de la novela Gavilán Blues, de Tito Bassi -autor suizo radicado en Guatemala- que fue presentada el pasado mayo en la librería Sophos, negocio que, en otro orden de cosas, se ha convertido implícitamente en una institución que contribuye a determinar el canon literario del país en los últimos años, lo cual tampoco garantiza que se vaya a convertir en un “clásico” en el futuro. Lo importante, en todo caso, es que estas instituciones, de alguna manera, están teniendo apertura para estas temáticas que suelen causar sorna entre el público si se refieren a lo propio, porque, claro, en nuestra sociedad mojigata el tema siempre se podrá tratar sin que cause resquemores cuando se hable de él a distancia, cuando suceda en Estados Unidos o en Europa; pero cuando ocurre en nuestras latitudes, sin duda que todavía provoca comezones salpicadas de atavismos religiosos.

Gavilán Blues expone un secreto a voces de tantas familias guatemaltecas: tener un hijo homosexual. Lo que al principio pareciera una sospecha sin mayor fundamento, poco a poco se va convirtiendo en verdad inmanente: el primogénito de la familia de Everardo Pérez se siente irremediablemente atraído por los hombres. Pero el hecho se maximiza porque El Tigre, como llaman al protagonista Martín Pérez, proviene de una acaudalada familia de terratenientes de la costa, nuevos ricos que desesperadamente se empeñan en preservar valores tradicionales y demasiado conservadores en un medio extremadamente agresivo: el área rural guatemalteca, donde la hombría se mide por la rudeza y los estereotipos que caracterizan la masculinidad y la feminidad están muy bien delimitados. Es en este medio y bajo este sistema de valores en el que el protagonista debe luchar para sobrevivir; debe crear una falsa vida que le permita la aceptación social; debe, incluso, matar para protegerse.

Aunque el relato se desarrolla en un solo capítulo, además del prólogo y del epílogo cortos, los hechos van fluyendo con una agilidad que no deja declinar la atención en ningún momento. En un estilo sencillo y sin rebuscamientos, los sucesos avanzan de manera vertiginosa de tal modo que, casi sin darse cuenta, el lector queda atrapado en la historia. Definitivamente es una trama que engancha, a pesar de ser completamente lineal, con narrador omnisciente y sin mayores aportes innovadores a la técnica narrativa. Por supuesto que el resultado de escribir una historia con los recursos más gastados de una escuela realista tradicional no necesariamente debe dar un resultado de mala calidad. Simplemente alinea el estilo del autor con una narrativa más tradicional.

Sin embargo, en algún punto del relato valdría la pena cuestionarse ciertos aspectos que podrían forzar la trama y darle ciertos matices inverosímiles. Ejemplo de ello es la recurrencia de ciertos personajes en determinados puntos del relato. Para explicarme bien: un personaje secundario aparece en un momento clave de la niñez del protagonista para hacer avanzar la acción -Espartaco, el niño salvadoreño por el que Martín comienza a sentir sus primeras pulsaciones sexuales, aparece casi al inicio del relato para que Martín cobre conciencia de su homosexualidad- y luego no vuelve a aparecer hasta muy avanzados los hechos. No se dan mayores referencias de este personaje ni se conoce mucho de él hasta que se vuelve a mencionar casi al final de la historia, en un viaje que Martín hace a París, donde “casualmente” se entera de que este personaje tan alejado en su vida también era homosexual y había tenido relaciones sentimentales con uno de sus amigos franceses. No es el único caso, pero quizá sea el más claro, en el que pareciera que el autor saca a colación un personaje que dejó perdido al principio del relato para darle una importancia repentina o, quizá, para darle un cierre. Aunque es probable que este tipo de casualidades puedan ocurrir en la vida real, el exceso de casualidades podría llevar a pensar al lector que el autor está tratando de crear conexiones poco consistentes con personajes que no tuvieron un mayor desarrollo en la trama. Abusar de este recurso puede conllevar el riesgo de hacer demasiado evidente el mapa de relaciones entre los personajes, con el agravante de que los hechos puedan perder su organicidad.

El desenlace es otro de los aspectos débiles del relato, precisamente por la rapidez en la que se desarrollan los hechos, que no permite apreciar el proceso de deterioro del personaje a partir de su cambio de fortuna. Una vez puesta en evidencia su doble vida, la mentira del personaje se hace insostenible. A partir de ese momento, los hechos se agolpan tan veloz y atropelladamente que el lector se queda con la sensación de que hizo falta ver algo. Aunque no es recomendable que después del clímax los hechos se extiendan mucho, pareciera que al autor le interesaba más darle un fin al relato. El proceso de deterioro del personaje y la ruptura de sus relaciones con los seres más cercanos solo se mencionan de pasada. Como consecuencia, en el lector queda esa sensación de que “hubiera querido oír más de la historia”.

Más notable es el hecho de que el autor recurra, en el prólogo, a un recurso quizá extraído del naturalismo más tradicional. Me refiero al uso de datos estadísticos como para dejar bien claro desde el principio que ha realizado un trabajo de documentación o simplemente con el ánimo hacer un alarde de erudición. Es evidente que la historia está construida tras una rigurosa documentación, eso es innegable por la manera en que reconstruye ciertas épocas. Citar en una plática casual porcentajes exactos de especies animales con tendencias homosexuales, aunque vengan de un profesional especializado, resulta demasiado acartonado. Recuerda esto ciertos pasajes demasiado aleccionadores de la novela Miculax, de Jorge Ramírez, en la que el narrador, queriendo hacer gala de sus conocimientos en ciencias biológicas de la conducta, comienza a explicar el proceso de sinapsis nerviosa dentro del marco de los acontecimientos.

Otro aspecto a revisar es el uso de la temporalidad dentro de la ficción. Aunque nunca se dice abiertamente en que años suceden los hechos, al principio no queda muy bien definido si hablamos de las décadas de 1930, 1940 o 1950. Se percibe con claridad que no es después de la primera mitad de ese siglo, pero luego, pasado ciertos años en el que el protagonista ya creció, se expresa claramente que los hechos ocurren en la década de 1990. Un lector acucioso, sin duda, sacará sus propias cuentas y con rapidez podría darse cuenta que algo no cuadra en el personaje: pareciera que es un hombre de 40 o 50 años que aún se comporta como uno de 30. Aunque no es inverosímil, principalmente de alguien que construye una doble vida, que después de los 40 años el protagonista aún se sienta presionado por su familia para contraer matrimonio, se experimenta un vacío que podría ir contra las reglas de la lógica dentro del relato. La pregunta que primero saltaría sería: ¿por qué hasta después de los 40 o 50 años el padre comienza a presionarlo para que se case, cuando lo común es hacerlo a una edad más temprana?

A pesar de todo esto, la novela sigue siendo interesante. Quizá su mayor debilidad sea la inutilidad misma de su epílogo. En otras palabras, la novela puede existir sin su epílogo. Su inclusión pareciera más ir en una dirección aleccionadora y extraliteraria: años después del final de los hechos, el narrador reconoce que el Papa Francisco acepta a los homosexuales y que la iglesia católica -la minúscula es de mi cosecha- no debe marginarlos y debe integrarlos a la sociedad -como si fueran marginados resentidos. Este final moralizante solamente deja clara la postura religiosa y todavía prejuiciosa del narrador que, al final y dado los recursos estilísticos usados, pareciera ser la del mismo autor. Quizá el autor, al final de cuentas, adopte una postura evangelizadora, quien ve a la institución eclesiástica como un ente rector. En realidad no puedo imaginar las verdaderas razones del autor al escribir esta novela. Sin embargo, algo sí es claro: la obra literaria pierde mucho de objeto estético cuando su finalidad se encamina por otros caminos, uno de ellos el evangelizador.

Publicado en La Hora
También podría gustarte