[Exclusiva NodalCultura] Mauricio Kartun: «Cuando uno se pone a escribir, en realidad lo que hace es pensar»

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Por Lucía Resnicoff y Julián Echandi – NodalCultura

Con más de 40 años de trayectoria, Mauricio Kartun acaba de cumplir 70 años siendo probablemente el principal referente de la dramaturgia argentina y uno de los más reconocidos de América Latina.

Desde «Chau Misterix» (1980) ha logrado atravesar lo político a partir de un trabajo de la imagen dramática y un trabajo sobre la lengua y el habla muy sofisticado y a la vez de una potencia narrativa inusitada. El expresionismo, como recurso para dar cuenta de esa realidad afectada por la dictadura, continúa vigente hasta la maravillosa puesta de «Terrenal», una obra magistral que conjuga todos lo mejor de la estética de este escritor y director.

En esta entrevista, Kartun habla del proceso creativo del escritor y de sus trabajos en torno al teatro y la palabra.

 

Pensando en Roland Barthes, que sostenía que el deseo tiene un rol fundamental en la escritura, nos preguntamos y le preguntamos ¿por qué escribir?¿por qué escribir obras de teatro? ¿Sobre qué escribir?

Creo que todas las actividades humanas suelen estar regidas por, dice la vieja filosofía, azar y necesidad. Y yo creo que en el caso del trabajo artístico se agrega un tercer motor, que es el deseo. Nosotros trabajamos impulsados por el deseo, siendo que inevitablemente estamos hablando de una fuerza oscura, es decir, una fuerza que nunca se manifiesta con claridad en relación a cuál es el objeto. La escritura parecería ser la búsqueda de un objeto, el deseo de encontrar un objeto oculto que produce, justamente, el placer de encontrarlo. Es, en todo caso, una de las clásicas actividades humanas de la felicidad: la búsqueda de un estado de fluencia. Es decir, ponerse a fluir, y la sensación de que en ese estado, que trasciende el estado convencional profano y productivo, uno accede a otras formas de la realidad que están más allá. Simplemente de lo que se trata es de estar empujado por un deseo, de fluir en estado acrítico y empezar a encontrar cosas que de otra manera no vería; y el placer inefable de descubrir que esas cosas se constituyen, en principio, en una materia representable, como es en el caso del teatro. Cuando yo empiezo a escribir no tengo ninguna idea, yo lo que tengo son imágenes, impulso y deseo. La sensación es: tiene que pasar, va a pasar algo. Nuevamente me va a pasar, va a suceder de nuevo. Cuando sucede, en realidad, hay como una especie de orgasmo, de paz posterior y de relax posterior y la necesidad de empezar a buscar un nuevo camino de construcción de lo mismo: digo, el deseo, la búsqueda y el encuentro.

¿Cómo funciona ese deseo ante la página en blanco?

Dividiría en dos el problema. Por un lado, hay un problema al que podríamos llamar el “bloqueo” y, por el otro lado, hay problemas técnicos. Hay materiales que, porque uno se animó mucho más allá de las fronteras de lo que conocía y esas fronteras son inhóspitas, hace que un material no avance. Cuando a mí me pasa entro siempre en una especie de estado de resignación. Yo creo que el trabajo de un escritor es escribir y no terminar obras. Terminar obras es un hecho fortuito y feliz. Pero en realidad el objetivo es escribir. Por lo tanto, mientras yo puedo escribir, soy feliz, digo, tengo ese estado de felicidad, porque tengo esa fluencia y el deseo está encaminado.

Otra cosa diferente que es el bloqueo. El bloqueo es una imposibilidad sobre el deseo. Es decir, hay un lugar en donde el deseo no puede manifestarse. Hace muchos años que no padezco bloqueo. Los tuve alguna vez, ocasionalmente, y creo saber a qué se debía. Creo haber descubierto que, en realidad, en el bloque siempre hay una sobre exigencia o una necesidad de hacer algo para lo cual o con lo cual el proyecto no es orgánico. Cuando uno trata de salir del organismo y entrar en la máquina, es donde puede producirse el bloqueo. Uno entra en el acto ingenuo de considerar al proceso creador como un proceso mecánico. Los bloqueos vienen siempre de intentar una mecanicidad y el bloqueo, en todo caso, es una especie de estallido sano. Es como cuando salta la térmica, ¿no? En realidad el bloqueo lo que viene a decir es “la máquina no está hecha para trabajar así”. Por lo tanto, cuando se produce realmente un bloqueo (y yo como maestro estoy acostumbrado a enfrentar esa dificultad en otro) uno sabe que en realidad lo que lo saca del bloqueo es volver a cierto estado orgánico.

¿Cuánto de trabajo y transpiración demanda la escritura? ¿Cómo se articulan en usted la inventiva y el trabajo, entendido como “sentar el culo en la silla y laburar”?

En principio, a mí me parece que esas son siempre consideraciones capitalistas. Yo siempre las he visto como una especie de imposiciones del sistema. Creer en el trabajo como condena, creer en el trabajo como posibilidad de forzar… Y yo suelo repetir esto: desde chico, yo escuché en mi casa algo que para mí fue muy importante y muy configurador de mi actividad; mis viejos decían “el que trabaja en lo que ama cumple el sueño de vivir sin trabajar”. Yo no siento, ni jamás he sentido, el peso del trabajo en el momento de escribir. Más bien todo lo contrario. Lo que me sucede es: cuando empiezo a escribir, suelen ser las cervicales las que me empiezan a decir que tengo que parar, porque en realidad el deseo, la manifestación del acto de entusiasmo (en el sentido más literal de la palabra: “en tu Zeus”, “en tu Dios”), estar en ese estado sagrado, me llevan a algo a lo que  me resulta muy difícil considerar “área laboral”. Esa transpiración de la que suele hablarse a mí me parece que tiene que ver con otra cosa. Tiene que ver como con cierta imposición negativa.

Pero, como decía una tía mía, como te digo una cosa, te digo la otra. Tampoco creo en el necesario impulso de la inspiración. Quiero decir: no es que simplemente estoy inspirado y por eso escribo. Yo creo que de lo que se trata simplemente es, como creador, de acostumbrarse a poner el cuerpo y el tiempo. Yo, cuando estoy en procesos de escritura, simplemente lo que tengo es una disposición del tiempo y del cuerpo diferentes. Es decir, el cuerpo está sin otras actividades y el tiempo está absolutamente disponible. Yo jamás lo fuerzo a escribir. El tiempo está disponible, por ejemplo, para leer algo analógico. El tiempo está disponible para escuchar una música que puede servirme. El cuerpo y el tiempo están disponibles: por ejemplo, la cabeza está para volar y a veces escribir poesía como un medio de acercarme a una escena. Simplemente dispongo de ese espacio y ese espacio se llena de manera natural y entusiasta.

En una entrevista de televisión afirmó que todo escritor es un lector degenerado ¿qué influencia tiene la lectura en el proceso de escritura?

En principio, creo profundamente en eso y todas mis escrituras han nacido de otras escrituras. Yo creo que la escritura es una máquina de la memoria que repite y que todo viene de allí; y que a veces es muy difícil mirando la realidad salir de la red conceptual y, sin embargo, leyendo es muy fácil salir de la red conceptual. Por lo tanto, yo creo que la lectura a mí continuamente me lleva a obras y, cuando estoy escribiendo, estoy siempre buscando con qué lectura complemento eso que estoy escribiendo, porque siento que lo que hace es abrirme la cabeza. Por el otro lado yo creo que los escritores somos eso. Somos tipos que en algún momento no nos alcanzó ya la lectura y descubrimos que había otra forma de producir esa ficción, que ya no era la de la comodidad de encontrarla escrita, sino la de ser nosotros los propios productores.

¿Cómo hace un escritor para ser original en un universo literario en donde todo parece ya haber sido dicho?

En principio, aceptar el concepto de “experimentación”. El concepto de experimentación tiene un sentido y un significado muy concreto: experimentar es salir del perímetro. Todo lo conocido, esto a lo que vos te referís, está dentro de un perímetro, es decir, es lo conocido, lo sabido, lo probado, lo aprobado. En todo caso, es lo visado. El origen de la palabra “visa” es el “visto bueno”, lo que está visto y aprobado. La única manera de salir de lo visado es acudir a lo improvisado. “Improvisado” es “ir más allá de aquello que tiene visa”, es decir, salir del perímetro. Esto es experimentar: salir del perímetro de lo conocido y empezar a trabajar en busca de encontrar nuevas convenciones, nuevas formas, nuevos temas, nuevas energías que no están presentes en otras escrituras que uno conoce. Y cuando uno encuentra ese pequeño campo agregado al perímetro, en realidad entró en su propia realidad creativa. Yo creo que el arte en general, pero específicamente el teatro, es un círculo que se está abriendo desde hace siglos. Hubo un original Big Bang, que produjo una explosión, y el teatro se va abriendo en la medida en que nuevos experimentadores salen del perímetro; y en la medida en que salen, agrandan y agrandan y agrandan y agrandan. La única manera de no quedar atrapado en el perímetro es tener la audacia de dar el paso afuera de la línea.

En una obra de teatro pensada para ser representada hay “muchas manos en un mismo plato”. Durante mucho tiempo no dirigió sus obras ¿cómo vivió entonces esas relaciones? ¿Había diferencias entre sus proyecciones y las ajenas?

Sí. Yo fui durante casi treinta años un autor de escritorio, un tipo que escribía obras y las entregaba a directores que las montaban. Fui un escritor privilegiado, porque tenía la suerte de que mis obras les gustaban a los directores que a mí me gustaban. Por lo tanto, había algo de círculo virtuoso. Pero los círculos virtuosos suelen transformarse en viciosos muy rápidamente porque, justamente, al no tener que generar demasiado esfuerzo, empiezan a producir una especie de repetición. La repetición que producía en mí era escribir una obra en la que, especulativamente, yo trabajaba en un porcentaje para lo que determinaba mi deseo, pero también, en otro importante, especulando con el deseo de los directores que iban a montar la obra. “¿Qué quieren ellos?” Si yo logro satisfacer lo que quieren ellos, les va a gustar y la van a montar. Por lo tanto, eso empezó a transformar mi escritura en una especie de materia más sometida, más domesticada a la estética de otros, que a cierto lugar a veces más salvaje, más irreverente, más bárbaro que el que reclamaba el o los directores.

Cuando yo empecé a dirigir mis propios espectáculos, me di cuenta de que tenía un lugar de temor, que era que yo, como director, no iba a poder agregarle nada de lo que ya había imaginado como dramaturgo. Pero descubrí era un temor infundado, porque había un elemento absolutamente desequilibrante, definitivamente desequilibrante, que es el actor: la  presencia del actor hacía que cualquier seguridad se derrumbe. No había posibilidad de ninguna seguridad. El actor hacía temblar todo. Por lo tanto, obligaba a tener que repensar, obligaba a tener que reconstruir todo a la estética de las propuestas del actor y demás. Y me di cuenta de que en realidad podía dividir los roles: que yo cuando escribía podía pensar de una manera, y que cuando dirigía podía hacerlo de otra manera. Entonces terminaba produciéndose el mismo fenómeno de cruce, de disociación o de apareamiento que cuando yo se lo daba a otro director, pero con la ventaja de que yo podía reafirmar todo lo que a mí verdaderamente me interesaba en términos estéticos.

Ha trabajado con otros autores en diferentes formas de escritura colectiva ¿cómo supo yuxtaponer cosmologías y filosofías en la escritura con personalidades como Humberto Rivas, Claudio Gallardou y Tito Loréfice? Es general ¿cómo se escribe con otros?

Agrego a Tito Cossa, con quien también hice alguna vez una experiencia de escritura común. Yo trabajé muchos años en el Mercado de Abasto, que es un lugar lleno de sabiduría popular, y siempre recuerdo una frase que decía un peón con el que trabajábamos. Él decía siempre “más difícil que criar un chancho a medias”. Y a mí me causaba gracia porque efectivamente si criás un chancho a medias, cuando matás el chancho, ¿cómo se divide? Digo, hay cosas que uno no puede dividirlas. Tan difícil como criar un chancho a medias es escribir una obra a medias, escribir una obra entre dos. Siempre es un problema, siempre hay un desequilibro, siempre hay un lugar donde no sabés quién se va a quedar con la cabeza del chancho y cuántas morcillas le tocan a cada uno. Porque además siempre está el qué pongo yo y qué pone el otro, por lo tanto cuál es el grado de propiedad que tengo sobre eso. Es muy difícil hacerlo. Yo cada vez que lo he hecho he tenido que encontrar mecanismos, encontrar sistemas. De los cuatro que vos mencionás, en cada uno encontré un sistema diferente.

En el caso de Humberto Rivas, un primer trabajo que había hecho él, que más que un borrador, era una pieza terminada que yo tomé y rehice para un nuevo proyecto.

En el caso de Claudio Gallardou, yo hice una propuesta. Fui escribiendo escena por escena y la fui enriqueciendo con el aporte de Claudio como director.

Con Tito Loréfice, él escribió un pequeño esquema de cuatro o cinco carillas en el que armaba el desarrollo argumental de la obra que él iba a dirigir. Me trajo esa especie de boceto, de cañamazo y yo tejí, bordé después escena por escena los textos, las situaciones, el desarrollo de personajes, etc.

Y en el caso de Tito Cossa, tenía una obra escrita hasta la mitad que se le había trabado y que él no encontraba cómo destrabar. Y había un compromiso y una oferta profesional. Entonces Tito me propuso que yo tomara ese material a ver si yo lograba destrabar esas dificultades. Yo le dije que yo lo iba a hacer con mucho gusto si la versión final la hacía él porque esto después tenía que volver a encontrar un carácter homogéneo. Y así lo hice: destrabé el material, rearmé todo el desarrollo argumental del material y luego se lo di a Tito, que le dio una pulida al estilo Tito Cossa. Digo, tan Tito Cossa es esa obra que se llama “Lejos de aquí” que Tito la tiene publicada en sus Obras completas y yo no. Digo, yo le siento más pertinencia a la obra de Tito que a la mía.

Pensando en la filosofía de la “dramaturgia de la imagen”, ¿podría regalarnos una imagen que funcionase de inicio de una escena?

De inicio de una escena, no; pero puedo compartir pesca del día. Yo estoy continuamente recogiendo imágenes que no necesariamente sirven para empezar una escena, pero sí sirven para detonar un proyecto. La semana pasada trabajando en Uruguay, charlé largamente con el cónsul argentino de la zona. Yo tenía una mirada ingenua y  en un momento le dije  “¿qué hace el consulado? da visas, atiende a los señores que se les perdieron los documentos, al señor que le robaron algo y no tiene plata para volver le gestiona algo” poniendo el trabajo en ese lugar de la gestión burocrática mínima. Y él me dijo: “no, es mucho más trágico. Nosotros lo que atendemos sobre todo son las muertes”. Estábamos en Punta del Este y me dijo: “en Punta del Este mueren alrededor de cien argentinos por año y nosotros tenemos que atenderlos”. Entonces yo le pregunté: “¿y quiénes mueren en Punta del Este?” y entonces él me dijo: “hay accidentes porque la gente cuando va de vacaciones descontrola; hay chicos que le roban el coche a los padres y tienen accidentes. Hay también hombres estresados que vienen en fin de semana largo a tratar de pasarla bien y se exceden y no viven”. Yo inmediatamente pensé en esa imagen clásica del sesentón que ya separado se compra un coche deportivo, siente que como tiene guita por fin puede dedicarse al placer, se hace de una novia notablemente más joven, intenta pasar un fin de semana largo a fuerza de alcohol, viagra y tiempo libre, y termina con un derrame cerebral o con un paro cardíaco. Entonces inmediatamente me apareció una imagen: los caballeros van a morir a Punta. Un título y la sensación de “ahí hay una obra”. Los caballeros van a morir a Punta. El acto inútil de pasarse toda la vida tratando de ganar dinero y perder tiempo para hacerlo, y llegar a una edad en la que a fuerza de dinero el hombre cree que puede recuperar el tiempo. Y en realidad no solamente no lo recupera sino que pierde el poco que le quedaba. Me pareció una especie de fabulita moral anticapitalista.

Esta misma narración del momento se articula perfectamente con toda su obra

Pero eso es lo que yo decía al principio en relación a entender a la obra como una forma también de pensamiento. Cuando uno se pone a escribir, en realidad lo que hace es pensar. La escritura es una forma analógica del pensamiento para el escritor. Digo, el filósofo tiene un sistema de pensamiento; los escritores tenemos otro. Pero también el ser humano, cuando crea relatos, está haciendo pensamiento. Es lo que se llama inteligencia narrativa. Cualquier tipo que cuenta algo, en realidad está transmitiendo un conocimiento generalmente de constitución moral alrededor de ese relato. Entonces, cuando yo me pongo a escribir, lo que me aparecen son eso: son relatos que, de alguna manera, expresan esto que si tengo que ponerlo en teoría aparece también de la misma manera.

Mauricio Kartun: El escritor como maestro
Ha tenido una gran cantidad de discípulos. ¿Cuál es su estrategia para estimularlos o colaborar con ellos en sus individualidades? 

Con los discípulos, yo funciono con la vieja hipótesis del servicio. Me parece que es algo que caracteriza a la docencia: esa sensación de ser útil, de servir a alguien, cosa que le da sentido a la profesión. Por un lado le da un sentido más práctico, más cotidiano: alguien logra hacer algo gracias a un conocimiento que vos le transmitís y eso de alguna manera crea la cadena de círculo virtuoso del mundo. Pero, por el otro lado, hay algo más metafísico y es la trascendencia. A mí me parece que en los maestros siempre está presente ese sentido de trascendencia, ese sentido de trascender en el sentido de más allá de uno. Eso que hago en el otro, de alguna manera también me saca de mí mismo, me saca de ese lugar egoísta, angustioso, chiquito, mediocre, especulativo, y se transforma en una energía que va muchísimo más allá.
Esta semana estuve en Uruguay y me fui a visitar un pequeño bosque que se llama “Arboreto Lussich” en Maldonado. Es un bosque hecho en el medio de un territorio de roca donde no podía crecer absolutamente nada, y en el que en los años 1910 / 1920 un señor llamado Antonio Lussich, que tenía mucha guita y al que le gustaban mucho las plantas, decidió transformar en bosque. Lo que me llamó la atención fue que en un momento entré en la casa (que ahora funciona como casa-museo) y daban un video sobre su vida. Cuando empezaba, el narrador decía algo que me tocó, que me conmovió: “era la época en la que los hombres sentían la necesidad de dejar algo antes de morir”. Me conmovió porque me pareció una idea inteligente entender que de alguna manera se había ido perdiendo la sensación de “¿qué dejo?”. A mí me parece que perder la sensación del “¿qué dejo?” en todo caso nos obliga a refugiarnos en una zona siempre más angustiosa que es el “¿qué tengo?” o “¿qué guardo?”.
La acumulación, el sentido de tener algo y poder disfrutarlo y la comprensión, a veces muy rápida y que a veces no se produce nunca, de que en realidad la felicidad nunca está en lo que guardo. Lo que guardo, lo guardo. Lo que guardo no me produce absolutamente nada. Incluso si lo gasto en mi presente, no tiene tanta fuerza como aquello que yo puedo legar, como aquello que yo puedo dar. Me parece que esa es una de las fuerzas del artista: la trascendencia. Con la educación, o en todo caso con la formación, con la docencia pasa exactamente lo mismo. Yo a veces estoy muy cansado y pienso en tener que dar clase, doy clase de teoría de tres horas, y a veces… hago un esfuerzo, ¿no? Y siempre lo que vence el esfuerzo es esa otra sensación de estar construyendo afuera, estar dando algo. Bueno, mi trabajo como maestro de dramaturgia es la construcción del Arboreto Kartun, digamos.

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