[CentenarioRulfo] «El llano en llamas» el primer libro de Juan Rulfo

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En Contexto
Juan Rulfo nació el 16 de mayo de 1917. Con solo un libro de cuentos «El llano en llamas» (1953) y una novela «Pedro Páramo» (1955) Rulfo es un escritor clave para la literatura de su país de América Latina en su totalidad. Aun a 30 años de su fallecimiento sigue siendo uno de los autores más leídos en habla hispana.

Cincuenta años de El llano en llamas

Por Alberto Vital

El calendario, que nos impone ciertos ritos, debería sobre todo incitarnos a formular ciertas preguntas.

Pero, ¿cuáles son las preguntas que vuelven la conmemoración por el medio siglo de El llano en llamas mucho más que un ritual, mucho más que unas literarias bodas de oro? ¿Cuáles cuestiones son valiosas a la vista del libro? La primera sigue siendo la más rica, la más necesaria: ¿cómo fue que Juan Rulfo concibió y ejecutó tejidos tan perfectos? La segunda tiene que ver con la relación entre el breve volumen y el presente: ¿qué nos dice hoy este puñado de piezas magistrales?

No agoto aquí ninguna de las dos ni planteo otras decisivas. Llevo años intentando responderlas. En cambio, propongo algunos rápidos enfoques, que tal vez inciten a nuevas lecturas y rompan lugares comunes que estaban a punto de consagrarse en la historia literaria.

El título El llano en llamas ha sido ampliamente analizado. Menos atención recibe la dedicatoria, que es una declaración de principios: «A Clara.» Estas lacónicas seis letras permiten al menos dos lecturas. Por una parte, son un reconocimiento a la persona que más influyó en la vida de Juan Rulfo y que más lo ayudó para que las condiciones materiales y emocionales de cada día fueran mucho menos duras de lo que habían sido hasta entonces. Por otra, si reunimos las dos palabras y las juntamos con el título, nos quedamos con lo siguiente al abrir el libro: «El llano en llamas aclara…». ¿Qué aclara El llano en llamas? Aclara cada uno de los proyectos y cada una de las promesas de la Revolución mexicana en su estado actual hace cincuenta años. ¿Y qué es la Revolución mexicana? La Revolución mexicana es la conflictiva confluencia de dos vertientes simultáneas –la social y la liberal– de la modernidad: el país iba a incorporarse por fin al «banquete de la civilización» y a sincronizarse con la grandes naciones, mientras realizaba principios de justicia, de igualdad, de atención a los campesinos y obreros que estaban produciendo la riqueza con su trabajo. El llano en llamas aclara, con gran dolor, que la vertiente liberal –encarnada entonces por el presidente Miguel Alemán– desdeña y deja peligrosamente de lado a la abundante y fértil población originaria.

Los cuentos de Jorge Luis Borges van exponiendo uno por uno los atributos del Dios de los Padres de la Iglesia en caso de que al menos uno de tales dones se depositara en un ser humano: la memoria perfecta en «Funes el memorioso»; la atención obsesiva en «El Zahir»; la vida eterna en «El inmortal»; la vista absoluta, que reúne y revela pasado y presente, en «El Aleph»; la capacidad de engendrar seres con el puro pensamiento y la voluntad en «Las ruinas circulares». Los cuentos de Juan Rulfo van delatando una por una las promesas incumplidas de esa doble modernidad a la mexicana en pleno siglo xx que fue la Revolución: la falta de tierra buena en «Nos han dado la tierra»; la ausencia de servicios médicos en «No oyes ladrar los perros»; el insuficiente apoyo a los educadores en «Luvina»; la muy torpe impartición de justicia en «El hombre».

Dios y la teología son para el universo paradójicamente agnóstico de Borges lo que la Revolución mexicana es para el universo crítico de Rulfo: unos y otra vienen a ser en cada caso el horizonte completo, el punto de referencia permanente, el surtidor de todos los discursos universales y unificadores, el motivo de reflexión última para las cabezas más lúcidas y radicales. Y si Rulfo acabará dejando en paz a Dios en las palabras del cura de Contla de Pedro Páramo, quien desestima la tramposa y débil frase del padre Rentería cuando éste intenta explicar el poderío del cacique («–Así es la voluntad de Dios./ –No creo que en este caso intervenga la voluntad de Dios.»), será en parte porque la Revolución mexicana estaba llamada a consumar sobre la Tierra, y de modo enteramente laico, todo aquello que la Iglesia había prometido para el Cielo. Y es así como someter a estricta revisión uno a uno los famosos «postulados» (palabra muy común entonces, con resonancias a la vez demagógicas y bíblicas) de la lucha armada mexicana, tal y como lo hizo el joven jalisciense, equivalía a una rigurosa revisión de la modernidad misma, cuando ésta representaba la plena y ardua consumación de largas tradiciones filosóficas y geopolíticas, para las cuales el tema de Dios (el debate con Dios) era tan importante como el tema del hombre y el de la justicia y el de otros principios rectores de la vida. Y la valentía y el radicalismo de Rulfo se aprecian mejor si se recuerda que la Revolución se había vuelto no sólo un discurso hegemónico, sino único y prepotente en una época gobernada por caciques con cara de pistoleros y por líderes sindicales con cara de caciques y por gobernadores con cara de próceres sindicales. Y «El hombre», aparentemente perdido a la mitad de El llano en llamas, es como una síntesis de la crítica hecha por Rulfo, pues por una parte está el ser primitivo, antimoderno, que ejerce justicia por propia mano y muere a causa de ella, y por otra está el pobre pastor, quien cuando quiere atenerse al principio moderno de la justicia y va e informa a la autoridad de que hay por allí un hombre asesinado, se convierte automáticamente en sospechoso. Nadie en México ha entendido y expresado mejor que Rulfo las tensiones de una modernidad atravesada, crucificada por prácticas arcaicas que pueden mirarse, si se quiere, como atavismos y fatalismos, pero que para el autor eran más bien traiciones a los principios fundadores de la civilización: traiciones hechas, no por los de abajo, sino por los de arriba.

A propósito de «El hombre», una solapa se deja decir que Paco Ignacio Taibo ii es el padre del «neopoliciaco» en lengua española. No. Ya en 1953 Juan Rulfo lo practicó y tal vez lo creó para nosotros con este cuento; no por suceder en el campo, literalmente a campo traviesa, el texto nos oculta el hecho de que cumple con todos los requisitos de una corriente literaria decisiva en las sociedades urbanas del siglo xxi: 1) la persecución sin que se conozcan del todo las causas del conflicto, 2) la sucesión de ejecuciones implacables, 3) la acusación al inocente, que de simple testigo se convierte a un tiempo en sospechoso y víctima, lo cual subvierte todo el sistema de justicia, 4) la absoluta parcialidad e ineptitud de ésta, y 5) el final abierto, no sólo como un ejercicio o experimento verbal, sino porque la historia no admite (tampoco lo admite la vida pública de hoy) un tranquilo final cerrado, como los de la narrativa de detectives clásica, la de un Sherlock Holmes, por ejemplo.

Igualmente, «El día del derrumbe» lleva a su perfección un tono de sátira para tratar los asuntos políticos mexicanos, un tono que aún no se agota pese a que escritores como Jorge Ibargüengoitia ya lo han aprovechado con bastante astucia literaria. «El día del derrumbe» nos revela que México es un país tragicómico y que puede ser comprendido mejor si se conocen y se usan las raíces fundamentales de los géneros primarios de la narrativa, entendida ésta como la refinada confluencia en la prosa de la poesía, el drama y el relato.

Cinco años después de la aparición de El llano en llamas, una voz en La región más transparente, de Carlos Fuentes, afirmaba que en México «no hay tragedia. Todo se vuelve afrenta». Pero precisamente por haber vivido y entendido los resortes básicos de la tragedia griega y de las tragedias cotidianas de numerosos seres de carne y hueso, Juan Rulfo pudo escribir sus obras. Tal es al menos una de las razones del talento del jalisciense: haber descubierto y focalizado, haber encuadrado, haber captado con precisión exquisita la difícil y casi siempre oscura relación entre el vasto instrumental literario y estético disponible y la realidad de todos nosotros, la vida de carne y hueso. Este 2003 ha sido especialmente rulfiano, y no sólo por la efemérides del cincuentenario: comenzó con una discusión sobre el futuro del campo y ahora el centro del país se encuentra anegado como las tierras de «Es que somos muy pobres», y las tragedias personales de numerosos campesinos quedan expresadas con plenitud doliente en los pocos y perfectos párrafos de este cuento conversado.

Focalizar, encuadrar, captar: casi no se ha dicho que un fotógrafo influyó enormemente en Juan Rulfo. Ese fotógrafo también se llamaba Juan Rulfo. Y le enseñó al autor de El llano en llamas el enfoque preciso frente a una realidad que a menudo cambia y a la vez persiste, que es ordinaria y es callejera y es de golpe, como en el célebre poema de Jorge Luis Borges, «El Juicio Universal».

En fin, no sólo hay afrenta en México; la tragedia y la comedia son realidades vivas, y es impresionante la suma de acontecimientos que están esperando a los escritores aquí y más allá de nuestras fronteras, siempre y cuando no los reduzcamos al muy loable y necesario reporte periodístico, sino que captemos la dimensión última, la más profunda, la de la tragedia y la comedia en el sentido literario y no sólo cotidiano y noticioso.

Por su parte, en «Diles que no me maten» Rulfo realizó una labor de justicia personal al dividir el nombre del asesino de su propio padre, Guadalupe Nava, entre la víctima y el asesino del cuento: Guadalupe Terreros y Juvencio Nava. Esta separación implica un perdón tácito al criminal, y sin ese perdón Juan Rulfo no hubiera podido vivir ni escribir. Y así nos dejó dicho que un autor debe situarse en una imparcialidad plena, que no es frialdad ni indiferencia. Hoy que abundan los reality shows disfrazados de literatura, la discreción de Rulfo es un verdadero arsenal de ética y estética. No es que la vida del autor esté del todo ausente de la obra; es que la alquimia rulfiana del verbo y de la realidad domina y vence a cualquier veleidad de escribir para exhibirse, venderse y justificarse.

Hace medio siglo el panorama literario en nuestro continente estaba dominado por la reciente aparición del Canto general, de Pablo Neruda. Merecería estudiarse cómo dialogaron y polemizaron con esta obra Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, José Revueltas, Juan Rulfo. Aquí sólo diré que el jalisciense no cayó en el error de Neruda, cuya rabia contra tantas injusticias hechas a los pueblos americanos lo llevó a perder en ciertos versos (concretamente el canto quinto, «La arena traicionada») la distancia y el temple que debe tener todo buen «fotógrafo literario»; es como si Neruda, en vez de seguir retratando las entrañas de América como lo había hecho en cantos anteriores, hubiera vuelto la cámara hacia él mismo para captarse mientras vociferaba. Los versos escritos así carecen de valor. ¿Y qué experiencia más dolorosa puede enfrentar un ser humano que el asesinato de un padre? Rulfo la vivió y no vociferó: hizo gran literatura a partir de un finísimo principio de justicia (palabra esencial en toda su obra y en sus pocos pero representativos actos públicos) que equivale a la pasión objetiva de los mayores fotógrafos: de Henri Cartier-Bresson, de Manuel Álvarez Bravo, de Hugo Brehme y otros maestros suyos.

Ahora celebramos un libro de cuentos. Se ha vuelto un juicio lapidario la leyenda según la cual los consorcios editoriales no permiten inéditos de cuentos y menos aún de autores desconocidos. La novela se beneficia del favor del público, según lo dicta el mercado. Sólo que la supervivencia del cuento es asunto de vida o muerte para la literatura. No sé quién dijo, y dijo bien, que el cuento es el príncipe de los géneros narrativos. Posee características como las del soneto: no sobra una palabra, y en estos tiempos de discursos inagotables, la estricta contención verbal es de una valía extraordinaria. El llano en llamas se vuelve así un auténtico caballo de batalla y hasta un caballo de Troya en caso de que cualquier poder o simple pereza administrativa y financiera niegue una tradición milenaria.

Y El llano en llamas es eso, a fin de cuentas: tradición milenaria, donde conviven el mundo oral y el escrito, pues el cuento, como los demás géneros, nació en las prácticas y costumbres orales, comunes a todos los seres.

La culpa de que en Italia haya tan buenos editores y diseñadores de ropa y de autos la tienen Leonardo da Vinci, Rafael, Miguel Ángel, Tiziano y otros portentos de la pintura y la escultura. Con esos antecedentes, cualquier país se siente seguro de sí mismo, dueño del color y de las formas. Octavio Paz escribió que la modernidad es la tradición de la ruptura y la ruptura de la tradición. Al decir eso, Paz cumplía plenamente con su propia condición de individuo justamente moderno, heredero de las vanguardias, para las que la novedad y la innovación permanentes eran una exigencia digna de Sísifo y de Tántalo. En Paz era entonces muy congruente tal postura. Sin embargo, no debemos romper con nuestras tradiciones ni hacer de las rupturas una constante permanente de la vida cultural e incluso política y social. En un país como México, la frase de Paz se materializa y ejemplifica por lo común (sin que ése fuera el propósito del autor de «Tradición de la ruptura») con el olvido de nuestros grandes maestros, que son grandes y son maestros entre otras razones porque aquí, en nuestro propio territorio, se plantearon preguntas fundamentales y descubrieron respuestas que permitieron al arte salir de un callejón sin salida. El arte tiene también sus derechos territoriales, y si la palabra «cultura» viene de «cultivo», hay que decir con tono bíblico que el terreno sin siembra y sin semilla nunca dará fruto.

El hecho de que hoy no rompamos ni con Rulfo ni con Paz ni con Xavier Villaurrutia ni con Ramón López Velarde ni con Alfonso Reyes ni con Sor Juana ni con ninguno de todos aquellos que vuelven tan valioso nuestro legado, es una prueba patente de que la modernidad como tradición de la ruptura ha sido superada. Volvemos a unos y otra como a principios permanentes. La continuidad viva del arte es la razón última que nos convoca a celebrar El llano en llamas. Y Juan Rulfo llevó al cuento mexicano, latinoamericano y mundial a dimensiones que nos permiten tener un punto de referencia ya indestructible. El taller de Juan José Arreola, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad, hace veinticinco años, me confirmó que las dimensiones de Rulfo en la novela y el cuento eran de aquellas que se vuelven una incitación permanente para cada generación. En esas sesiones siempre recordadas, los textos de Rulfo nos servían de ejemplo para enfrentar y resolver todo tipo de desafíos técnicos y temáticos.

La conmemoración por los primeros cincuenta años de El llano en llamas es una fiesta de la inteligencia.

Publicado por La Jornada Semanal
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