[NodalCultura Pregunta] Carlos María Domínguez, escritor rioplatense: «El personaje encarna una contradicción que el autor quiere dramatizar y carga esa cruz»

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Por Daniel Cholakian – NodalCultura

Carlos María Domínguez es dueño una identidad demasiado meneada, pero no siempre tan precisa como en su caso. Es rioplatense. Nació en Buenos Aires y vivió más de 30 años en Argentina, pero luego de su mudanza a Montevideo desarrolló allí casi toda su carrera como escritor. Cuando habla se le notan los modos de su ciudad de adopción, y el gentil tono que esa orilla del Río de la Plata otorga a sus habitantes.

Buenos Aires y Montevideo acuden siempre juntas en sus respuestas. Las diferencias, que las marca, las hermana. Eso está claramente presente en su identidad. Sin embargo, El idioma de la fragilidad, su última novela, está anclada en la historia de la cultura montevideana. La cultura del siglo XX marcada por la aparición del cine, la literatura de la generación del ’98 y la emergencia de la izquierda política. La historia es un relato real de un personaje real, que es contado por un autor que a su vez es contado por el propio Carlos María Domínguez.

Arturo Despouey fue un intelectual clave en la conformación del periodismo cultural uruguayo. Un hombre que, tal vez cansado de su destino diletante, se decidió por la aventura. A partir un manuscrito rescatado 50 años después, Domínguez inventa a un narrador que cuenta esa historia contada por Despouey. Él pone en una ficción su historia personal. Todos son narradores, todos son personajes. Los planos de relato se cruzan, se confunden. Así como se articulan los planos de la realidad en el relato, las aventuras de un dandy en un barco que va a la guerra, se cruzan Onetti, Borges y la propia historia personal de Domínguez.

La novela, que es un homenaje a la épica de un siglo que se soñó heroico, revela un trabajo notable sobre la palabra, sobre el tiempo y la naturaleza propia de los personajes de la literatura. Y se lee con absoluto placer.

la fragilidadLa novela se organiza a través de la voz de un autor que cuenta a alguien que escribió una novela sobre un personaje imaginario o no. ¿a qué responde esta articulación de las voces y de los personajes?

Lo cierto es que un viejo cronista cinematográfico me acercó un manuscrito que había dejado Arturo (Despouey) y había quedado inédito por más de cincuenta años. Era el intento de una novela en la cual él le adjudicaba su propia historia a un personaje ficticio. Pero en realidad, bajo la cobertura de la novela, se trataba de una larga confesión de su vida, que es una vida significativa en la cultura uruguaya, porque él es de la generación del 45, emblemática para la cultura nacional y latinoamericana. Una generación crítica que dio a la literatura y al cine grandes figuras. Una de ellas fue él.
Fue un hombre del 1909 que fundó la cinematografía uruguaya, hasta que en el 42 se harta de la ficción y se convierte en corresponsal de guerra, con el grado de teniente en el Ejército Norteamericano. Un personaje extravagante.
Intenté recuperar ese manuscrito porque me pareció un testimonio valioso de la época y de su propia genialidad. El tema era cómo hacerlo: se trataba de una ficción que en realidad hablaba de él. Entonces en esa zona introduje a un personaje mío que viene de otras novelas, Carlos Brauer, desplazando ese lugar tradicional del narrador al lector. Me interesaba recuperar para los recursos de la ficción un modo nuevo de contar la historia. Es una novela escrita por alguien que lee una novela. Hay un juego de espejos entre los personajes de ficción y realidad que se traslada al lector último de la novela. Hay un cruce paradójico en el sentido de que este personaje quiere escapar de la ficción para entrar al mundo real, y es leído por alguien que quiere escapar al mundo real y entrar en la ficción. Esta es la idea formal, trabajosa y complicada de la novela.

En un diálogo en la cubierta del barco, donde explica por qué era crítico de cine y deja de serlo, de algún modo, habla de una suerte de autoconciencia del personaje como tal.

Él, que era extravagante, el último dandy de Montevideo, tenía conciencia de que era un personaje. Eso era lo que me llamó la atención. Para construir un buen personaje, dice, es necesaria una buena dosis de contradicción. Él sabía qué encarnaba, era un gran seductor y enamoraba a hombres y mujeres; y con las mujeres, cuando las seducía empezaba un tartamudeo porque tenía dificultades sexuales. Esa era una gran paradoja para un dandy seductor, un galán de cine. Luego de consumar la seducción y empezaba el desnudo, se declaraba impotente.
Pero lo asombroso de este personaje es su lucha con el lenguaje, con las palabras, con su condición de tartamudo. Un tartamudo que se transforma en un virtuoso del micrófono, un conferencista. Que llenaba teatros en los 30, los 40 a propósito de Shakespeare, las Bronte o García Lorca. Y se lo aprendía de memoria, porque así descubrió que no se le trababa la lengua. Eso lo aprendió leyendo la poesía española. Así el hombre lograba ese alto nivel de exposición y de virtuosismo a fuerza de un sacrificio agotador, que lo llevó hasta la BBC de Londres.

Este personaje doble parece tener un destino marcado, un lugar ignoto al que se va, en una suerte de trágico y raro destino rioplatense literario que recuerda a Dahlmann o Larsen.

Los personajes tienen la vida escrita. Es una reflexión sobre el sentido de los personajes. Porque el personaje encarna una contradicción que el autor quiere dramatizar, y él es el Cristo que carga esa cruz. Y en este caso en la estrategia de la novela consistió en creer en ese personaje. Aunque sea de ficción, tiene una existencia como si fuera una persona. Esa fue la aventura de la escritura: acompañarlo hasta el mundo real. Me importaba girar el ángulo desde donde se podía narrar una historia, su historia es bastante tremenda. ¿Quién iba a sospechar que un crítico uruguayo iba a convertirse en un hombre de acción? ¿Quién iba a imaginar que su tartamudismo en sus últimos años iba a volver sobre él de una manera tan patética como fue? En ese recorrido, en que atraviesa gran parte del Siglo XX, había una preocupación por la literatura, por el cine, por el teatro. Por muchas esferas de la vida cultural rioplatense. Él es un hombre del Río de la Plata.

Es interesante pensar que si hay alguien diletante es un crítico, y sin embargo éste decide tomar las cartas por la acción. Allí hay un recorrido extraño

Hay que recordar que él se vincula al cine porque entonces la cultura cinematográfica en Uruguay era muy fuerte. Sobre todo porque Uruguay no podía producir cine como Argentina. Eso generó grandes críticos y cinematecas, muy fuertes, que se sostienen hasta hoy  -como la cinemateca uruguaya- que difundieron cine europeo diverso, a fuerza de empeño y pulmón. Mantenidas por los socios. La gente en esos años iba muchísimo al cine. Entonces el cine fue la novela de caballería del siglo XX. Los hombres de esa generación entraban al cine como espectadores y salían convertidos en personajes. Se vestían con impermeables franceses, caminaban así, estaban imbuidos en esa cultura que conectaba la aldea de Montevideo con el mundo.

La novela tiene mucho de eso.

Por momentos hay cine bélico, por momentos de teléfono blanco, está llena de esos guiños. Esa fue un poco la intención. Tiene una relación dual con el cine: por un lado es uno de los primeros críticos que se tomaron el cine en serio, y lo analizaron como si estuvieran frente a una novela importante y lo desmenuzaban; y de los primeros hombres que apostaron que era posible generar un arte industrial sin precedentes. Y la industria puede hacer arte. Después se fue desencantando al ver la repetición de fórmulas comerciales que malograban las pretensiones artísticas. Y termina naturalmente deduciendo que la industria es un negocio, por encima de la voluntad de los críticos, para hacer una gran película se necesita a los bancos, y la única forma es anulando el gusto del público, corriendo pocos riesgos.

En esa discusión es difícil no pensar en Walter Benjamin y su texto sobre la reproductibilidad técnica.

Estamos hablando de un texto que publicó en Marcha, en un aniversario, donde él de alguna manera se aparta de eso que fundó, como un Quijote. Que el cine perdió encanto, que Hollywood es visionario, una fórmula que es siempre la misma. Lo mismo dramatizado permanentemente en las películas. Lo ve venir con mucha anticipación, aún cuando dice “lo que no quiere decir que cada tanto, casi milagrosamente, por la industria se cuelen obras que valen mucho”. Se ve que él había apostado de un modo idealista, como muchos de su generación, al cine como un lenguaje internacional privilegiado para trasmitir y hacer cosas mucho más importantes de las que hizo.

Es el mismo personaje dandy que a los 40 podría ser un viajero internacional que conquistara a las mujeres el que es puesto en el 2000 en el personaje de Jorge Jelinek en “La vida útil”. El Dandy del barrio uruguayo que sale de la cinemateca a conquistar corazones.

En su modesta proporción… (risas)

Justamente, pensaba en cómo en ese momento se podía pensar la idea de lo heroico y cómo se puede pensar en el presente

Abandonando también la ficción, saliendo del cine, a enfrentar la realidad. La realidad se juega también en una poética fuerte, que es lo que encuentra Arturo, que lo encontró en Europa: estaban pasando más cosas en la realidad que en la ficción. Eso enriqueció su experiencia y es lo que quise recuperar. Este manuscrito estuvo cincuenta años en un sobre. Me pareció importante traerlo al presente, hacerlo llegar al público a través de una necesaria intervención mía, la de interpelar el texto y cambiar cosas. Un poco lo que hace uno con la lectura, uno lee literalmente pero está interpretando todo el tiempo. Lee las entrelíneas. Lo mismo que cuando se lee la realidad, o una película. Esa idea de que está viendo siempre otra cosa.

Arturo Despouey
Arturo Despouey

¿El manuscrito existe físicamente?

Sí, me lo trajo Hugo Rocha, que fue uno de los muchachos que lo despidió en el puerto. Un caballero notable, un hombre de 94 años que murió hace dos. Él era ingeniero químico pero de muchacho era cronista, y se vinculó al mundo del cine en El País. Participó en las primeras cinematecas, la del Sodre, por ejemplo. Y después se hizo traductor de Naciones Unidas con la formación del secundario en Uruguay. Y después tuvo toda una carrera, fue comisionado de paz en Medio Oriente. Siempre se mantuvo muy amigo de Arturo y de sus discípulos. Entonces hay como una tríada que yo homenajeo en la novela en la que mezclo la realidad y la ficción, la intercalo. Funcionan como un solo plano. Que es lo que me interesaba.

Es interesante como los límites están muy borroneados dentro del mismo texto.

Claro, son juegos de sombras. Donde la realidad también es pensada como una proyección de la imaginación. Y sus fronteras no se discriminan siempre muy bien, aunque son cosas siempre distintas. Siendo distintas pueden contar una misma historia y vincularse como una cinta de Moebius. Es el pasado que vuelve, es el presente enraizado en la historia: y todo eso se mezcla en el caso de la cultura uruguaya con mucha intimidad. Hay muchas relaciones cercanas. Quizás por su tamaño, por su condición casi de pueblo, de relaciones cercanas. En Buenos Aires el progreso borra todo muy rápido. Allá es más lento, y garantiza cierta permanencia.

Montevideo, raramente en estos tiempos, da la sensación de ser una ciudad que tiene en su permanencia su identidad.

Es una especie de Cenicienta. Si Buenos Aires es la Reina del Plata, Montevideo es una Cenicienta. Es una ciudad muy expuesta al clima, al viento, porque es una ciudad marítima. No por nada Onetti decía “dejemos hablar al viento”. Tiene sus características propias, que siempre son como similares, parece un Buenos Aires antiguo: pero es un espejo deformado, es una ilusión, tiene su propia legitimidad. Está llena de personajes extravagantes. Yo estoy allá desde 1989, casi 28 años, he recorrido el Uruguay en espacio y tiempo y me he encontrado con personajes de novela hechos en la realidad.

Hay una suerte de esa melancolía que es parte de Arturo

Claro, porque él va a buscar en la acción un contacto más directo con la realidad. Esta idea de que Montevideo es una ciudad que consume  reflexiones que vienen de Europa, con una actitud hacia el futuro poco vigorosa. Entonces él va a Europa a vivir una aventura de verdad. Y quiere abandonar la melancolía montevideana.

Al comienzo, cuando el banco no zarpa, da la sensación de que nunca se podría despegar de ese destino uruguayo. ¿Ese tiempo interno estuvo calculado?

Sí claro, como si las rocas fueran imanes que lo retienen. Él parte en ese barco de voluntarios argentinos que van a pelear con los Aliados y gran parte de la novela recorre ese viaje de dos meses con paradas en África y lo que pasa allí. Hay un momento, cuando lo llaman “el viajero inmóvil”, que habla de esa dificultad de despegar. Porque la lentitud, y todos los cuidados de ese viaje, tenía que ver con que los submarinos alemanes hundía muchos barcos mercantes. Entonces se enfrentaban a un peligro real. Montevideo era una ciudad que estaba llena de espías. Entonces tenían que tomar todos los recaudos.

Un capítulo del libro que es una pequeña pieza narrativa completa en sí misma es que cuenta la muerte de la madre. ¿Cuánto del texto de Arturo o de los autores hay en esa tragedia personal?

Está mezclado, porque él tenía un amor por la madre que era como una fatalidad. Esas maneras bobas en las que se presenta la muerte. Yo que perdí mi madre siendo joven y en lo que él contaba fui introduciendo cosas que eran de mi percepción. Entonces esta es una novela en colaboración. Está escrita por los dos. Son esas cosas raras que permite la literatura. Borges decía que es una conversación privilegiada. Y sí, es un privilegio poder escribir con un hombre que murió en 1982 y dejó un proyecto de novela que retoma otro.

¿Cuánto hay en tu producción periodística, novelística, de la identidad doble argentino-uruguaya?

Yo publiqué en Argentina mi primera novela, Pozo de Vargas, y ahora ya llevo casi veinte libros escritos, la mayoría en Uruguay. Pero siempre las historias se cruzan con la Argentina. En todos los géneros que transité. Los cruces entre ambas culturas son muchísimos. Algunos todavía desconocidos, otros más transitados. Cuando hice la biografía de Onetti esto se multiplicó, obviamente además porque él vivió en Buenos Aires. También cuando hice la de Roberto de las Carreras, que se publicó en ambos países. Él era un dandy del 1900 uruguayo, con muchos vínculos con Argentina. Y toda su historia, y la de la tragedia familiar de la que él viene, es una disputa entre patriciado uruguayo y de Entre Ríos. Entonces en muchas ficciones y no-ficciones se cruzaron. Están muy involucradas esas identidades.

 

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