Hacia una repolitización del cine de América Latina y el Caribe

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Por Daniel Cholakian – NodalCultura

El momento de la crisis neoliberal de finales de los años `90 y comienzos de siglo XXI tuvo en los movimientos sociales, sindicales o comunitarios, actores fundamentales para la emergencia de procesos emancipatorios. Esos movimientos políticos, de características diversas, debieron politizarse para comprender las circunstancias, conformar o reconstituir colectivos con identidades propias y actuar frente a la crisis económica, política y social.

Ese proceso de construcción de nuevos colectivos o reconstrucción de los viejos no significó, en términos generales, una ruptura absoluta con las tradiciones anteriores. Fueron procesos de una construcción novedosa que supo recuperar tradiciones de luchas históricas en relación con nuevos sentidos y reclamos. La repolitización de las sociedades trajo nuevos actores y nuevas identidades al espacio de la disputa política.

El cine no fue ajeno a esto. Claro que siendo un arte que tiene una fuerte dependencia de la gestión estatal, el tiempo de la reaparición de la lucha política en la producción cinematográfica, tardó más tiempo. El cine necesitaba de la reconstrucción del Estado en términos económicos tanto como la resignificación de su rol, luego del abandono que habían sufrido enormes sectores sociales, especialmente de la cultura.

Un presente

El presente del cine latinoamericano, amenazado y en puja con la restauración conservadora que sobrevuela gran parte de la región, es el de un cine en el que pelean la lógica del discurso político enfático y directo y la del imperio del mercado. Ya no solo hay un cine documental de denuncia vinculado a las dictaduras y las violaciones a los derechos humanos, sino que hay un cine de ficción notable que pretende disputar la concepción estética y el espacio de sentido.

Tanto “Viejo Calavera” como “Jóvenes infelices”, cuyos directores son entrevistados en este suplemento, son un ejemplo de estas propuestas. Pero también podemos citar a la argentina “La larga noche de Francisco Sanctis”, que aún cuando refiere a la dictadura, permite pensar en el advenimiento de los regímenes de control presentes.

Lo cierto es que con una producción documental creciente, no pueden dejar de observarse como el documental abandonó el registro observacional, el espacio íntimo, y se dedicó a pensar la historia reciente de otro modo, incluso recuperando a los movimientos armados y asumiendo las identidades de sus luchas. La colombiana “Pizarro”, sobre la vida del dirigente del M19 Carlos Pizarro, “Alfaro Vive Carajo” sobre el movimiento armado ecuatoriano son dos ejemplos de películas que emergieron en cinematografías que comenzaron a explorar este registro con mayor presencia de lo político en estos tiempos.

Argentina y Chile, especialmente a partir de la reconstrucción de la memoria, tienen una más larga experiencia en estos temas. Sin embargo es cierto que en muchos casos han sido realizadores de tiempos anteriores quienes participaron de estas producciones.

La cuestión no es pensar en las películas políticas en las inmediatas post dictaduras, sino en la reaparición de un cine político que pone al presente en conflicto, luego de un largo tiempo de un cine de exploración, autorreferencial o definitivamente comercial. La lógica del mercado o de los festivales europeos puso en jaque a la posibilidad de emergencia de un discurso emancipador.

Películas que hablan del presente político e interpelan a los espectadores, son lo que son porque hubo un momento histórico que generó un espacio simbólico acorde a la recuperación de la palabra y el riesgo.

¿Quién hubiera dicho la palabra “revolución” a fines de los noventa sin haberse sentido al margen de los lenguajes? La repolitización de la sociedad requirió de la repolitización de todos los lenguajes y el audiovisual es uno de los principales en la sociedad moderna.

Genealogías

Tenemos una certeza: los “nuevos” cines no son sino momentos particulares del cine que tienen sus genealogías, sus tradiciones y sus novedades. Si en los procesos revolucionarios hay un momento en que lo nuevo no termina de nacer y lo viejo no termina de morir, podemos decir que salvo en contadas situaciones, el cine tiene una historia más vinculada a las continuidades que a las rupturas.

El cine político que se comienza a observar en los últimos años en América Latina y el Caribe tiene una intensa relación con los “nuevos” cines latinoamericanos de los años `70 y con algunos referentes claves de lo más rico del cine político mundial: Dziga Vertov, Jean Luc Godard y Pier Paolo Pasolini. En lo formal estas tradiciones se perciben en el montaje, en los encuadres, pero también en el modo en que el espacio público reaparece como escenario de conflicto.

Una de las grandes marcas del tiempo neoliberal del cine –que también ha permitido la aparición de obras de arte- ha sido o el retiro de la vida hacia el espacio privado o la ausencia del conflicto en el espacio público. La idea del poder y del ejercicio del mismo había desaparecido de las calles, de las fábricas, de las universidades, de los medios de comunicación (casos prototípicos son dos la premiadas películas: la argentina “El estudiante” y la chilena “No”). La reinstalación del conflicto en el espacio público es una de las claves para comprender este momento del cine político, que claramente se articula con su más inmediata genealogía, inscripta hace alrededor de 50 años.

De aquella genealogía hay tres elementos claves que por el momento parece que no están siendo recorridos. Uno es la construcción de una teoría para la acción cinematográfica. El segundo es el desarrollo de colectivos cinematográficos (hay quienes producen colectivamente, pero no se manifiestan como tales). El tercero es solo recuperado en parte: la proyección de las películas de forma ambulatoria, en los espacios donde los sectores populares pueden encontrarse con la obra y sus autores y debatir abiertamente. En tiempos de baraturas y simplezas tecnológicas, este mecanismo de circulación podría convertirse en un arma eficaz para la propuesta cinematográfica.

Los nuevos cines

Toda cinematografía nacional tiene un pasado que se remonta, según el caso, a 80, 100 o 110 años atrás. Sin embargo, la falta de producción continua, y la inexistencia de siquiera una incipiente industria, hace de la aparición de ciertos cines nacionales toda una revelación.

El cine guatemalteco ha producido más que interesantes películas, atravesadas por la presencia de la juventud, las etnias y el genocidio producido por la dictadura. Títulos como “La isla”, “Gasolina” o “Ixcanul” son parte de lo novedoso político del cine centroaméricano. En los últimos años Costa Rica comenzó a presentar una cinematografía que comienza a tener un lenguaje propio y entre estas películas es imposible no destacar “Medea” de Alexandra Latishev. Pero también comienza a asomar con cierta inexperiencia el cine dominicano, donde con ciertos registros de un cine forjado con la lógica de festivales, aparece con claridad un discurso sobre la desigualdad. En Panamá, que tiene una producción regular en los últimos años, puede pensarse en el cine de Abner Benaim (“Empleadas y patrones” e “Invasión”) como parte de este momento del cine.

La aparición de un cine caribeño potente es en parte resultado de la salida de muchos jóvenes a formarse fuera de sus países, como de la expansión de los medios audiovisuales y la consecuente formación técnica y del abaratamiento de los costos de producción. Pero también, y esto es esencial para que las películas puedan pensarse como nacionales, a la reconstrucción de las identidades locales, a la revalorización de las tradiciones culturales, a la recuperación de las etnias, en muchos casos masacradas, explotadas y expoliadas.

Los nuevos temas

En esta lógica de las tradiciones y las novedades, no cabe duda que en los tiempos post dictatoriales en nuestra región, dos paradigmas de pensamiento crecieron y fueron políticamente productivos: las teorías de género y el pensamiento ecológico.

De aquí surgió gran parte del cine político de los últimos años. Más allá de que ambas corrientes de pensamiento son al menos centenarias, no fue sino luego de los años ochenta que tomaron un impulso definitivo y se convirtieron en discursos contra hegemónicos capaces de interpelar a los sentidos dominantes.

En América Latina ambos fueron ganando espacio a partir de la salida del neoliberalismo. Asentado tanto en el eje patriarcal de organización capitalista y como en la explotación bajo la lógica de la ganancia, el modelo económico dominante en los noventa no tenían lugar para estos discursos.

La repolitización de la sociedad permitió la emergencia de los mismos y su potencial disruptivo. En el proceso de reconstrucción de los colectivos, las identidades se reconfiguraron: el movimiento obrero había sido diezmado, los partidos políticos carecían de legitimidad, los sentidos tradicionales habían demostrado su fracaso. En esa reconfiguración emergieron nuevas formas de constitución de colectivos: la comunidad y el género fueron parte de las nuevas formas.

El cine fue adoptando estas nuevas formas de pensamiento, primero a través del documental y luego en las ficciones. Se pueden encontrar obras de las más elementales –y meramente comerciales- hasta producciones en las que donde ambas corrientes son puestas en juego con un profundo sentido político. El cuerpo y el deseo, la identidad, el hombre como parte de la naturaleza y no como enajenado de la misma, sino en disputa con el régimen económico (imposible acercarse a “El abrazo de la serpiente” sin comprender el sentido político que tiene) son cada día sentidos que recorren las cinematografías de América Latina y el Caribe.

Los nuevos actores

Algunos de los nuevos actores sociales surgidos de las crisis tanto como aquellos que recuperaron su identidad a partir de la implosión neoliberal, se constituyeron de algún modo también en partícipes del campo audiovisual. Más allá de proyectos vinculados a la construcción de medios alternativos, comunitarios o indígenas, hubo sectores que construyen una cinematografía que circula como ríos ocultos por América Latina y el Caribe.

La existencia de un cine indígena es una novedad de este tiempo de recuperación de las identidades. No solo opera al interior de las comunidades, donde funciona como campo de reconstrucción de las mismas tanto como espacio de debates, sino como expresión de la vitalidad de las culturas y la expresión de demandas hacia afuera de las mismas.

La existencia de la Coordinadora de Latinoamericana de Cine Indígena y del Festival de cine indígena –FICWALLMAPU– que se realiza durante el año en diversos países de nuestra región, da cuenta de una actividad permanente y en crecimiento, que no solo participa de la vida interna, sino que participa del cotidiano global con perspectivas autónomas y multiculturales.

Otros grupos sociales surgidos de las luchas callejeras no han logrado consolidarse a pesar de haberlo intentado –las asambleas barriales en Argentina lo han intentado- pero una experiencia fundamental del proceso de transformación del poder público en Venezuela, han tenido ya al menos una interesante producción colectiva. Se trata de “Juntera” un documental que reconstruye la experiencia de las comunas populares venezolanas en tanto forma de organización que propone alternativas al capitalismo. “Juntera” fue producida desde el interior de la propia cultura y práctica comunitaria.

Podría agregarse, aunque de un modo más incipiente, la aparición en Argentina la producción de cine surgido de las villas miserias, en la que aparece la reivindicación de la condición de sus realizadores como parte de los barrios marginados y excluidos de todo circuito público. La villa ha sido visitada por el cine, pero con la obra del joven director César González comenzó la producción de un cine que repiensa la propia identidad, los mecanismos de discriminación, explotación y represión, la cotidaneidad y las formas de relación con esa urbanidad que los niega y esconde. También la realizadora Natural Arpajou trabaja en talleres con jóvenes cineastas villeros, que han presentado su obra en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.

Si lo personal es político, estas vidas contadas son obras políticas que en muchos casos siguen siendo negadas por el sistema del cine.

Una ausencia, en relación con las viejas tradiciones, es la participación de los sindicatos en la producción de cine. Si bien el caso de “Viejo calavera” implica al gremio y a los trabajadores de la minería implicados, en los pocos casos en que sindicatos participaron de producciones parecen más implicados como meros productores privados que como actores centrales del proyecto artístico – político.

Lo que viene

En un tiempo de restauración conservadora es imposible predecir como seguirá el momento político del cine latinoamericano.

Los realizadores cuentan con herramientas, capacitación y acceso a financiación internacional. Sin embargo la sistemática desvalorización del discurso político y la invisibilización del conflicto y del lugar del poder, instala en el conjunto simbólico en el espacio social, de modo que la militancia cinematográfica tiende a borrarse y a instalarse en el espacio de los posible.

La tensión entre el acceso a los públicos, el deseo de lograr efectividad del discurso artístico y la posibilidad de circulación de la obra permean el pensamiento de los jóvenes realizadores.

Puede que la creciente politización del cine devenga resistencia o que las políticas públicas y el mandato de los festivales desgaste los impulsos.

En este suplemento se acerca la visión de 3 realizadores latinoamericanos de distintas edades y experiencias, más el análisis de Florencia Santucho, la directora del Festival de Cine y Derecho Humanos de Buenos Aires, que este año llega a sus dos décadas. Ninguno de ellos aporta conclusiones. Esta propuesta de Nodal Cultura es, como corresponde en este campo, una suerte de apertura a pensar el momento cinematográfico de América Latina, solamente desde una de las muchas perspectivas posibles.

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