Policial en Uruguay

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Por LÁSZLÓ ERDÉLYI

El género en Uruguay se consolida. Varias obras recientes lo confirman. En 2017 se publicaron las novelas Todos mienten de Rafael Massa y Sorocabana blues de Hugo Burel. Dos reediciones no pasaron desapercibidas: Mujer equivocada de Mercedes Rosende y Tres buitres de Henry Trujillo. Y todavía suenan, del 2016, Luces de neón de Rodolfo Santullo y El miserere de los cocodrilos de Mercedes Rosende.

Todos mienten, penúltimo de la serie Cosecha Roja de Estuario, sitúa el lector en la noche de los cafés de Montevideo cuando apenas se iniciaba la dictadura militar, en 1974. Año de delaciones, venganzas y libertades que se van limitando, y de un texto de origen incierto que revela una serie de crímenes. No faltan ni el guerrillero ni el policía corrupto vinculado al régimen militar, ni la referencia a viejos conflictos en España. A medida que transcurre el libro lo que parece no es y se refuerza la trama, que además se ve bien sazonada por las terneras al horno con papas y boniatos de los bares de la época, los cigarrillos Republicana sin filtro consumidos como al descuido (de tufo fuerte, ácido, repugnante para los no fumadores) y las largas madrugadas en esos recintos, sus olores, ansiedades y tristezas. En ese sentido Todos mienten también podría ser una geografía del Montevideo nocturno que, según dicen, aún sobrevive en algunos nombres de cafés bien reconocibles. Es una obra de estructura compleja, de trama entretenida y de giros sorprendentes, tanto que llega a plantear la posibilidad del crimen perfecto (el máximo enigma), «cuyo requisito inevitable es la libertad. La de quien no precisa a nadie. La de quien no tiene necesidad de contarlo», afirma el protagonista. Rafael Massa es ingeniero civil y experto en gestión de proyectos, productor teatral, creador del festival La Pedrera Short Film Festival y autor de la novela La estafa de la muerte. La novela Todos mienten recibió una mención de honor en los Premios Nacionales de Literatura, edición 2015.

Sorocabana blues, el segundo libro de la trilogía de Keller según anuncia el propio Hugo Burel (el primero es Montevideo noir de 2015, y se espera un tercer volumen), también pone al lector en la noche de los cafés montevideanos y en la psicología de un protagonista, Gabriel Keller, que decidió dejar la vida «normal» y convertirse en un criminal, proceso que trata de justificar con motivaciones poco convincentes. Keller siente que «el crimen le revelaba quién era» aunque sus motivaciones —que ni el policía ni el juez logran entender— colocan al lector frente al verdadero enigma: las motivaciones ocultas, secretas, encerradas bien en lo profundo de la cabeza del criminal. ¿Sufre Keller de una grave psicopatía, o es un mero inocente víctima de las circunstancias (un eterno dilema de la sociedad frente al crimen)? En este sentido Burel lleva lo negro de la trama hasta los límites, sin atentar contra la tensión narrativa, bien resuelta en capítulos cortos, como disparos, y a un oficio narrativo evidente en su prosa elegante y eficaz, y que supo tener puntos muy altos con obras como la novela El caso Bonapelch.

Mujer equivocada de Rosende, novela de 2011 publicada bajo el sello Sudamericana, es ahora reeditada en Cosecha Roja. La novela había puesto en escena al personaje Úrsula López, que luego reaparece con energía en El miserere de los cocodrilos. En esencia todo está en el título de aquella primera novela: Úrsula es la mujer menos indicada con la cual uno podría cruzarse. De hecho el crimen se cruza con ella, y éste sufre las consecuencias, dejando en evidencia la compleja personalidad de la dama, un personaje tremebundo y revulsivo, contradictorio e inasible que se instala en la cabeza del lector, crece y se consolida, dejándolo en un gran dilema: o lo acepta como invitado, uno más en su experiencia emocional como lector, o sale a pedir a explicaciones a la autora, a la crítica, a quien sea. Si bien hay una evolución de Mujer equivocada a El miserere… (ésta última una de las novelas más contundentes que ha dado el género en Uruguay), en ambas la autora revela su capacidad para crear climas en base a un amplio registro de sensaciones y emociones, porque el mundo del crimen es sórdido, pero el uruguayo es además sucio, tugurizado y con mal aliento. Aunque sólo esté describiendo la pared descascarada de un juzgado o la mirada extraviada de un perdedor nato que quiso ser secuestrador.

Luces de neón de Santullo, también en Cosecha Roja, se dispara con el crimen de un empresario argentino en la playa del balneario Atlántida. La hermana del muerto contrata a un investigador que tiene poco de detective y mucho de matón, pues la consigna es clara: identificar a los asesinos y saldar cuentas con ellos, sin dar noticia alguna a la policía. Entretenida, ceñida de forma mucho más estricta a las reglas del policial negro, plantea un complot verosímil, a la vez que resulta valiosa la interacción entre los personajes Julieta y Soria, los únicos que aportan una gama de matices interesantes en su forma de percibir la realidad. El desenlace, sin embargo, no sorprende, y ese es un punto en contra.

Y por último la reedición de Tres buitres (2007) de ese notable narrador que es Henry Trujillo, con prólogo de Rosario Peyrou. Ezequiel De Rosso, que había citado a Trujillo durante su intervención en la Semana Negra, agregó para este reportaje que «de Trujillo me impresionó el doble emplazamiento de su escritura que, en primera instancia, parece contradictorio. Por una parte, hay un relato atento a la construcción de los espacios, al movimiento de los cuerpos. Es decir, un relato sobre el mundo material en el sentido más superficial (y por eso admirable) del término. Pero por otro, la impresión que deja la lectura es la de un conjunto de sensaciones relacionadas con lo táctil: las texturas, la temperatura, el roce del viento en la piel. Construye un mundo sostenido sobre una sensorialidad extraña. Ese doble emplazamiento, entre objetividad y sensación táctil es el rasgo que distingue su prosa y permite, tal vez, señalar la extrañeza de Trujillo en el horizonte del relato policial. Uno podría argumentar que el policial pretende desentrañar el misterio de la vida material, antes que derivar por él en busca de sensaciones. De ahí que las tramas de Trujillo sean laxas, o arranquen tarde: los experimentos con la prosa parecen luchar con la forma del género y esa tensión irresuelta es lo que hace que Trujillo siempre parezca adentro y afuera del género, al mismo tiempo».

Dentro, fuera o en los límites, el género goza de una muy buena salud. Entretiene y provoca (ya acumula, además, obras soberbias con las que medirse como la mankelliana Montevideo Street de Eduardo Pérez Vázquez, en Cosecha Roja). Hay un público lector que crece y se consolida. Quizá porque, además de entretenimiento, el lector busca otras respuestas, más metafísicas. Intuye que el relato de los crímenes y sus enigmas le podría aportar pistas para desentrañar una realidad cada vez más opaca, imprevisible, y con demasiados malentendidos.

TODOS MIENTEN, de Rafael Massa. Estuario/Cosecha Roja, 2017. Montevideo, 144 págs.

SOROCABANA BLUES, de Hugo Burel. Alfaguara, 2017. Montevideo, 302 págs.

MUJER EQUIVOCADA y EL MISERERE DE LOS COCODRILOS, de Mercedes Rosende. Estuario/Cosecha Roja, 2017 y 2016. Montevideo, 188 págs. y 226 págs.

LUCES DE NEÓN, de Rodolfo Santullo. Estuario/Cosecha Roja, 2016. Montevideo, 144 págs.

TRES BUITRES, de Henry Trujillo. Banda Oriental, 2017. Montevideo, 142 págs.

Todos son distribuidos por Gussi.

Publicado en El País

«La novela policial depende de la democracia»

Hay novelas actuales de firmas y editoriales consolidadas que se las anuncia como «policiales» o «policial negro», aunque el lector sabe que no lo son, pues son obras de la gran literatura, la «seria». Que poco tienen que ver con el estereotipo de «novelita policial», esas novelas de lectura rápida, tensa y placentera, con reglas muy definidas. Pero el lector lo acepta. Le gusta. Como si la posibilidad del crimen, su investigación y la resolución del enigma fueran una garantía de entretenimiento o sentido en un mundo poblado de autores que prometen, pero rara vez cumplen.

De forma paralela a esta literatura «seria» que toma prestados elementos de un género marginal, en Uruguay y en muchos países de América Latina se consolidan las colecciones de policiales con autores nuevos. Con crimen, morbo, e investigador. Esas novelas cumplen con rigor las reglas de género, repiten sagas, y poseen una bella edición, a diferencia de las viejas colecciones de policiales con sus presentaciones burdas. Poseen también una ambición literaria que el género no frecuentaba. En Uruguay suenan fuerte autores como Renzo Rossello, Hugo Fontana, Mercedes Rosende, Hugo Burel, Pedro Peña o Rodolfo Santullo, entre muchos otros. La colección Cosecha Roja, de la uruguaya Estuario/HUM, que dirige Marcela Saborido, tras siete años de vida lleva publicados 22 títulos, algunos reeditados para abastecer la creciente demanda. Días atrás este cronista visitó una librería de usado en la calle Tristán Narvaja de Montevideo y pidió un título de esa colección. «No», dijo el librero, «vino una chica y los llevó todos». Una adicta.

Ezequiel De Rosso, doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires y especialista en el relato policial latinoamericano, pasó por Montevideo con motivo de la Semana Negra del Centro Cultural de España (agosto 2017). Autor, entre otros, del libro Nuevos secretos, Transformaciones del relato policial en América Latina 1990-2000 (Líber editores, 2012), se mostró entusiasmado a la hora de opinar sobre estos cambios en la percepción de los lectores, sobre el rol actual de la novela policial o la novela negra en América Latina, su relación con el Estado y el crimen, con la crítica, con el sistema democrático y con la forma cómo los lectores buscan entender la compleja realidad que los rodea.

Bajas pasiones.

—La literatura «seria» toma prestado el rótulo «policial», aunque mucho más el rótulo de «novela negra». Cuando lo policial y lo negro, en términos estrictos, son cosas diferentes.

—Me parece que la novela policial es un objeto cualitativamente diferente de lo que se llama hoy «literatura negra». Es decir, la literatura policial, dicho muy rápido, se arma alrededor de un enigma y de un investigador que intenta descifrarlo. La literatura negra, en cambio, puede tener o no un investigador como protagonista, como prueban las novelas (para hablar sólo de los clásicos del género) de Burnett o Cain. La novela negra es, entonces, un género bastante más amplio que lo que se puede llamar «policial» en un sentido estrecho. Lo que se llama «novela negra» abarca lo policial y lo trasciende. Y todos los días salen novelas negras y todo el mundo está contento de escribir novelas negras, cosa que no deja de ser sorprendente, porque hace 30 o 40 años era una reivindicación de una práctica marginal. Hoy cualquiera te dice «escribí una novela negra». Es como un orgullo.

—Hasta en los grandes sellos editoriales.

—Sí, escritores que publican en Alfaguara, y lo hacen con orgullo, lo ponen en la tapa. No son cuatro o cinco locos.

—Lo negro va ganando una centralidad. ¿Que busca el lector bajo ese rótulo?

—La gracia tiene que ver con cierto placer de la trama. Ocurre en todos los géneros, pero aquí, además de avanzar y producir efectos, tiene una lógica de lo sensacional. La novela policial nunca está muy lejos del sensacionalismo. Puede ser más o menos pudorosa, como diría Jorge Luis Borges, pero nunca va a ser muy pudorosa porque trata, de forma básica, con pasiones bajas y con crímenes. La gracia consiste en ver gente muerta, o saber cómo se resuelve el crimen o entender por qué alguien querría infringir la ley. Pero suponer que la gente lee género policial porque quiere enterarse de la corrupción del mundo, como suele decirse, me parece una simplificación. Puede ser que le interese, pero no hay necesidad de leer novelas, alcanza con leer los diarios. Lo que busca el lector de este género, en realidad, es algo del orden de la trama, y quiere sorpresa. Uno lee novelas policiales porque son entretenidas y porque lo sorprenden, porque de golpe lo que pensabas no sucede.

—Pero eso ocurre con cualquier novela más o menos interesante.

—Sí, pero el policial enfatiza la lógica de la distribución de la culpa. Para decirlo de forma grosera: quien parece nunca es.

—Como un juego de simulación.

—Exacto. El sospechoso nunca tiene que ser el culpable. Para el policial es un problema cómo se distribuye la culpa, cómo los personajes gestionan quién es culpable y quién no, cómo el lector va adivinando o no quién es el responsable de lo que ocurre o qué va a pasar. Este es un placer muy básico de la lectura de policiales y de la novela negra. Y si los seguimos leyendo, es en parte por eso. El problema es que hoy existe una especie de borramiento, en términos de la escritura, de las condiciones genéricas establecidas en ciclos previos de la novela policial. Por ejemplo en ciertas novelas de Paco Ignacio Taibo II, o en Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro, de la que se dice que es una novela policial. Bueno, entonces algo pasó, ya no se necesita detective ni crimen, ni la investigación posterior. Y ya no se habla más de novela policial sino de novela negra. Adentro de esa categoría entran muchas más cosas que lo que entraba hace treinta años.

—¿Por qué esta preferencia?

—Creo que el éxito de lo negro debería pensarse como el fin de la fantasía de que la sociedad civil puede participar en el control del crimen. El escenario de guerra está planteado entre los criminales y el Estado, y parece no haber comunicación entre Estado y sociedad civil.

—En el policial negro el Estado y la policía no quedan bien parados…

—Los lectores de policial de América Latina siempre leyeron de forma devota a Raymond Chandler, el gran autor de novela negra norteamericana. Lo que subyace a ese tipo de novela negra es un profundo moralismo, algo que no estoy tan seguro de que esté ocurriendo ahora en América Latina. Chandler afirma que este es un mundo de corrupción moral. Es la posición típica del moralista: el mundo es una mierda, todos son corruptos menos ¿quién?… el detective, por supuesto. Dashiell Hammett, el otro autor fundamental de la novela negra norteamericana, nunca tuvo esa posición. Y tuvo menos influencia en América Latina. Los narradores de Hammett son todos de un cinismo feroz. De hecho Hammett era comunista, mientras que Chandler era calvinista. No es la misma visión del mundo.

—Un mundo cada vez más críptico, con cambios imprevisibles. ¿El lector busca, a través de estas novelas, un orden en ese mundo?

—Creo que estas novelas son menos diagnóstico que síntoma. Son un efecto del mundo, una expresión como tantas otras expresiones contemporáneas. En la novela negra clásica el detective puede organizar lo que el Estado no puede. Va a resolver lo que la policía no puede, porque es más inteligente, o porque es éticamente superior. Para que la ética pueda ser superior, es necesario que exista la verdad. De lo contrario no hay novela policial. Lo que sucede es que en los últimos 20 años se cae la verdad, y la novela policial comienza a funcionar en una especie de vacío. Que es lo que pasa cuando uno lee novelas contemporáneas.

—Porque faltan certezas.

—Porque el mundo se tornó opaco. La novela policial hace del conocimiento un drama. Eso está en el prólogo de La desaparición de Susana Estévez, de Hugo Fontana (Cosecha Roja). La ética en la novela policial está sostenida alrededor del problema del saber, y qué se hace con el saber. En ese sentido se parece mucho a la ciencia ficción. El fracaso de la novela policial es el recordatorio de que nuestra posibilidad de conocer el mundo se ha estancado. Para que funcione, entonces, contás un relato que no tiene la forma del policial. Entonces podría parecer que el mundo se puede conocer, porque por una parte se busca resolver un enigma, pero esta búsqueda fracasa.

Medios digitales.

—En Uruguay la novela policial y negra se ha consolidado. Los autores nacionales producen, venden, son leídos. Algo impensable hace 20 años. Recuerdo el Especial Policial que hicimos para El País Cultural hace 25 años junto a Elvio Gandolfo, Mario Levrero y otros. Los autores que allí analizamos eran todos extranjeros, mayoría norteamericanos. Nadie podía imaginar lo que ocurriría un par de décadas más tarde.

—La colección Cosecha Roja de Estuario/HUM en Uruguay es un ejemplo por muchos motivos. Sobre todo por la regularidad con que publica.

—Mientras la «gran» literatura le sigue robando protagonismo a la literatura de género. Es paradójico.

—Sucede que en los últimos 20 años la expansión de los medios digitales trajo grandes cambios. Antes las novelas de género, como el policial, funcionaban como lo hacían los medios masivos: hablaban pocos (los críticos, las editoriales), y muchos recibían. Ahora todo el mundo habla, dice, opina, y es muy difícil establecer los límites de género. Me parece que hay —si se me permite la palabra— una dialéctica entre la difuminación de los límites de la novela negra y la aparición, por otro lado, de los festivales y las colecciones. Antes sabíamos lo que era una novela negra, estaba claro, ahora ya no lo sabemos más, y aparecen por todos lados. Las colecciones triunfan en el mismo momento en que todo es más difuso. Ahí está el momento dialéctico: nadie sabe qué es, pero está en todos lados. Como en Uruguay, con esta veintena de escritores y escritoras identificados con la novela negra. Con una colección como Cosecha Roja, con libros diseñados de forma sofisticada, muy pop, con cierta abstracción. En las tapas no hay asesinos y chicas semidesnudas. Son libros boutique, con un tamaño encantador, pocket, que juegan a ser populares sin serlo. Cosecha Roja tiene… ¿diez años?

—No, siete.

—Un fenómeno del siglo XXI. Son colecciones que emergen en momentos en que la literatura negra se transforma en culta, con una dialéctica que genera una estabilidad del campo. Conviven los dos fenómenos: cada vez es más difícil establecer los límites formales del género, y por otro lado aparecen lugares bien definidos donde podemos encontrar novela negra. Y esto sucede porque una de las lógicas que funda lo social es la repetición en la cultura en general, no sólo con la literatura de género. Es la condición misma de la cultura. Nadie hace todo nuevo todos los días, repetís desde que te levantás cada mañana el 90% de lo que hacés todos los días. Te queda un 10%, si se quiere, para hacer cosas nuevas. Así, mientras exista algo que se llama «literatura negra», va a haber algún lugar en el que sea posible constatar sus límites.

—Repetición que se ve en los autores que producen más de un título.

—Lo que tiene Cosecha Roja es un elenco estable de escritores, Pedro Peña, Rodolfo Santullo, que se repiten. Cosa que me da mucha emoción. ¡Finalmente gente que escribe pensando en series! Así se hace literatura de género de veras.

—Con novelas que tienen sagas y repiten detectives muy particulares.

—Claro, lo que pasa es que para que haya novela policial el investigador o detective no puede ser parte del Estado. En América Latina, si uno va para atrás en la historia del género, el investigador siempre es un comisario retirado. O son periodistas. Y si son parte de la policía, tienen una relación conflictiva con sus jefes.

—El Estado define una realidad con la que la sociedad civil, a través del detective, no está de acuerdo.

—Claro, el detective cuestiona esa realidad, realidad que ya fue cuestionada o desordenada cuando se cometió el crimen.

Detective proletario.

—Tú has trabajado un fenómeno muy atípico en el género, el de la novela policial revolucionaria cubana.

—Ese fenómeno aparece en la isla en el 71, 72, y las novelas se publican hasta principios de los 90, cuando las primeras novelas de Leonardo Padura, que ya son un modo de desmarcarse de esa tradición.

—¿Por qué es atípica?

—Por muchos motivos. La formuló como concepto el gran crítico cubano Antonio Portuondo, con una elegancia brutal. Portuondo razona que hay tres estados de la novela policial en la lucha entre el Estado y la justicia, entre la ley y la justicia: 1) La ley prima sobre la justicia. Es la novela policial de enigma; 2) La justicia triunfa sobre la ley. Es la novela policial negra; y 3) La ley y la justicia van juntas, hay una síntesis. Es la novela policial revolucionaria. Debo decir que es una argumentación genial, maravillosa, y parte del hecho de que en el sistema comunista el Estado es la expresión natural de la sociedad civil, lo representa sin desfase, sin fisuras.

—Sin disonancias.

—Entonces es muy difícil escribir una novela policial, porque sin afuera del Estado no hay novela policial, que se nutre del conflicto entre Estado y sociedad civil, porque el Estado quiere pero no puede controlar a la población. ¿Cómo resuelve este conflicto el policial revolucionario? El criminal nunca es cubano, siempre es algún elemento infiltrado por Estados Unidos para atacar al Estado cubano.

—Se transforma entonces en novela de espías, deja de ser policial.

—Es lo que terminó pasando. La novela de espionaje tiene un «afuera» del Estado, que es el espía. Lo interesante de la novela policial revolucionaria es justamente eso: permite verificar cómo esa tensión entre Estado y sociedad civil es inherente a la novela policial. Si no está ese conflicto, no existe.

—El Estado comunista no puede admitir elementos que lo cuestionen desde dentro.

—Por eso las mejores novelas del policial revolucionario son las de espías, como la de Luis Rogelio Nogueras, Y si muero mañana. Es tremenda. Cuenta la vida de un espía cubano en Nueva York, el tipo era poeta. Después están las primeras novelas de Armando Cristóbal Pérez, o las de Ignacio Cárdenas Acuña, sobre la idea de poder construir un colectivo. Como si pensáramos a Eisenstein en la novela policial. Hoy los cubanos menosprecian esas novelas por propagandísticas, lo cual es cierto. Pero los personajes actuando en función del Estado… es muy impresionante el trabajo con los nombres, con el borramiento de los apellidos. Me parece un fenómeno muy interesante, un intento por cooptar la novela policial desde la política, que la piensa en términos de articulación, como un tipo de intervención que estimula la propaganda. ¿A quién se le hubiera ocurrido…? Es una auténtica anomalía en la historia del policial, en el mundo.

—También deja en evidencia una cuestión: no puede haber novela policial o negra si no hay democracia.

—La novela policial depende ideológicamente de la democracia, y de la escisión entre sociedad civil y Estado. Si no, no puede construirse ese tercero que es el investigador. Es un problema estructural. Si bien ha habido novela policial bajo gobiernos dictatoriales en general, su función propagandística siempre ha sido un problema, porque se hace imposible construir la trama.

El placer de leer.

—¿Qué lees tú?

—Me gusta mucho Paco Ignacio Taibo II, por ejemplo una novela que se llama La bicicleta de Leonardo que se reeditó hace unos años. También Sombra de la sombraLa bicicleta de Leonardo me parece una novela maravillosa, aunque es una novela de aventuras. También me gusta mucho una novela argentina de 1975 que se llama Noches sin lunas ni soles, de Rubén Tizziani. O La ronda de los rubíes del cubano Armando Cristóbal Pérez, y también Y si muero mañana de Luis Rogelio Nogueras. Son dos grandes novelas cubanas. Las primeras novelas de Roberto Ampuero, por ejemplo la primera, ¿Quién mató a Cristian Kusterman?, que me parece encantadora, maravillosa.

—¿Y contemporáneos?

—Uno de los tipos más interesantes hoy es Leonardo Oyola. Y también podemos meter a Daniel Mella en la literatura policial, pero creo que es mucho.

—Creo que El juez y su verdugo de Friedrich Dürrenmatt es una novela policial perfecta.

—A mí Dürrenmatt en general no me gusta mucho, pero tiene una novela muy linda que se llama El desperfecto. Cortita, emocionante. Y es una novela a la que vuelvo todo el tiempo, que no es novela policial pero que funciona en ese registro. Siempre me pareció una maquinita muy linda Elogio de la pieza ausente, de Antoine Bello, de 1998. Es sobre un asesinato en un torneo de puzzle, y es genial. También una novela de Sasturain que me resulta conmovedora, Los sentidos del aguaEl caso Moro o, sobre todo, La desaparición de Majorana, ambas de Leonardo Sciascia, muestran muy bien cómo la novela policial puede articularse con el discurso argumentativo.

—Recién mencionaste al uruguayo Daniel Mella, y me dejaste descolocado. Por el desenlace de El hermano mayor podría ser, pero…

—Mella me parece que es uno de los escritores más interesantes de la literatura de los últimos años. Sus tramas y personajes permiten plantearse la pregunta: ¿por qué de Mella nadie dice que es un escritor negro?

—Tiene una negritud…

—Yo creo que es porque no trabaja sobre el eje de la ley y el crimen.

—Tampoco hay Estado presente.

—Entonces nadie cree que es negro, y tampoco tiene los motivos más fuertes del género. Mella no es un escritor sensacionalista, entonces no es escritor de policiales. El crimen no está puesto en torno a la espectacularidad, que es lo que hace la novela policial.

—Seguimos, entonces, con el problema de qué es lo «negro», y sus fronteras difusas.

—Es que lo «negro» puede ser o no ser un relato policial en sentido estricto. Una historia negra puede ser la historia de un criminal sin ninguna referencia a un investigador, como sucede en algunas novelas de Horacio Castellanos Moya o de Leonardo Oyola, por citar casos muy diversos. Pero también hay otras cuestiones relacionadas con el auge de lo «negro». La primera tiene que ver con una serie de cambios ocurridos en el campo literario, en la importancia de escritores como César Aira en Argentina o Mario Levrero en Uruguay. Son un conjunto de escrituras que ponen énfasis en el desarrollo de peripecias lineales, que «salen para adelante» y parecen rechazar frontalmente los pliegues y meandros de la novela policial. Prueba de esto es la tensión entre peripecia e investigación en los relatos policiales de Levrero. Pero por otra parte la presencia del investigador me parece que pervive en otras formas del policial o de lo «negro». Por ejemplo con las novelas de detectives de Ramón Díaz Eterovic. Pero también hay transformaciones, como es el caso de Roberto Bolaño, o algunos relatos de Rodrigo Rey Rosa o de Hugo Fontana, donde me parece que hay un desplazamiento de la figura del detective a partir de la construcción de un secreto, antes que un enigma. Es decir, en el relato aparecen episodios incomprensibles, incoherentes, cuya articulación nunca se explica del todo, y que parecen señalar otro orden de causalidad. Esa explicación nunca se articula en el texto. Entonces el lector se encuentra con una suerte de policial trunco, buscando una respuesta u orden a los hechos que tal vez no la tenga.

Publicado en El País
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