Fotos entre hermanos
Anita Calero le lanza de pronto a su hermano Miky una mirada cómplice. Los dos completan ya varios minutos mirando hacia el pasado, recordando el principio de esta historia compartida, de esta amorosa complicidad: cómo un par de niños de Cali que crecían a placer en una casona del barrio Santa Rita acabaron convertidos, sin remedio, en fotógrafos.
Aquello fue hace mucho tiempo ya. Por los días en los que esta ciudad era destino de festivales de arte, de poetas nadaístas, del Grupo Taller y de unos locos cineastas que le regalaron para siempre una marca registrada, el Caliwood.
Días también en los que doña Cecilia Arboleda, la mamá —“muy elegante ella”— se paseaba por la casa con su cámara Canon, envuelta en un forro de cuero, suspendida del cuello, retratando la vida familiar en su mejor versión: los chicos corriendo divertidos por los jardines, los cumpleaños dichosos, los paisajes de postal.
A nadie le extrañó entonces que, muchos años más tarde, los hermanos Calero decidieran ganarse la vida persiguiendo imágenes.
Anita recuerda que la primera cámara que tuvo entre las manos le llegó, el día que cumplió 8 años, gracias a unos padrinos que intuyeron a tiempo su vocación.
Nada volvería a ser igual; la muchacha ni siquiera se graduó del colegio. Es que ese aparato, dice, le dejó claro el destino: “Para qué me iban a servir la física o las matemáticas, si yo lo que quería era ser artista. Me la pasaba pintando en los tableros, cantando en los recreos. Y con esa cámara que me regalaron terminé de entender que había nacido para otra cosa”.
Apenas si llegó a séptimo grado. Después, cuando dejó para siempre la casa de los días felices en Santa Rita, estudiaría dibujo e idiomas en Suiza e Inglaterra. Hoy, recién llegada a Cali desde Nueva York, donde ha desarrollado su exitosa carrera desde hace tres décadas, al lado de grandes como Ruven Afanador, dice a su manera que desde su niñez no concibe la vida como no sea retratando lo que ve.
En su caso han sido sobre todo objetos. Naturaleza muerta. Zapatos, carteras, abrigos. De repente una torre de ajos o de olivas, suspendidos melancólicamente en un fondo blanco. De repente también un collar de perlas. O un perfume de Chanel. ¿Puede alguien escapar acaso a la belleza que inspiran esos retratos de flores de Anita Calero casi a una primavera de marchitarse?
Todas ellas, fotos que alguna vez llegaron a inspirar portadas de Time Magazine o las páginas de las revistas Harper’s Bazaar, Elle, House & Garden y Vanity Fair.
Su lente lograba, además, crear otras cosas: anuncios publicitarios para marcas célebres como Estée Lauder, American Express y Victoria’s Secret.
A Estados Unidos llegaría jovencísima y enamorada. Se instaló inicialmente en Miami con el proyecto de hacer una familia, pero los planes cambiaron al separarse del esposo. Entonces el amor verdadero, el incondicional, lo halló en esa vieja pasión de la fotografía que desde niña se le había quedado aleteando en algún rincón del alma.
El exilio del corazón la dejaría luego en Nueva York. Y allá hizo lo que casi todos los inmigrantes, sobrevivir: limpiando apartamentos, trabajando en un almacén de joyas y de ropa y hasta trabajando como chofer para unos príncipes de Grecia.
Con el tiempo haría estudios de fotografía y comenzaría a codearse con los grandes del oficio. La oportunidad de su vida le llegaría en 1982 cuando le ofrecieron ser la directora de arte de la revista Martha Stewart Living, cuya dueña no solo es una de las mujeres más influyentes de Estados Unidos, sino una figura de culto cuando se habla de cocina y estilo de vida.
La competencia en Nueva York era feroz. Y ella latina. Y ella sin tener al menos un cartón de bachiller. Pero era cuestión de tiempo para que su enorme sensibilidad para retratar objetos llamara pronto la atención de las grandes editoriales. Entonces llegó un día en que todos comenzaron a preguntarse quién era acaso esa mujer de figura menuda que lograba hacer de un abrigo una obra de arte. Es colombiana, decían. La que vive en un ‘loft’ de Manhattan, con vista al río Hudson, sobre una calle colonizada por galerías de arte.
Miky Calero se paró en otra orilla de la fotografía. Aprendió a mirar distinto. Algunos despectivos le llamarán fotografía comercial, a secas. Pero por su lente han pasado desde reinas y modelos, hasta la desnudez de Amparo Grisales; la sonrisa de Sofía Vergara caminando por las calles de Miami; Lina Botero —la hija del maestro Fernando— en el baño de su casa; Gustavo Álvarez Gardeazábal en la cárcel de Tuluá.
Él prefiere hablar, sin embargo, de su preocupación por retratar lo femenino. Sus formas, su erotismo, su complejidad. “Las mujeres han dominado lo que siempre he buscado en la fotografía”, dice delante de su hermana.
En los 90, y a lo largo de una década, fue uno de los fotógrafos estelares de las producciones del Minicromos. Y sacó tiempo además para fundar ‘Diva’, “la revista de la gente egoísta”. Sería por esos días que conocería a su madrina artística, la periodista Pilar Castaño, quien creyó que su talento para la fotografía de moda merecía un espacio en Bogotá.
Pero en la cúspide de su carrera comenzó a sentir hastío. “La moda es un mundo de apariencias, superficialidades, lambonerías e hipocresías”.
Empacó su maleta y se regresó para Cali. E hizo bien. Lo cree Arley Acosta, su amigo y director de la Escuela de Fotografía del Valle. En Miky, dice, “uno encuentra dos facetas que no son fáciles de combinar: lo comercial y lo artístico. Tiene el talento para sacar lo mejor de una modelo o ceñirse a lo que le pida una marca, pero también la sensibilidad social necesaria para obtener grandes series fotográficas después de internarse por días en las selvas del Chocó, de compartir con comunidades indígenas del Amazonas, de recorrer los paisajes de San Andrés o simplemente quedarse en Pance, uno de los lugares de Cali que más lo inspira”.
Acosta destaca en Miky, además, el acierto de trasladar a la fotografía su conciencia ambientalista. “Tiene una serie sobre el agua que es muy sobresaliente y que se puede ver expuesta aún en la Clínica Valle del Lili. Y es también, en lo técnico, un tipo muy exigente. Para iluminar se vale de un paraguas de dos metros de diámetro y es un maestro para crear lo que nosotros llamamos la iluminación tipo mariposa: esa que le da al modelo una luz cenital que cae luego en el rostro como eso, como en forma de mariposa. Es como si él imaginara su propia luz”.